Allá en la montaña -me dicen- vive un hombre de Dios. Le hemos visto rezar en la noche y fatigarse durante el día. Ve allí, a la montaña. Si mañana estás aquí, verás a las doce lucir una estrella.
Ese hombre de Dios -me enteré después- baja muy de mañana al pueblo que se encuentra al pie de la montaña. Trabaja con ilusión, sin olvidar a su Dios. Al terminar su labor comienza la ascensión pina y dura, con su borrico de carga; cuando más fuertemente pega el sol, se encuentra todos los días junto a la fuente clara de la montaña. Su boca pastosa se aliviaría con el agua, pero puede siempre más su amor, y siempre, cada día, ofrece ese pequeño dolor, se lo ofrece a su Padre-Dios. El cielo, en recompensa, con la luz del mediodía, dibuja entre las nubes una estrella. Así todos los días.
Han pasado unos meses, y un pequeñuelo se ha acercado a contemplar la vida de aquel pobre anciano. Un muchacho sin años, que pide aventuras, le quiere imitar. Pero el anciano le disuade: “No podrás, pequeño, sufrir esta vida”. Pero él insistió tanto, que trataron de poner su tesón a prueba un solo día.
Rezaron de noche a su Dios. Y muy de madrugada bajaron con la leña en el borriquillo al trabajo duro del amanecer. Los dos trabajaron, el viejo y el niño. Terminaron la labor, y de nuevo, tirando del jumento, iniciaron la subida. El pequeño jadea, se cansa y sonríe. ¿No podrá más? Las piedras, sujetas en falso, le hacen perder el equilibrio, y rueda alguna vez con pequeños gritos. Se levanta, sacude su alforja y sigue adelante. Ahora se le van los ojos hacia la fuente. Será un buen descanso. El muchacho mira al agua y mira al viejo.
-Si el viejo no bebe, ¿podré beber yo?
Y en el viejo, otra duda: -¿Me mortificaré, Señor? ¡No beberá el niño si no bebo yo!
Indecisión. ¿Mortificación o caridad? Una de las dos ha de postergarse en aquel momento.
Y pudo más la caridad. -Beberé para que él se atreva a beber.
Y el viejo se acercó a la fuente y bebió de ella. Al muchacho se le escapó un grito de alegría y se volcó en las aguas.
Los dos ahora descansan. Pero el buen viejo reflexiona: -¿Me sonreirá hoy también el cielo con su estrella?
Y con temor levantó, lentamente, sus ojos a las nubes.
En el cielo, aquel día, lucieron dos estrellas.
(Jesús Urteaga, El valor divino de lo humano)