El Viernes Santo la Iglesia no celebra la Santa Misa. Los fieles se reúnen en los templos para la Acción litúrgica de la Pasión del Señor. Ésta está estructurada en cuatro partes. La primera es la liturgia de la Palabra en la que se lee de forma dialogada el relato de la Pasión del Evangelio según san Juan. Después viene la oración universal de los fieles, y a continuación la adoración de la Santa Cruz. Termina con la distribución de la comunión a los fieles.
Contemplemos estas páginas ensangrentadas del Evangelio, al hilo de las palabras del papa Francisco. La humillación de Jesús llega al extremo en la Pasión: es vendido por treinta monedas y traicionado por un beso de un discípulo que él había elegido y llamado amigo. Casi todos los otros huyen y lo abandonan; Pedro lo niega tres veces en el patio del templo. Humillado en el espíritu con burlas, insultos y salivazos; sufre en el cuerpo violencias atroces, los golpes, los latigazos y la corona de espinan desfiguran su aspecto haciéndolo irreconocible. Sufre también la infamia y la condena inicua de las autoridades, religiosas y políticas: es hecho pecado y reconocido injusto. Pilato lo envía posteriormente a Herodes, y éste lo devuelve al gobernador romano; mientras le es negada toda justicia, Jesús experimenta en su propia piel también la indiferencia, pues nadie quiere asumir la responsabilidad de su destino. Pienso ahora en tanta gente, en tantos inmigrantes, en tantos prófugos, en tantos refugiados, en aquellos de los cuales muchos no quieren asumir la responsabilidad de su destino. El gentío que apenas unos días antes lo aclamaba, transforma las alabanzas en un grito de acusación, profiriendo incluso que en lugar de él sea liberado un homicida. Llega de este modo a la muerte en la cruz, dolorosa e infamante, reservada a los traidores, a los esclavos y a los peores criminales. La soledad, la difamación y el dolor no son todavía el culmen de su anonadamiento. Para ser en todo solidario con nosotros, experimenta también en la cruz el misterioso abandono del Padre. Sin embargo, en el abandono, ora y confía: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc, 23, 46). Suspendido en el patíbulo, además del escarnio, afronta la última tentación: la provocación a bajar de la cruz, a vencer el mal con la fuerza, y a mostrar el rostro de un Dios potente e invencible. Jesús en cambio, precisamente aquí, en el culmen del anonadamiento, revela el rostro auténtico de Dios, que es misericordia. Perdona a sus verdugos, abre las puertas del paraíso al ladrón arrepentido y toca el corazón del centurión. Si el misterio del mal es abismal, infinita es la realidad del Amor que lo ha atravesado, llegando hasta el sepulcro y los infiernos, asumiendo todo nuestro dolor para redimirlo, llevando luz donde hay tinieblas, vida donde hay muerte, amor donde hay odio (Homilía 20.III.2016).
En la Pasión del Señor vemos a Cristo orando en Getsemaní, sufriente, flagelado, coronado de espinas, caminando con la cruz, crucificado, contado entre malhechores, muerto y sepultado. Cristo bebió hasta el fondo el cáliz del sufrimiento humano, por eso dice al hombre que sufre ven y sígueme. Nuestro Señor asumió todo el mal de la condición humana sobre la tierra, excepto el pecado, para sacar de él el bien salvífico.
En la primera lectura se lee parte del Canto del Siervo de Yavé, también conocido como la Pasión según Isaías. El profeta narra el sufrimiento y la muerte del Siervo, ofrecido como sacrificio para la redención de todos, de tal manera que refleja de modo exacto e impresionante la Pasión y Muerte de Jesús. Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores; nosotros lo estimamos leproso, herido de Dios y humillado; pero él fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes (Is 53, 4). Vemos la misericordia de Dios para nosotros: Cristo murió por los pecadores e impíos.
En el Gólgota contemplamos a Cristo clavado en la cruz. Levantado en alto sobre la tierra, está cumpliendo el designio eterno y misericordioso de la Trinidad Beatísima: la salvación del género humano por medio de la muerte del Verbo encarnado en el altar de la Cruz. Dios nos quiere muy cerca de la Cruz. No hay santidad sin unión con Cristo crucificado. Estemos, como Santa María, el Discípulo amado y las Santas Mujeres, acompañando a Jesús en su agonía, siendo consuelo de Dios.
Jesús en la cruz es la brújula de la vida, que nos orienta al cielo. La pobreza del madero, el silencio del Señor, su desprendimiento por amor nos muestran la necesidad de una vida más sencilla, libre de tantas preocupaciones por las cosas. Jesús en la cruz nos enseña la renuncia llena de valentía. Pues nunca avanzaremos si estamos cargados de pesos que estorban. Necesitamos liberarnos de los tentáculos del consumismo y de las trampas del egoísmo, de querer cada vez más, de no estar nunca satisfechos, del corazón cerrado a las necesidades de los pobres. Jesús, que arde con amor en el leño de la cruz, nos llama a una vida encendida en su fuego, que no se pierde en las cenizas del mundo; una vida que arde de caridad y no se apaga en la mediocridad. ¿Es difícil vivir como él nos pide? Sí, es difícil, pero lleva a la meta. La carne de Jesús no se convierte en ceniza, sino que resucita gloriosamente. También se aplica a nosotros, que somos polvo: si regresamos al Señor con nuestra fragilidad, si tomamos el camino del amor, abrazaremos la vida que no conoce ocaso (Papa Francisco, Homilía 6.III.2019).
Desde la Cruz, Cristo imparte la lección de Las Siete Palabras.
Jesús se dirige al Padre en tono de súplica: Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen (Lc 23, 34). Es el Amor lo que ha llevado a Jesús al Calvario. Y ya en la Cruz, todos sus gestos y todas sus palabras son de amor, de amor sereno y fuerte (San Josemaría Escrivá, Vía Crucis, XI Estación).
Cabe distinguir dos partes en la plegaria del Señor: la petición escueta: Padre, perdónales, y la disculpa añadida: porque no saben lo que hacen. En las dos se nos muestra como quien cumple lo que predica, y como modelo a imitar. Había predicado el deber de perdonar las ofensas y aun de amar a los enemigos, porque había venido a este mundo para ofrecerse como Víctima para la remisión de los pecados y alcanzarnos el perdón.
Sorprenden a primera vista las disculpas con que Jesús acompaña la petición de perdón: Porque no saben lo que hacen. Son palabras del amor, de la misericordia y de la justicia perfecta que valoran hasta el máximo las atenuantes de nuestros pecados. No cabe duda de que los responsables directos tenían conciencia clara de que estaban condenando a un inocente, cometiendo un homicidio; pero no entendían, en aquellos momentos de apasionamiento, que estaban cometiendo un deicidio. En este sentido san Pedro dice a los judíos, estimulándoles al arrepentimiento, que obraron por ignorancia, y san Pablo añade que de haber conocido la sabiduría divina no hubieran crucificado al Señor de la Gloria. En esta inadvertencia se apoya Jesús, misericordioso, para disculparles.
En toda acción pecaminosa el hombre tiene zonas más o menos extensas de oscuridad, de apasionamiento, de obcecación que, sin anular su libertad y responsabilidad, hacen posible que se ejecute la acción mala atraído por los aspectos engañosamente buenos que presenta. Y esto constituye una atenuante en lo malo que hacemos.
Cristo nos enseña a perdonar y a buscar disculpas para nuestros ofensores, y así abrirles la puerta a la esperanza del perdón y del arrepentimiento, dejando a Dios el juicio definitivo de los hombres. Esta caridad heroica fue practicada desde el principio por los cristianos. Así, el primer mártir, san Esteban, muere suplicando el perdón divino para sus verdugos. Esfuérzate, si es preciso, en perdonar siempre a quienes te ofendan, desde el primer instante, ya que, por grande que sea el perjuicio o la ofensa que te hagan, más te ha perdonado Dios a ti (Camino, n. 452).
Amor y perdón. ¿Hasta siete veces? No, hasta setenta veces siete, siempre. Que sepamos perdonar a los que no ofenden.
Hoy estará conmigo en el Paraíso (Lc 23, 43). Al responder al buen ladrón Jesucristo manifiesta que es Dios porque dispone de la suerte eterna del hombre; que es infinitamente misericordioso y no rechaza al alma que se arrepiente con sinceridad. Estas palabras muestran la misericordia divina y el valor del arrepentimiento final. Siempre hay esperanza en esta vida.
Además, con esas palabras dirigidas a san Dimas el Señor nos revela una verdad fundamental de nuestra fe: Creemos en la vida eterna. Creemos que las almas de todos aquellos que mueren en la gracia de Cristo -tanto las que todavía deben ser purificadas con el fuego del purgatorio, como las que son recibidas por Jesús en el Paraíso en seguida que se separan del cuerpo, como el Buen Ladrón-, constituyen el Pueblo de Dios después de la muerte, la cual será destruida por completo el día de la Resurrección, en que estas almas se unirán con sus cuerpos (San Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios, n. 28).
Ahí tienes a tu madre… He ahí a tu hijo (Jn 19, 26-27). San Juan Pablo II comentaba estas palabras de Cristo crucificado: Al pie de la cruz María participa por medio de la fe en el desconcertante misterio de este despojamiento… participa en la muerte del Hijo, en su muerte redentora. Pero, a diferencia de la fe de los discípulos que huían, era una fe mucho más iluminada… Jesús dice a su madre: “Mujer, aquí tienes a tu hijo…” Puede decirse que, si la maternidad de María respecto de los hombres, ya había sido delineada anteriormente, ahora es precisada y establecida claramente… Esta nueva “maternidad de María”, engendrada por la fe, es fruto del nuevo amor que maduró en ella definitivamente junto a la cruz, por medio de su participación en el amor redentor del Hijo (Encíclica Redemptoris Mater, nn. 18. 23).
Numerosos signos muestran cómo la Santísima Virgen ofrece también hoy, precisamente a través del Rosario, aquella solicitud materna para todos los hijos de la Iglesia que el Redentor, poco antes de morir, le confió en la persona del discípulo amado: “¡Mujer, ahí tienes a tu hijo!” (Rosarium Virginis Mariae, n. 7).
La Virgen es nuestra Madre. A Cristo le han quitado todo, pero Él nos da a su Madre.
Tengo sed (Jn 19, 28). El suplicio de la cruz llevaba consigo la natural deshidratación. Y de ahí que Cristo dijera: Tengo sed. Para también se puede ver en la sed de Jesús una manifestación de su deseo ardiente por cumplir la voluntad del Padre y salvar todas las almas. Su sed es de almas; su sed es ansia de redención; su sed es manifestación de su alma sacerdotal; su sed es salvar a todos. Pidámosle al Señor tener sus mismos sentimientos redentores.
Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado? (Mc 15, 34). Estas palabras, pronunciadas en arameo, son el comienzo del Salmo 21, la oración del justo que, perseguido y acorralado por todas partes, se ve en extrema soledad, como un gusano, oprobio de los hombres y desprecio del pueblo (Sal 21, 7). Desde el abismo de esta miseria y máximo abandono, el justo acude a Yavé: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado? (…) En verdad tú eres mi esperanza desde el seno de mi madre (…) No retrases tu socorro. Apresúrate a venir en mi auxilio (Sal 21, 2.10.20). Así pues, esta interpelación de Cristo, lejos de traducir un momento de desesperación, revela la rotunda confianza en su Padre celestial, el único en quien puede apoyarse en medio del dolor, a quien puede quejarse como Hijo y en quien se abandona sin reservas.
Una de las situaciones más dolorosas para el hombre es sentirse solo frente a la incomprensión y persecución de todos, presa de la inseguridad y del miedo. Dios permite estas pruebas para que, experimentada nuestra propia pequeñez y la caducidad del mundo, pongamos toda esperanza sólo en Él, que saca bien de los males para quienes le aman.
Todo está consumado (Jn 19, 30). Este grito de Cristo resuena como el clamor de un rey en el momento de la victoria. Cuando cae su sangre, derramada por nosotros, Jesús con una fuerza increíble en un moribundo, grita: Consummatum est! En el cuerpo destrozado del Señor se ha reanudado la amistad entre Dios y el hombre: ha desaparecido la antigua e irreconciliable enemistad entre el pecado de la criatura y la justicia del Creador, entre la mancha del alma y la santidad del Padre de las almas. Ya somos aceptados “entre los que ama” (Robert H. Benson, La amistad de Cristo).
Todo está consumado, porque Cristo ha cumplido a misión por la que vino al mundo. Se ha abierto para el pecador la puerta de la salvación. Desde el momento de la muerte del Señor ya no hay pecados imperdonables. Se dice que la caridad consiste en perdonar lo imperdonable y amar lo imposible de amar. Y la sangre preciosísima de Cristo se ha convertido en una fuente en la que se laven el pecador y el impuro, donde todos nos purifiquemos del pecado.
Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu (Lc 23, 46). En el momento cumbre de su existencia terrena, en el abandono aparentemente más absoluto, Jesucristo hace un acto de suprema confianza, se arroja en los brazos de su Padre, y libremente entrega su vida. Cristo no murió forzado ni contra su voluntad, sino cuando quiso. En Cristo nuestro Señor fue cosa singular que murió cuando Él quiso morir, y que recibió la muerte no tanto producida por fuerza extraña como voluntariamente. Pero no sólo escogió la muerte, sino que también determinó el lugar y el tiempo en que había de morir; por eso escribió Isaías: “Se ofreció en sacrificio porque Él mismo quiso” (Is 53, 7). Y el Señor antes de su Pasión, dijo: “Doy mi vida para tomarla de nuevo (…). Tengo poder para darla y tengo poder para tomarla de nuevo” (Jn 10, 17-18) (Catecismo Romano, I, 6, 7).
San Juan, testigo presencial, narra escuetamente el momento de la muerte del Señor: Inclinando la cabeza, entregó el espíritu (Jn 19, 30). Jesús, que es dueño de su propia vida, libremente devuelve su alma a su Padre y muere verdaderamente como hombre. Al asumir la condición humana en todo menos en el pecado, también quiso pasar por el umbral de la muerte. Para el cristiano, identificado con Cristo, la muerte es retornar a la casa del Padre. Por eso no debe temer la muerte temporal, paso necesario para la vida eterna.
Realmente este hombre era Hijo de Dios (Mc 15, 39). Esta profesión de fe fue proclamada por un centurión romano al ver como había expirado Cristo en la cruz. En el primer Viernes Santo de la historia, en medio de la oscuridad –la tierra se cubrió de tinieblas (Lc 23, 44); se oscureció el sol (Lc 23, 45)- el Crucificado era reconocido como el Hijo de Dios. Del mismo modo que el centurión romano viendo como Jesús moría comprendió que era el Hijo de Dios, también nosotros, viendo y contemplando el Crucifijo, podemos comprender quién era realmente Dios, que revela en Él la medida de su amor hacia el hombre.
Muerto Jesús, José de Arimatea y Nicodemo desclavan de la cruz el cuerpo muerto de Jesús. Ambos eran discípulos de Cristo, aunque ocultamente por temor a los judíos (Jn 19, 38). ¡Cuántos cristianos hoy día aún con respetos humanos, que no dan la cara por Cristo! La muerte del Señor enseguida da sus frutos. José de Arimatea y Nicodemo vencen los respetos humanos, ya no tienen miedo a los judíos, y se muestran, en la hora del aparente fracaso de Jesús, como discípulos del Maestro. Su cariño al Señor se manifiesta en el cuidado y extremada delicadeza con que tomaron el Cuerpo de Cristo. Su ejemplo constituye una manifestación de piedad hacia los difuntos.
Mientras el Cuerpo del Jesús es depositado en el sepulcro, su Alma unida a su persona divina, descendió a la morada de los muertos. Abrió las puertas del cielo a los justos que le habían precedido (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 633). Tras la muerte de Cristo acompañemos a Santa María en su soledad del sábado santo, con la esperanza puesta en la Resurrección del Señor.