Homilía del Domingo de Resurrección (Ciclo B)


DOMINGO DE RESURRECCIÓN (B)

Lecturas: Hch 10, 34a.37-43; 1 Co 5, 6b-8; Jn 20, 1-9

Motivo de júbilo. Cristo vive. Ésta es la gran verdad que llena de contenido nuestra fe. Jesús, que murió en la cruz, ha resucitado, ha triunfado de la muerte, del poder de las tinieblas, del dolor y de la angustia (San Josemaría Escrivá). La Iglesia celebra con júbilo el triunfo de Cristo, su Resurrección, que es la prueba mayor de la divinidad de Nuestro Señor. La fe de los cristianos es la Resurrección de Cristo; esto es lo que tenemos por cosa grande: el creer que resucitó (San Agustín).

La Resurrección del Señor es prenda de nuestra resurrección. Esperamos un Salvador, el Señor Jesucristo, que transformará el cuerpo de nuestra humillación, conforme a su cuerpo glorioso, según el poder que Él tiene de someter a Sí todas las cosas (Flp 3, 20-21). Sobre el cristiano, como sobre Jesús, la muerte no tiene la última palabra; el que vive en Cristo no muere para quedar muerto; muere para resucitar a una vida nueva y eterna. Nuestra muerte ha sido vencida y redimida. Los creyentes en Cristo estamos llamados al gozo de la resurrección y de la vida inmortal a través de la muerte.

Celebración de la fiesta. En la 2ª lectura, leemos: Celebremos la Pascua, no con levadura vieja (levadura de corrupción y de maldad), sino con los panes ázimos de la sinceridad y la verdad. Con estas palabras, san Pablo nos dice que debemos eliminar -tanto de la comunidad eclesial como de la vida personal- lo impuro y pecaminoso, simbolizados en la levadura vieja; y llevar una vida auténticamente cristiana, con ázimos, símbolo de lo limpio y puro. Sólo así, nuestros cuerpos, tras su disolución en la sepultura, resucitarán a su tiempo por el poder del Verbo de Dios para la gloria del Padre, que revestirá de inmortalidad nuestra carne corruptible, pues la omnipotencia de Dios se manifiesta perfecta en lo que es débil y caduco (San Ireneo de Lyon).

Por tanto, fe en la resurrección del Señor y fe en que resucitaremos corporalmente un día. Pero también hay que tener fe en las resurrecciones espirituales después de nuestras caídas y miserias: todo lo puedo en Aquel que me conforta (Flp 4, 13).

Testimonio de la Resurrección. Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. El cuerpo de Cristo no estaba allí. Ambos vieron las vendas por el suelo y el sudario y creyeron. Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos. Se dieron cuenta de que no podía tratarse de un robo, como suponía María Magdalena, al ver los lienzos y el sudario colocados de forma especial. A partir de entonces, para ellos, y para todos los cristianos, Cristo no es un crucificado vencido, sino un resucitado vencedor. Los Apóstoles darán testimonio de la Resurrección del Señor.

Y también nosotros, cristianos del siglo XXI, debemos testimoniar nuestra fe en Cristo. ¿De qué Cristo?, dirán algunos. Del Cristo eternamente joven, del Cristo vencedor de la muerte, del Cristo resucitado para siempre, del Cristo que en el Espíritu comunica la vida del Padre, del Cristo a quien debemos recurrir para fundamentar y asegurar la esperanza del mañana.

 

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