Homilía del Domingo de Ramos (Ciclo B)


En la liturgia de la Palabra del Domingo de Ramos antes de leerse la Pasión del Señor está el texto de la Carta los Filipenses de la kénosis. Esta palabra griega significa anonadamiento. Es la humillación de Cristo que siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz (Flp 2, 6-8). Es un buen preámbulo para vivir la Semana Santa, para seguir el camino de la humillación de Jesús.

La obediencia de Nuestro Señor a los planes salvíficos del Padre, aceptando la pasión y morir en la cruz, nos ofrece la mejor lección de humildad. Esta obediencia de Cristo fue profetizada por Isaías en el tercer canto del Siervo de Yavé, según se lee en la primera lectura: Yo no me resistí, ni me eché atrás. Ofrecí mis espaldas a los que me golpeaban y mis mejillas a los que me arrancaban la barba. Mi rostro no oculté a los afrentas y salivazos (Is 50, 5-6). El profeta señala los sufrimientos que esa obediencia le acarreó y que el Siervo aceptó sin rechistar.

En el relato de la Pasión del Señor, tomado del Evangelio según san Marcos, vemos el desprecio de los jefes religiosos del pueblo. Asistimos a la traición de Judas Iscariote, uno de los apóstoles, que venderá a su Maestro por treinta monedas de plata. Contemplamos a Jesucristo apresado y tratado como un malhechor; el abandono de sus discípulos; y cómo es llevado ante el Sanedrín para ser interrogado por el sumo sacerdote Caifás, ser juzgado y condenado a muerte. Escucharemos cómo Pedro, la “roca” de los discípulos, lo negará tres veces. Oiremos los gritos de la muchedumbre, soliviantada por los jefes, pidiendo que Barrabás quede libre y que a Él lo crucifiquen. Veremos cómo los soldados se burlarán de Él, vestido con un manto color púrpura y coronado de espinas. Y después, a lo largo de la vía dolorosa y a los pies de la cruz, sentiremos los insultos de la gente y de los jefes, que se ríen de su condición de Rey e Hijo de Dios. Ésta es la vía de Dios, el camino de la humildad. Es el camino de Jesús, no hay otro. Y no hay humildad sin humillación (Papa Francisco).

En el Calvario se da el culmen del anonadamiento. Allí revela el rostro auténtico de Dios, que es misericordia. Perdona a sus verdugos, abre las puertas del paraíso al ladrón arrepentido y toca el corazón del centurión. Cristo crucificado lleva luz donde hay tinieblas, vida donde hay muerte, amor donde hay odio. Por eso contemplamos maravillados estos misterios de Nuestro Señor, verdadero Dios y verdadero hombre.

En el Domingo de Ramos la Iglesia, en su liturgia, conmemora la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén. Cristo es aclamado como Mesías. ¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en el cielo! (Mt 21, 9). En medio de la alegría, cuando Jesús se acercó a la Ciudad Santa, lloró sobre ella. Sabe que muchos de los que le aclaman, días después, pedirán al Procurador romano su muerte en la cruz, cambiarán los hosannas en maldiciones.

Ahora vamos a meditar algunos versículos de Pasión del Señor, sacados del Evangelio según San Marcos. Dos días después era la Pascua y los Ázimos; y los sumos sacerdotes y los escribas buscaban cómo apoderarse de él con engaño y darle muerte. Decían sin embargo: No sea en la fiesta, para que no se produzca alboroto entre el pueblo (Mc 14, 1-2). Así comienza san Marcos la parte final de su Evangelio, en la que relata la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús. Las medidas tomadas por las autoridades religiosas judías para que no coincidiera la muerte del Señor con la Pascua judía resultaron inútiles. Dios quiso que cuando los judíos celebraban su mayor fiesta religiosa -la Pascua-, cuyo rito esencial consistía en comer el cordero pascual, Jesús con su sacrificio instituyera la Pascua cristiana. Fue, por tanto, en el marco de la Pascua judía cuando se instauró la nueva Pascua en la que Cristo es el cordero sin mancha que, con su sangre derramada en la Cruz, libera a todos los hombres de la esclavitud del pecado.

En verdad os digo que ya no beberé del fruto de la vid hasta aquel día en que lo beba de nuevo en el Reino de Dios (Mc 14, 25). El Señor, después de instituir la Sagrada Eucaristía, prolonga aquella Última Cena en entrañable conversación con sus discípulos, a los que de nuevo habla de su próxima muerte. Jesús alivia la tristeza de su despedida prometiendo a los Apóstoles que llegará un día en que volverá a reunirse con ellos, cuando el Reino de Dios haya llegado a su plenitud. Con ello se refiere a la vida beatífica en los Cielos, tantas veces comparada a un banquete. Entonces no habrá necesidad del alimento y bebida. Por eso el Señor alude a vino nuevo. En definitiva, después de la resurrección, los Apóstoles y todos los santos podrán tener la dicha de estar con Jesús.

En Getsemaní, Cristo se postró en tierra y rogaba que, a ser posible, se alejase de él aquella hora. Decía: Abbá, Padre, todo te es posible, aparta de mí este cáliz; pero que no sea lo que yo quiero, sino lo que quieres tú (Mc 14, 35-36). Jesús ora con un sentido profundo de su filiación divina. Sólo san Marcos nos conserva en la propia lengua original la exclamación filial de Jesús al Padre: “Abbá”, que es el nombre con que los hijos se dirigen íntimamente a sus padres. Una confianza filial semejante es la que ha de tener todo cristiano en su vida, y de modo especial en la oración. En este momento cumbre, Jesús vuelve a retirarse a la soledad del diálogo con su Padre y pide a sus discípulos que oren para no caer en la tentación. Velad y orad para no caer en la tentación (Mc 14, 38). Es de notar que en el Evangelio, escrito bajo la inspiración del Espíritu Santo, recoge tanto la oración de Jesús, como el mandato de orar. No se trata de una anécdota ocasional, sino de un episodio que es modelo de lo que han de hacer los cristianos: rezar como medio imprescindible para mantenerse fieles a Dios. Quien no rece, que no se haga ilusiones de superar las tentaciones.

El Sumo Sacerdote, levantándose en el centro, preguntó a Jesús diciendo: ¿No respondes nada a lo que éstos atestiguan contra ti? Pero él permanecía en silencio y nada respondió. De nuevo el Sumo Sacerdote le preguntaba y le decía: ¿Eres tú el Mesías, el Hijo de Dios bendito? Jesús respondió: Yo soy, y veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra el pode de Dios, y venir sobre las nubes del cielo (Mc 14, 60-62). Jesús, como en otros momentos de su Pasión guarda profundo silencio. Ante las acusaciones falsas de sus enemigos aparece indefenso. Dios nuestro Salvador -dice san Jerónimo- que ha redimido al mundo llevado de su misericordia, se deja conducir a la muerte como un cordero sin decir una palabra; ni se queja ni se defiende.

Seguramente Caifás preguntando a Jesús si era el Mesías trataba de acorralarle: si respondía negativamente, equivalía a contradecirse en todo lo que había hecho y dicho; si contestaba afirmativamente, sería interpretado como blasfemia. La respuesta de Jesús no sólo da testimonio de ser el Mesías, sino que aclara la transcendencia divina de su mesianismo, al aplicarse la profecía del Hijo del Hombre que hizo Daniel. En la solemnidad singular de aquel momento, Jesús se define con la más fuerte de todas las expresiones bíblicas que podían ser comprendidas de su persona: la que pone de manifiesto la divinidad de su persona.

Una vez que los príncipes de los sacerdotes con los ancianos, los escribas y todo el Sanedrín juzgaron que Jesús era reo de muerte, lo llevaron a a Poncio Pilato. Éste preguntó a Jesús: “¿Eres tú el Rey de los Judíos?” Él le respondió: “Tú lo dices”. Y los príncipes de los sacerdotes le acusaban de muchas cosas. Entonces Pilato volvió a preguntarle: “¿No respondes nada? Mira de cuántas cosas te acusan”. Pero Jesús ya no respondió nada (Mc 15, 2-5). Por tres veces hacen constar los evangelistas que el silencio fue la actitud de Jesús ante aquellas acusaciones inicuas: ante el Sanedrín como ya hemos visto; ante el Procurador romano; y por último ante Herodes. El evangelista san Juan cuenta que el Señor dijo algunas cosas más en el proceso ante la autoridad romana. San Marcos dice que no respondió nada más, ya que se refiere sólo a las acusaciones contra el Señor, que, al ser falsas, no necesitaban respuesta. Por otra parte era inútil toda defensa, supuesto que tenían decidida ya de antemano su muerte. Por su parte, Pilato tampoco necesitaba más contestación, puesto que estaba convencido de la inocencia de Jesús. Por la conducta lujuriosa de Herodes, el Señor no dirigió palabra alguna al tetrarca de Galilea, por más que éste le preguntara muchas cosas.

Durante el proceso en el pretorio, Pilato propuso a la turba dar la libertad a quien eligiera entre Cristo y un homicida llamado Barrabás. Pero los príncipes de los sacerdotes soliviantaron a la turba, para que les soltase más bien a Barrabás. Pilato respondiendo de nuevo, les decís: ¿Y qué queréis que haga con el Rey de los Judíos? Ellos volvieron a gritar: ¡Crucifícalo! (Mc 15, 11-14). El gentío que apenas unos días antes lo aclamaba, transforma las alabanzas en un grito de acusación, prefiriendo incluso en lugar de él sea liberado un homicida. Es duro leer, en los Santos Evangelios, la pregunta de Pilato: “¿A quién queréis que os suelte, a Barrabás o a Jesús, que se llama Cristo?”-Es más penoso oír la respuesta: “¡A Barrabás!” Y más terrible todavía darme cuenta de que ¡muchas veces!, al apartarme del camino, he dicho también “¡a Barrabás!”, y he añadido “¿a Cristo?… Crucifige eum! -¡Crucifícalo!” (San Josemaría Escrivá, Camino n. 296).

También crucificaron con él a dos ladrones, uno a su derecha y otro a su izquierda, y se cumplió la Escritura que dice: Fue contado entre los malhechores (Mc 15, 27-28). Así se aumentaba la ignominia de Jesucristo. Sus discípulos también conocerán esa humillación de las cárceles comunes, como si fueran ladrones y malhechores. Pero en el caso de Jesús esto fue providencial, pues así se cumplió la Escritura que preanunciaba que el Mesías sería puesto entre los malhechores. Colocada la Verdad entre los malvados -enseña san Jerónimo-, deja uno a su izquierda y otro a su derecha, lo mismo que hará en el día del juicio. Así vemos cuán distinto puede ser el fin de unos pecadores semejantes. Uno precede a Pedro en el paraíso, el otro a Judas en el infierno: una breve confesión consiguió la vida sin término, una blasfemia momentánea se castiga con la pena eterna. El pueblo cristiano ha dado desde antiguo diversos nombres a estos ladrones. Los más comunes en Occidente son los de Dimas para el buen ladrón y Gestas para el malo.

Los príncipes de los sacerdotes, burlándose entre ellos con los escribas, decían: Salvó a otros, y a sí mismo no puede salvarse. Que el Cristo, el rey de Israel, baje ahora de la cruz, para que veamos y creamos (Mc 15, 31-32). Precisamente porque era el Mesías y el Hijo de Dios no bajó de la Cruz y llevó a término, en el dolor, la obra que el Padre le había encomendado. Cristo nos ha enseñado que el dolor es el mejor y más grande tesoro que tenemos: el Señor no venció en un trono, ni con un cetro en la mano, sino extendiendo sus brazos en la Cruz. El cristiano que, como todo hombre, padecerá el dolor en su vida, no debe rehuirlo ni rebelarse contra él sino ofrecerlo a Dios, como el Maestro.

Jesús, dando una gran voz, expiró (Mc 15, 37). De esta forma tan escueta san Marcos testimonia la muerte del Señor. Parece como si no se atreviera a comentar nada, dejando al lector que se pare a meditar. Dentro de este tremendo misterio de la muerte de Cristo hemos de insistir: Jesucristo murió; no fue una muerte aparente, sino real. No olvidemos que la causa de la muerte del Señor fue nuestro pecado. Jesucristo muere por la fuerza y por la vileza de nuestros pecados. Nosotros meditando las páginas ensangrentadas del Evangelio, nos aproximamos a comprender la medida del amor de Dios hacia el hombre.

El centurión, que estaba enfrente de él, al ver cómo había expirado, dijo: Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios (Mc 15, 39). La causa de la conversión de este oficial romano es que, viendo al Señor morir de aquel modo, no pudo menos de reconocer su Divinidad; pues nadie tiene la potestad de entregar el espíritu sino el que Creador de las almas. Cristo, como Dios que es, tenía la facultad de entregar su espíritu; por el contrario, a los demás hombres se les arrebata el espíritu en la hora de la muerte. Pero el hombre cristiano ha de imitar a Cristo, también en esta hora suprema; es decir, hemos de aceptar con paz y gozo la muerte, el momento dispuesto por Dios para dejar en sus manos nuestro espíritu: la diferencia está en que Cristo lo entrega cuando quiere, y nosotros cuando Dios lo dispone.

La Virgen María, Madre Dolorosa, estuvo en todo momento junto a su Hijo muerto. Una vez que Jesús fue sepultado, Santa María vivió aquellas horas de soledad con esperanza y con fe en la resurrección de Jesucristo. Pidamos a Dios que acreciente nuestra fe para ver después de la muerte Vida y Resurrección.

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