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Defensor del honor de Dios (Santo Tomás Becket)

Defensor del honor de Dios (Santo Tomás Becket)

Primeros años

El 19 de diciembre de 1154 el joven Enrique de Plantagenet fue coronado rey de Inglaterra. Al año siguiente, el rey Enrique II, siguiendo el consejo de los obispos –y en particular el del arzobispo Teobaldo de Canterbury- nombró un nuevo canciller para su reino. El elegido fue Tomás Becket. Éste había nacido en Londres en el mismo día que la Iglesia Católica celebraba la fiesta del apóstol santo Tomás. El año de su nacimiento es incierto. Para algunos biógrafos nació en el 1118, pero otros afirman que fue el 1120, y también hay quien lo adelanta al 1117. Tomás era el único hijo varón del matrimonio formado por Gilberto Becket y Matilde, que también tuvieron tres hijas: María, posteriormente abadesa de Barking, Inés, fundadora del hospital de Santo Tomás, y Roesia.

Gilberto Becket, que era un comerciante de origen normando, tenía medios suficientes para dar a su hijo una buena educación. Y así Tomás gozó de óptimas  oportunidades para realizar sus estudios. Comenzó estudiando gramática en el priorato de Merton, en Sussex. Más tarde se trasladó a París para asistir a las escuelas de los artistas de Sainte Geneviève. Al mismo tiempo que estudiaba procuraba no descuidar el ejercicio de las armas, la práctica del deporte con el halcón y la caza.

En la Curia arzobispal de Canterbury

Esta educación recibida, junto a sus orígenes burgueses, sirvió a Tomás, cuando contaba con 24 años de edad, para obtener un puesto entre los colaboradores de Teobaldo, arzobispo de Canterbury, personaje destacado en los avatares religiosos y políticos de la Inglaterra en aquella época del siglo XII. Antes ya había trabajado como secretario e interventor ante los sheriffs de Londres, donde demostró tener gran capacidad, distinguiéndose por su habilidad en manejar los asuntos públicos y por el interés personal que se tomaba por la gente del pueblo.

La convivencia en la casa de arzobispo Teobaldo permitió a Becket adquirir, junto a su buena formación humana -como hombre de letras, con experiencia administrativa, y destreza en las armas-, una sólida formación religiosa. Por más de diez años trabajó en la curia arzobispal colaborando a tiempo pleno, y mientras estuvo allí resolvió seguir la carrera eclesiástica, ya que recibió las Órdenes menores. En el año 1148 acompañó a Teobaldo al concilio de Reims, convocado por Eugenio III, donde participó activamente.

Enviado por Teobaldo, estuvo en Bolonia para estudiar Derecho eclesiástico, ya que en la Universidad de esa ciudad italiana los estudios de las leyes canónicas estaban en gran auge. Después continuó sus estudios en Auxerre, Francia.

Cuando regresó a Inglaterra, Tomás ocupó varios cargos eclesiásticos -preboste de Beverley y canónigo de las catedrales de Lincoln y de San Pablo- y en el año 1154 fue ordenado diácono. Y al ser nombrado el archidiácono de Canterbury Roger de Pont-l’Evêque arzobispo de York, Teobaldo designó para el oficio que dejaba vacante el nuevo prelado a Tomás Becket. El puesto de archidiácono de Canterbury era el cargo eclesiástico más alto de Inglaterra después de un episcopado o abadía, por lo que más de uno, por envidia, consideraron a Tomás como un advenedizo.

Teobaldo otorgó a Becket toda su confianza confiándole los asuntos más intrincados. Varias veces Tomás fue enviado por su arzobispo a Roma con misiones importantes. Uno de los asuntos en los que participó fue en las negociaciones político-diplomáticas que permitieron a Enrique de Plantagenet suceder legalmente a Esteban de Blois en el trono inglés.

Canciller del Reino

En 1155, Enrique II, reconociendo las cualidades de Tomás, lo llamó para que ocupase el cargo de Canciller del Reino. Desde ese momento Becket se convirtió en el más leal servidor de su joven soberano, en el confidente y compañero inseparable del rey. Tomás fue el instrumento fiel de la política de Enrique II de reconstrucción de la autoridad regia y del restablecimiento del gobierno de la ley y de las costumbres normandas. Al frente de la Cancillería desempeñó sus funciones de uno modo sumamente eficaz. También se distinguió con las armas, y su nombre como general fue temido por los enemigos del rey de Inglaterra. Especialmente brillante fue actuación en la campaña de Toulouse.

Una sólida amistad se estableció entre el monarca y su eficaz colaborador. Además de ayudar al rey en los asuntos de Estado, también le acompañó en sus diversiones. Ambos pasaban muchas horas alegres en mutua compañía. Era quizá el único descanso que Tomás se permitía.

La carrera eclesiástica de Becket no había logrado cambiar sus costumbres propias de un seglar. Era hombre ambicioso y con gusto por la magnificencia. Su casa era tan buena como la del rey, o incluso mejor. Cuando en el año 1158 fue enviado a Francia para negociar el matrimonio del hijo mayor y heredero del rey, Enrique el Joven, con Margarita de Valois, llevó su séquito personal compuesto de doscientos hombres, con acompañamiento de varios cientos más, caballeros y nobles, clérigos y servidores, ocho carrozas magníficas, músicos y cantantes, halcones y perros de caza, monos y mastines. Además, sus recepciones, donativos, regalos y liberalidad para los pobres eran también de una prodigalidad asombrosa. Los franceses -maravillados y extrañados- al ver aquella comitiva dijeron: Si tal es el Canciller, ¿cómo será el propio rey?

Cuando en 1159 el rey inglés levantó un ejército en Francia para recuperar la provincia de Toulouse, parte de la herencia de su esposa, Eleonor de Aquitania, Tomás sirvió a Enrique II con un ejército de setecientos hombres de su peculio. Llevando la armadura, como cualquier guerrero, dirigió asaltos y mantuvo combates personales. Otro eclesiástico, encontrándolo de esta guisa, le preguntó: ¿Qué significa el ir así vestido? Más parecéis halconero que clérigo. Y, sin embargo, sois un clérigo en persona y ostentáis varios cargos –archidiácono de Canterbury, deán de Hastings, presbote de Beverley, canónigo de ésta y aquella iglesia, procurador del arzobispo y probable futuro arzobispo, según rumores… Tomás acogió el reproche con buen humor.

Otra misión importante que se le confió en 1161 fue la negociación que condujo al reconocimiento de la validez de la elección del papa Alejandro III en detrimento de los pretendidos derechos del antipapa Víctor IV, favorito del emperador Federico Barbarroja de Alemania. Durante esta misión, Tomás Becket estableció una serie de relaciones políticas y personales con la nobleza francesa y con los ambientes de la Curia romana que le fueron posteriormente de mucha utilidad.

En los años que fue Canciller, años llenos de logros y éxitos, periódicamente Tomás solía retirarse a Merton -el priorato de los canónigos de Austin-, guardándose por lo menos una parte de su vida para sí. Allí seguía la disciplina que se le imponía. Vivió la flagelación como penitencia, costumbre que mantuvo hasta el final de su vida. Su confesor atestiguó su vida privada sin tacha, bajo condiciones de extrema tentación. Permaneció completamente casto, a pesar del poco ejemplo del rey. Por el alto cargo que ocupaba se vio a sí mismo tratando de servir a dos señores. Si, a veces, fue demasiado lejos en los designios de Enrique II que tendían a infringir los antiguos derechos y prerrogativas de la Iglesia, en otras ocasiones se opuso al rey resueltamente.

Arzobispo de Canterbury

          En 1161 murió Teobaldo. Antes de entregar su alma a Dios, al parecer, Teobaldo había recomendado que Tomás Becker fuera su sucesor, pues esperaba que defendería los derechos de la Iglesia permaneciendo al mismo tiempo amigo del rey. Con aquella muerte se puede decir que se cerró un período en las relaciones entre la Iglesia y el reino de Inglaterra. En cuanto a Becket, con la desaparición de su benefactor se llegó al final de la primera fase de su vida pública, la que correspondió al hombre de Estado.

Para cubrir la sede vacante de Canterbury -sede primada de Inglaterra- también Enrique II pensó en Tomás Becket. Consideró que el Canciller era la persona idónea para ocupar dicha sede, pues creía que se avendría con facilidad a secundar su política desde la sede primada como lo había hecho desde la cancillería en virtud de la amistad que unía a ambos. Cuando el monarca se lo propuso a Tomás, éste advirtió al rey de su error. Vacilando, le dijo: Si Dios permite que yo sea arzobispo de Canterbury, pronto perderé el favor de Vuestra Majestad, y el afecto con el que me ha honrado será trocado en odio. Pues hay varias cosas que ahora hacéis en perjuicio de la Iglesia que me hacen temer que podáis requerir de mí lo que yo no podré otorgar; y personas envidiosas que no dejarán perder la ocasión de abrir un abismo entre nosotros.

La propuesta real no encontró resistencias especiales ni entre los nobles ni entre el clero, aunque los obispos aceptaron de mal grado. Pero Tomás rehusó aquella promoción hasta que el legado de la Santa Sede, el cardenal cisterciense Enrique de Pisa, desvaneció sus escrúpulos. El 21 de mayo de 1162 Tomás Becket fue elegido  para la sede arzobispal de Canterbury. Días después, el 2 de junio, fue ordenado sacerdote por Walter, obispo de Rochester, y consagrado obispo por Enrique de Winchester al día siguiente, primer domingo después de Pentecostés, fiesta de la Santísima Trinidad. Y el 10 de agosto del mismo año el nuevo primado de Inglaterra recibió con los pies descalzos el palio enviado por el papa Alejandro III.

Desde el mismo momento de su consagración episcopal las grandezas mundanas dejaron de contar en la vida de Tomás. Sobre su piel llevaba una camisa de crin y su vestido diario era una sencilla sotana negra, una sobrepelliz de lino y una estola sacerdotal en torno al cuello. Vivió ascéticamente, empleó mucho tiempo en la distribución de limosnas y en la lectura y discusión de las Escrituras con Heriberto Bosham, visitando el hospital y supervisando los monjes y su trabajo. Tomó especial cuidado en seleccionar los candidatos para las Sagradas Órdenes. Como juez eclesiástico fue rigurosamente justo. En el mes de mayo de 1163, con permiso del rey y acompañado por el arzobispo de York, asistió al concilio de Tours, que estaba presidido por el papa Alejandro III.

En el mismo año de su toma de posesión de la sede de Canterbury, Tomás Becket presentó su dimisión como Canciller para demostrar, con los hechos, la sinceridad de su deseo de ser ya solamente un hombre de Iglesia. Este hecho en sí no era extraño, pues seguía en esto a sus predecesores, pues la renuncia era considerada necesaria dentro de la mecánica de la política inglesa. Pero Enrique II lo tomó como una afrenta personal. Desde entonces, el rey y el arzobispo primado de Inglaterra vinieron a representar los dos bandos distintos de Iglesia y Estado, con la agravante de que algunos obispos del reino, por envidias y rencores personales, se opusieron a Becket.

Enfrentamiento con el Rey

Tomás vio en su designación como arzobispo una llamada de Dios a defender los derechos de la Iglesia y el honor de Dios, en un tiempo en el que hasta el Papado estaba debilitado por un cisma. El rey no podía llamarse a engaño pues el mismo Becket le había dicho que su actitud como arzobispo no sería de docilidad al poder real sino de mantenedor de la autonomía de la Iglesia. El altísimo sentido de la dignidad del oficio confiado, condujo al primado a comportamientos que parecieron a Enrique II y a muchos obispos una auténtica traición, movidos solamente por la soberbia y por la arrogancia del poder.

Como las cuestiones en litigio eran múltiples y complejas, el enfrentamiento entre el primado y el rey no tardó en llegar. En más de una ocasión el arzobispo protestó con algunos abusos del rey, y hubo palabras violentas entre él y el soberano. Pero la primera controversia grave surgió al ser acusado Felipe de Brois, canónigo de Bedford, de haber matado a un caballero. Como clérigo fue juzgado por un tribunal eclesiástico. El juez -el obispo de Lincoln- le absolvió ordenando, no obstante, que pagara cierta indemnización a los deudos del muerto.

La justicia del rey quiso que compareciera ante un tribunal civil, pero no era posible y el clérigo lo hizo saber empleando palabras insultantes. Enrique II quería que fuera juzgado de nuevo por el crimen y, además, por su última villanía. Tomás Becket consiguió que el caso fuera juzgado por su propio tribunal arzobispal. Felipe de Brois fue castigado por su desprecio al tribunal real, pero de nuevo absuelto en lo referente al crimen de que se le acusaba.

Algunas cuestiones conflictivas eran jurisdiccionales, otras relativas a la independencia de la autoridad de la curia. En todas ellas la postura tomada por el arzobispo de Canterbury era defender los derechos de la Iglesia. Y así lo mostró en las reuniones de los nobles del reino convocadas por Enrique II en Westminster (1163), Clarendon (1164) y Northampton (1164).

En Westminster y Clarendon el rey pidió a los obispos de su reino la aquiescencia para un edicto por el cual, desde ese momento en adelante, el clérigo convicto de crímenes civiles debía comparecer ante los tribunales civiles para ser castigado. También propuso tasar al clero y que se aprobasen ciertas costumbres (usos) anticanónicas, conocidas por las antiguas costumbres, introducidas en reinados anteriores. Tomás, sabiendo que el Papa aconsejaba moderación, en un principio prometió sumisión, pero al serle presentados por escrito los 16 artículos de Clarendon (las llamadas Constituciones de Clarendon), los rechazó.

Era aquel documento revolucionario: asentaba que ningún prelado podía abandonar el país sin permiso real, lo que serviría para evitar apelaciones ante el Papa; que ningún arrendatario podía ser excomulgado contra la voluntad del rey; que el tribunal real era quien debía decidir qué tribunal debía juzgar a los clérigos acusados de ofensas civiles; que la custodia de los beneficios y rentas de la Iglesia vacantes debían ir a parar al rey. Otros puntos eran asimismo dañosos para la autoridad y prestigio de la Iglesia. Los obispos, entre ellos Tomás Becket, dieron su asentimiento con una reserva, salvando su orden, es decir, estaban dispuestos a cumplir aquellos artículos en cuanto pudiera ser lícito para un clérigo, lo que equivalía a una negativa. Poco después, el arzobispo de Canterbury, presionado, asintió aceptar las antiguas costumbres de buena fe.

Bien pronto Tomás se arrepintió de su condescendencia anterior. Se fue de Clarendon en un estado de profunda depresión. A los pocos días escribió al papa Alejandro III, que se encontraba en Sens, pidiendo la absolución por su pecado de deslealtad. Mientras tanto, se privó a sí mismo del servicio del altar durante 40 días, hasta que llegó el decreto desde Sens concediéndole la absolución papal. Sin embargo, Becket, lleno de remordimientos por haber sido débil, asentando de tal modo un mal ejemplo para los obispos, deseaba confesar su falta personalmente al Papa. Hizo un esfuerzo fútil por cruzar el canal de la Mancha para presentar el caso ante Alejandro III. Pero al mismo tiempo no quería ampliar la brecha que se había abierto entre él y el rey, e intentó restablecer las buenas relaciones con Enrique II cuando fue a visitarlo a Wodstock. Mas se encontró que el rey se dejaba llevar por el rencor al considerar llena de deslealtad e ingratitud la actitud del arzobispo. El soberano recibió a Tomás con esta sarcástica pregunta: ¿Te parece que mi reino no es suficientemente grande para los dos? Al resultar baldío su intento, Tomás regresó a su diócesis, y durante seis meses estuvo actuando sin tener en cuenta las cláusulas inaceptables de las Constituciones de Clarendon.

El exilio

Enrique II comenzó una campaña para desacreditar al Primado. Fue una auténtica persecución. Diversas acusaciones de fraudes y de malversación financiera de la época en que era canciller fueron lanzadas contra Tomás. Quiso salir en defensa del arzobispo el obispo de Winchester, pero no se le fue permitió. El mismo acusado se ofreció a pagar de su propio dinero lo que injustamente se decía que había defraudado, pero también esto le fue negado.

El 8 de octubre de 1164, el rey le ordenó -con ánimo de doblegarle- que se presentara a juicio en Northampton bajo varias y peregrinas acusaciones, entre otras, la ya citada de haber hecho uso ilegal de dinero en su poder cuando era canciller.

Había llegado el punto crítico de la vida de Becket. Renunciar al arzobispado sería como admitir un grave error y quedar indefenso ante la venganza del rey. Luchar contra las demandas monetarias de Enrique II a nivel jurídico sería abandonar los principios y entregarse al terreno engañoso de la casuística legal. En esta situación, Tomás buscó el parecer de su confesor, Roberto de Merton. Éste le aconsejó firmeza. Actúa  sin temor –le dijo-, has elegido servir a Dios en lugar de servir al rey. Continúa haciéndolo y Dios no te decepcionará.

El 13 de octubre Tomás Becket acudió a Northampton después de haber celebrado la Misa. Ese día eligió por indicación de Roberto de Merton la Misa votiva de san Esteban, cuyo canto de entrada es: También los príncipes se reunieron y hablaron contra mí; pero tu siervo está ocupado en tus leyes. Y el Evangelio contenía una referencia al asesinado Zacarías entre el templo y el altar. Terminado el Santo Sacrificio, se dirigió al castillo del rey llevando su báculo de arzobispo en la mano. El conde de Leicester salió a su encuentro con un mensaje de Enrique II: El rey os ordena rendir cuentas. De no ser así, debéis oír su juicio. -¿Juicio? -exclamó Tomás-. Me fue dada la Iglesia de Canterbury libre de cuidados temporales. No soy por ello responsable y no me defenderé en lo que a ello respecta. Ni la ley ni la razón permiten que los niños juzguen y condenen a sus padres. Por ello rehuso el juicio de rey, el vuestro y el de cualquiera. Bajo Dios, sólo seré juzgado por el Papa en persona.

Sin que nadie se lo impidiera, Becket abandonó Northampton. Ninguno de los presentes se había atrevido a detenerle. El arzobispo de Canterbury buscó refugio en un convento. Más tarde, embarcó secretamente a Flandes, y una vez en tierra, se dirigió a la abadía de San Bertín en St. Omer, donde se recibió con honores. Y poco después, Luis VII, rey de Francia, le invitó a sus dominios. Exiliado en suelo francés permaneció seis años.

En el exilio, Tomás padeció la soledad y la incomprensión y tuvo que sufrir en silencio las afrentas no sólo contra él sino también contra los miembros de su familia que fueron despojados por el rey de todas sus posesiones. Fueron unos años que pasó en condiciones nada fáciles, pero vividas siempre con gran dignidad. No dejó de defender su punto de vista sobre la necesidad para la Iglesia de una verdadera libertad de acción respecto a los peligros derivados de las ambiciones del poder del reino y sobre el primado de la sede de Canterbury respecto a las demás sedes inglesas, en cuanto vicaria y delegada de la curia de Roma.

Legado del Papa

El rey Enrique II prohibió que se le prestara ayuda al arzobispo exiliado. Gilberto, abad de Sempringham, fue acusado de haber enviado ayuda a Tomás, y aunque no lo había hecho, el abad se negó a jurar su no ayuda a causa de que, según decía, hubiera sido esa ayuda una buena acción y no quería decir nada que pudiera hacer que la ayuda al exiliado fuera considerado como un acto criminal.

Tanto el rey como el arzobispo acudieron al Papa. Alejandro III vivía en Sens, también exiliado, y en una situación incómoda, pues ponerse claramente en contra de Enrique II era de temer que éste se uniese a Federico Barbarroja de Alemania, que apoyaba a un antipapa. En estas circunstancias poco pudo hacer por Tomás de un modo directo, pero con fina diplomacia evitó un conflicto mayor.

El monarca inglés envió una embajada a la corte papal para presionar a Alejandro III que nombrara un legado que decidiera sin necesidad de apelar, pero el Papa se mantuvo firme: No daré mi gloria a ningún otro. Cuando se hubieron marchado los enviados de Enrique II, Alejandro III recibió afectuosamente al arzobispo de Cantebury. Tomás leyó todas las Constituciones de Clarendon, algunas de las cuales fueron consideradas intolerables por el Papa y otras como imposibles. Además, Alejandro III reprochó a Tomás la debilidad de haber aceptado algunas de ellas.

Al día siguiente, Becket confesó que, aunque sin desearlo, había aceptado el arzobispado de Canterbury mediante una elección algo irregular y poco canónica y también que no había desempeñado el cargo debidamente, por lo que pidió que se le permitiera dimitir de su sede. A continuación devolvió al Papa el anillo episcopal y se retiró. Pero el Papa lo llamó de nuevo para confirmarle en el cargo con la orden de no abandonarlo, pues equivaldría abandonar la causa de Dios.

Tomás decidió vivir en una casa religiosa. Alejandro III escribió una carta al abad cisterciense de Pontigny para que aceptara al primado de Inglaterra. Éste vistió el hábito de monje y se sometió a la estricta regla del convento. Mas no pudo permanecer por mucho tiempo en esta abadía, pues en Inglaterra Enrique II se ocupó de confiscar los bienes de todos los amigos, parientes y servidores del arzobispo, a quienes desterró ordenándoles que se presentaran ante Tomás en Pontigny para que la vista de esos caídos en desgracia le hiciera cambiar de actitud. Y así, todos aquellos exiliados fueron llegando pronto al monasterio. Además, el rey inglés notificó a los cistercienses que si continuaban albergando en Pontigny a su enemigo confiscaría todas las casas de la Orden del Císter que estaban en sus dominios. Ante esta amenaza, el abad de Pontigny insinuó a Tomás que ya no era huésped grato en su cenobio. El arzobispo desterrado buscó nuevo refugio, esta vez como huésped del rey Luis VII de Francia  en la abadía real de San Columba, cerca de Sens.

En otoño de 1165 Alejandro III abandonó Francia para establecerse en Roma. Y en la primavera del siguiente año -24 de abril de 1166- el Papa anunció que Tomás Becket había sido nombrado legado papal para toda Inglaterra, con excepción de York. Siendo Tomás legado del Papa pudo excomulgar a varios adversarios suyos que habían cometido atropellos contra la Iglesia, entre otros a Jocelin de Salisbury, Juan de Oxford, Ricardo de Ilchester, Ricardo de Luci, Jocelin de Balliol, Randulfo de Broc y otros barones inferiores que estaban en posesión de bienes de la sede arzobispal de Cantebury.

Regreso del exilio

En el mismo año -1166- Tomás mostró miras conciliadoras hacia el rey, escribiéndole tres cartas. También el rey francés -Luis VII- puso interés en la deseada reconciliación y el 6 de enero de 1169 consiguió reunir en Montmirail a Enrique y a Tomás. El rey inglés pidió al arzobispo que obedeciera a las costumbres que sus antecesores habían mantenido. A lo que Tomás replicó que mantendría las costumbres, pero salvando el honor de Dios y su orden. Esta reserva hizo imposible la concordia.

Cuando el rey dispuso que el arzobispo de York coronase al príncipe heredero, en perjuicio de los derechos de la sede primada de Inglaterra, el Papa apoyó a Tomás. Éste, al darse cuenta de que su ausencia de su sede podía traer más daños, se resignó a sellar con Enrique II una paz bastante frágil. La reconciliación tuvo lugar en Fréteval, en el 1170, si bien la demarcación de poderes no quedó claramente expuesta. Firmada la paz, el arzobispo se preparó para regresar a Canterbury.

Al partir, como premonición de su suerte, dijo al obispo de París: Voy a morir en Inglaterra. El primer día de diciembre de 1170 desembarcó en Sandwich, y de allí se dirigió a Canterbury, donde fue recibido por la población con gran entusiasmo. Mientras paseaba en procesión arropado por el fervor popular hacia la catedral todas las campanas repicaban dándole la bienvenida. A pesar de la demostración pública había una atmósfera de presagios por la evidente hostilidad del rey hacia el llamado traidor y por el recelo de los nobles y de algunos prelados -Roger de York, Gilberto de Londres, Jocelin de Salisbury- que habían asistido el 14 de junio de 1170 a la coronación del príncipe heredero expresamente prohibida por el Papa.

En el curso de la reconciliación efectuada en tierras francesas se había acordado el castigo de Roger, arzobispo de York, que había actuado en la coronación del hijo de Enrique II, y de los obispos de Londres y Salisbury, que habían asistido, a pesar del derecho, de largo tiempo establecido, que otorgaba al arzobispo de Canterbury esta prerrogativa y desafiando los tres las instrucciones explícitas del propio Papa. Aquello había sido otro intento de disminuir el prestigio del Primado. Tomás había enviado, antes de su regreso, las cartas papales que suspendían a Roger y confirmaban la excomunión de los otros dos obispos involucrados en el asunto. La víspera de su llegada al suelo inglés, una diputación le esperaba para pedirle que retirase esas sentencias. Asintió Tomás con la condición de que los tres debían jurar obedecer al Papa de allí en adelante. Los tres prelados excomulgados se negaron a prestar dicho juramento y juntos marcharon a reunirse con el rey Enrique II, el cual estaba en aquellos momentos visitando sus dominios en Francia.

Martirio

            Después de permanecer una semana en Canterbury, Tomás envió mensajeros al príncipe heredero anunciando su intención de visitarlo. Y poco después partió hacia Londres, pero el hijo de Enrique II, el joven rey, con una actitud hostil, se negó a recibir al arzobispo. Entonces Tomás tomó medidas para que sus quejas se expusieran ante los oficiales en la corte del príncipe. Éstas eran las quejas del arzobispo: el clero era juzgado y castigado por tribunales seculares; las propiedades confiscadas de Canterbury no habían sido devueltas ni tampoco las iglesias ocupadas de modo no canónico por sacerdotes y mantenidas ilegalmente; el acceso al Papa también estaba prohibido. Además de estas quejas generales, se agregó el relato de una serie de pequeñas afrentas.

Becket regresó a Canterbury en el día del quincuagésimo segundo aniversario de su nacimiento. Mientras tanto los tres obispos excomulgados acudieron a Bures, cerca de Bayeux, donde estaba Enrique II para exponerle sus quejas contra Tomás Becket. En una reunión del Consejo real en la que se acumularon acusaciones calumniosas contra el arzobispo, Roger de York expresó claramente que no habría paz en el reino mientras Becket viviera. Enrique II, lleno de ira, gritó: ¡Cobardes! Ese hombre a quien yo he vestido, y alimentado, y llenado de honores y riquezas se levanta contra mí, ¿y no hay ninguno de los míos capaz de vengar mi honor y librarme de ese clérigo insolente?

Cuatro miembros del Consejo real -Hugo de Moreville, Guillermo de Tracy, Reginaldo FitzUrse y Ricardo Brito- entendieron estas palabras del rey como una orden para matar al arzobispo. Enseguida se pusieron en camino hacia Inglaterra.

El día de San Juan, Tomás fue apercibido del peligro. En todo el sudeste de Kent hervía la inquietud. En la tarde del 29 de diciembre los cuatro caballeros llegaron al palacio arzobispal para entrevistarse con Tomás. Durante la conversación, los hombres del rey pidieron la supresión de la censura canónica de los tres obispos excomulgados. Ante esta petición, Becket dijo: La sentencia no fue mía, sino del Papa. Que los interesados vayan al Papa a pedir la absolución. Más adelante, cuando se le dijo que la orden del rey era que abandonase el reino, replicó: En Fréteval el rey me dio su paz y salvoconducto. No volví para huir de nuevo. Y cuando se le comentó que había demasiado loco para excomulgar a oficiales del rey, dijo: Castigaré a cualquiera que viole los derechos de la sede romana o de la Iglesia de Cristo. Al oír estas últimas palabras, los caballeros exclamaron: Has hablado a riesgo de tu vida. Entonces el arzobispo preguntó: ¿Habéis venido para matarme?, y a continuación manifestó: Yo me entrego a mí mismo y mi causa al Juez de todos los hombres. Vuestras espadas están menos preparadas para golpear que lo está mi espíritu para el martirio. Buscad a otra persona que huya de vosotros. A mí me encontraréis firme en la lucha del Señor. Huí una vez de mi puesto; volví por consejo y orden del Papa. Si se me permite seguir con mis deberes sacerdotales, bien está. Si no, que se haga la voluntad del Señor. Pero en cuanto a vosotros, recordad que sois por juramento mis vasallos. Los caballeros se retiraron, no sin antes decir: Somos hombres del rey, y renunciamos a nuestra lealtad hacia ti, y FitzUrse añadió: Podemos hacer más que amenazar. Y murmurando amenazas y juramentos salieron.

Momentos después se oyeron gritos más fuertes, ruidos de puertas y de armas. Tomás, instado por sus asistentes, se dirigió con lentitud a la catedral por un pasadizo. Todavía no era el crepúsculo y en la iglesia catedralicia se estaba cantando vísperas. En la puerta del templo el arzobispo encontró a un grupo de monjes atemorizados a los que ordenó que volvieran a ocupar sus sitios en el coro. Al entrar Becket en la catedral fueron vistos los caballeros tras él. Los monjes cerraron la puerta, pero el arzobispo les dijo: Una iglesia no es un castillo, y fue él mismo a abrir la puerta. Con paso lento se dirigió al coro, acompañado por Roberto de Merton, su anciano maestro y confesor, Guillermo FitzStephen, clérigo de su casa, y un monje llamado Eduardo Grim. Los demás huyeron a la cripta y hacia otros escondites.

Al entrar en la iglesia, los cuatro conjurados clamaron: ¿Dónde está Tomás el traidor? ¿Dónde está el arzobispo? Con paz, contestó Tomás: ¡Aquí estoy! ¡Traidor no, sino arzobispo y sacerdote de Dios! Los caballeros de nuevo le pidieron que absolviera a los obispos de York, Londres y Salisbury. Y el arzobispo respondió con firmeza: No puedo hacer más que lo que he hecho. Reginaldo: vos habéis recibido favores de mí. ¿Por qué entráis en mi iglesia armados? FitzUrse hizo un gesto amenazador con su hacha. Estoy dispuesto a morir –dijo Becket-, pero Dios caerá sobre vosotros si hacéis daño a mi gente.

Estando situado el arzobispo ante los altares de Nuestra Señora y de san Benito, intentaron llevarlo hacia fuera, lo que provocó algo de pelea. FitzUrse había sacado su espada. Tomás le gritó: ¡Alcahuete! ¡Me debes lealtad y sumision! Reginaldo le replicó: ¡No debo lealtad contraria al rey!, y con su arma golpeó la cabeza del primado de Inglaterra. Éste cubrió su rostro e invocó en alta voz a Dios y a los santos. A continuación, Guillermo de Tracy golpeó de nuevo que, a pesar de ser interceptado el golpe por el brazo de Grim, hirió el cráneo de Tomás y la sangre comenzó a correr por su rostro. Limpiándose la cara como pudo, Becket exclamó: ¡En tus manos, oh Señor, encomiendo mi espíritu! Un nuevo golpe de Tracy le hizo caer de rodillas mientras decía: Muero gustoso por el nombre de Jesús y la defensa de la Iglesia. Instantes después quedó tendido en el suelo con los brazos extendidos como si estuviera rezando. Momento que aprovechó Ricardo Brito para golpear con su espada la cabeza del agonizante arzobispo con tal fuerza que el golpe arrancó la parte superior de su cráneo, mientras la espada se rompió en dos al chocar contra la piedra del suelo. Uno de los seguidores de los sacrílegos asesinos, Hugo Mauclerc, puso su pie sobre el cuello del muerto y esparció su cerebro sobre las piedras con la punta de su espada, exclamando: Este traidor ya no se levantará más. Entretanto, Hugo de Moreville, el cuarto caballero asaltante, estaba conteniendo a la multitud con su espada, y fue el único de los cuatro que no dio ningún golpe al arzobispo de Canterbury.

Glorificación

Los asesinos, enarbolando sus espadas, se fueron de la catedral por los claustros gritando: ¡Gente del rey! ¡Gente del rey! El templo catedralicio estaba repleto de gente estremecida de espanto y horrorizada del sacrílego crimen. Mientras tanto, una tormenta se desataba en el cielo.

El cuerpo del arzobispo yacía en medio de la nave. Un criado de Tomás, Osbert, cortó un trozo de su propia camisa para cubrir la cabeza mutilada de su señor. Durante cierto tiempo nadie se acercó al cadáver. El horrible sacrilegio había causado horror e indignación.

El asesinato del Primado tuvo una resonancia enorme, tanto en la esfera política como religiosa; pronto fue coronado con la aureola del martirio. Una serie de milagros comenzaron a florecer en el lugar de su muerte.

Cuando llegó la noticia del crimen a oídos de Enrique II, éste se encerró y ayunó durante cuarenta días, pues bien consciente era que sus palabras habían sido la causa de que cuatro de sus nobles asesinaran a Tomás Becket. Más tarde hizo penitencia pública en la tumba del mártir en la catedral de Canterbury.

El martirio de este defensor de la Iglesia no fue en vano y, poco después, se logró un acuerdo justo entre el rey inglés y Alejandro III. Este mismo Papa el 21 de febrero de 1173 canonizó como mártir a Tomás Becket.

Aunque estuvo lejos de no tener faltas, el mártir arzobispo de Canterbury tuvo el valor suficiente de ofrendar su vida, para defender los antiguos derechos de la Iglesia contra un Estado agresivo. El descubrimiento de su camisa de crin y de otras muestras de austeridad aumentó la veneración que se le tenía desde el momento de su muerte, y Canterbury se convirtió en un lugar de peregrinación.

 

 

 

Santo Tomás Becket

Defensor del honor de Dios (Santo Tomás Becket)

            Primeros años

              El 19 de diciembre de 1154 el joven Enrique de Plantagenet fue coronado rey de Inglaterra. Al año siguiente, el rey Enrique II, siguiendo el consejo de los obispos –y en particular el del arzobispo Teobaldo de Canterbury- nombró un nuevo canciller para su reino. El elegido fue Tomás Becket. Éste había nacido en Londres en el mismo día que la Iglesia Católica celebraba la fiesta del apóstol santo Tomás. El año de su nacimiento es incierto. Para algunos biógrafos nació en el 1118, pero otros afirman que fue el 1120, y también hay quien lo adelanta al 1117. Tomás era el único hijo varón del matrimonio formado por Gilberto Becket y Matilde, que también tuvieron tres hijas: María, posteriormente abadesa de Barking, Inés, fundadora del hospital de Santo Tomás, y Roesia.

Gilberto Becket, que era un comerciante de origen normando, tenía medios suficientes para dar a su hijo una buena educación. Y así Tomás gozó de óptimas  oportunidades para realizar sus estudios. Comenzó estudiando gramática en el priorato de Merton, en Sussex. Más tarde se trasladó a París para asistir a las escuelas de los artistas de Sainte Geneviève. Al mismo tiempo que estudiaba procuraba no descuidar el ejercicio de las armas, la práctica del deporte con el halcón y la caza.

En la Curia arzobispal de Canterbury

Esta educación recibida, junto a sus orígenes burgueses, sirvió a Tomás, cuando contaba con 24 años de edad, para obtener un puesto entre los colaboradores de Teobaldo, arzobispo de Canterbury, personaje destacado en los avatares religiosos y políticos de la Inglaterra en aquella época del siglo XII. Antes ya había trabajado como secretario e interventor ante los sheriffs de Londres, donde demostró tener gran capacidad, distinguiéndose por su habilidad en manejar los asuntos públicos y por el interés personal que se tomaba por la gente del pueblo.

La convivencia en la casa de arzobispo Teobaldo permitió a Becket adquirir, junto a su buena formación humana -como hombre de letras, con experiencia administrativa, y destreza en las armas-, una sólida formación religiosa. Por más de diez años trabajó en la curia arzobispal colaborando a tiempo pleno, y mientras estuvo allí resolvió seguir la carrera eclesiástica, ya que recibió las Órdenes menores. En el año 1148 acompañó a Teobaldo al concilio de Reims, convocado por Eugenio III, donde participó activamente.

Enviado por Teobaldo, estuvo en Bolonia para estudiar Derecho eclesiástico, ya que en la Universidad de esa ciudad italiana los estudios de las leyes canónicas estaban en gran auge. Después continuó sus estudios en Auxerre, Francia.

Cuando regresó a Inglaterra, Tomás ocupó varios cargos eclesiásticos -preboste de Beverley y canónigo de las catedrales de Lincoln y de San Pablo- y en el año 1154 fue ordenado diácono. Y al ser nombrado el archidiácono de Canterbury Roger de Pont-l’Evêque arzobispo de York, Teobaldo designó para el oficio que dejaba vacante el nuevo prelado a Tomás Becket. El puesto de archidiácono de Canterbury era el cargo eclesiástico más alto de Inglaterra después de un episcopado o abadía, por lo que más de uno, por envidia, consideraron a Tomás como un advenedizo.

Teobaldo otorgó a Becket toda su confianza confiándole los asuntos más intrincados. Varias veces Tomás fue enviado por su arzobispo a Roma con misiones importantes. Uno de los asuntos en los que participó fue en las negociaciones político-diplomáticas que permitieron a Enrique de Plantagenet suceder legalmente a Esteban de Blois en el trono inglés.

           Canciller del Reino

En 1155, Enrique II, reconociendo las cualidades de Tomás, lo llamó para que ocupase el cargo de Canciller del Reino. Desde ese momento Becket se convirtió en el más leal servidor de su joven soberano, en el confidente y compañero inseparable del rey. Tomás fue el instrumento fiel de la política de Enrique II de reconstrucción de la autoridad regia y del restablecimiento del gobierno de la ley y de las costumbres normandas. Al frente de la Cancillería desempeñó sus funciones de uno modo sumamente eficaz. También se distinguió con las armas, y su nombre como general fue temido por los enemigos del rey de Inglaterra. Especialmente brillante fue actuación en la campaña de Toulouse.

Una sólida amistad se estableció entre el monarca y su eficaz colaborador. Además de ayudar al rey en los asuntos de Estado, también le acompañó en sus diversiones. Ambos pasaban muchas horas alegres en mutua compañía. Era quizá el único descanso que Tomás se permitía.

La carrera eclesiástica de Becket no había logrado cambiar sus costumbres propias de un seglar. Era hombre ambicioso y con gusto por la magnificencia. Su casa era tan buena como la del rey, o incluso mejor. Cuando en el año 1158 fue enviado a Francia para negociar el matrimonio del hijo mayor y heredero del rey, Enrique el Joven, con Margarita de Valois, llevó su séquito personal compuesto de doscientos hombres, con acompañamiento de varios cientos más, caballeros y nobles, clérigos y servidores, ocho carrozas magníficas, músicos y cantantes, halcones y perros de caza, monos y mastines. Además, sus recepciones, donativos, regalos y liberalidad para los pobres eran también de una prodigalidad asombrosa. Los franceses -maravillados y extrañados- al ver aquella comitiva dijeron: Si tal es el Canciller, ¿cómo será el propio rey?

Cuando en 1159 el rey inglés levantó un ejército en Francia para recuperar la provincia de Toulouse, parte de la herencia de su esposa, Eleonor de Aquitania, Tomás sirvió a Enrique II con un ejército de setecientos hombres de su peculio. Llevando la armadura, como cualquier guerrero, dirigió asaltos y mantuvo combates personales. Otro eclesiástico, encontrándolo de esta guisa, le preguntó: ¿Qué significa el ir así vestido? Más parecéis halconero que clérigo. Y, sin embargo, sois un clérigo en persona y ostentáis varios cargos –archidiácono de Canterbury, deán de Hastings, presbote de Beverley, canónigo de ésta y aquella iglesia, procurador del arzobispo y probable futuro arzobispo, según rumores… Tomás acogió el reproche con buen humor.

Otra misión importante que se le confió en 1161 fue la negociación que condujo al reconocimiento de la validez de la elección del papa Alejandro III en detrimento de los pretendidos derechos del antipapa Víctor IV, favorito del emperador Federico Barbarroja de Alemania. Durante esta misión, Tomás Becket estableció una serie de relaciones políticas y personales con la nobleza francesa y con los ambientes de la Curia romana que le fueron posteriormente de mucha utilidad.

En los años que fue Canciller, años llenos de logros y éxitos, periódicamente Tomás solía retirarse a Merton -el priorato de los canónigos de Austin-, guardándose por lo menos una parte de su vida para sí. Allí seguía la disciplina que se le imponía. Vivió la flagelación como penitencia, costumbre que mantuvo hasta el final de su vida. Su confesor atestiguó su vida privada sin tacha, bajo condiciones de extrema tentación. Permaneció completamente casto, a pesar del poco ejemplo del rey. Por el alto cargo que ocupaba se vio a sí mismo tratando de servir a dos señores. Si, a veces, fue demasiado lejos en los designios de Enrique II que tendían a infringir los antiguos derechos y prerrogativas de la Iglesia, en otras ocasiones se opuso al rey resueltamente.

Arzobispo de Canterbury

En 1161 murió Teobaldo. Antes de entregar su alma a Dios, al parecer, Teobaldo había recomendado que Tomás Becker fuera su sucesor, pues esperaba que defendería los derechos de la Iglesia permaneciendo al mismo tiempo amigo del rey. Con aquella muerte se puede decir que se cerró un período en las relaciones entre la Iglesia y el reino de Inglaterra. En cuanto a Becket, con la desaparición de su benefactor se llegó al final de la primera fase de su vida pública, la que correspondió al hombre de Estado.

Para cubrir la sede vacante de Canterbury -sede primada de Inglaterra- también Enrique II pensó en Tomás Becket. Consideró que el Canciller era la persona idónea para ocupar dicha sede, pues creía que se avendría con facilidad a secundar su política desde la sede primada como lo había hecho desde la cancillería en virtud de la amistad que unía a ambos. Cuando el monarca se lo propuso a Tomás, éste advirtió al rey de su error. Vacilando, le dijo: Si Dios permite que yo sea arzobispo de Canterbury, pronto perderé el favor de Vuestra Majestad, y el afecto con el que me ha honrado será trocado en odio. Pues hay varias cosas que ahora hacéis en perjuicio de la Iglesia que me hacen temer que podáis requerir de mí lo que yo no podré otorgar; y personas envidiosas que no dejarán perder la ocasión de abrir un abismo entre nosotros.

La propuesta real no encontró resistencias especiales ni entre los nobles ni entre el clero, aunque los obispos aceptaron de mal grado. Pero Tomás rehusó aquella promoción hasta que el legado de la Santa Sede, el cardenal cisterciense Enrique de Pisa, desvaneció sus escrúpulos. El 21 de mayo de 1162 Tomás Becket fue elegido  para la sede arzobispal de Canterbury. Días después, el 2 de junio, fue ordenado sacerdote por Walter, obispo de Rochester, y consagrado obispo por Enrique de Winchester al día siguiente, primer domingo después de Pentecostés, fiesta de la Santísima Trinidad. Y el 10 de agosto del mismo año el nuevo primado de Inglaterra recibió con los pies descalzos el palio enviado por el papa Alejandro III.

Desde el mismo momento de su consagración episcopal las grandezas mundanas dejaron de contar en la vida de Tomás. Sobre su piel llevaba una camisa de crin y su vestido diario era una sencilla sotana negra, una sobrepelliz de lino y una estola sacerdotal en torno al cuello. Vivió ascéticamente, empleó mucho tiempo en la distribución de limosnas y en la lectura y discusión de las Escrituras con Heriberto Bosham, visitando el hospital y supervisando los monjes y su trabajo. Tomó especial cuidado en seleccionar los candidatos para las Sagradas Órdenes. Como juez eclesiástico fue rigurosamente justo. En el mes de mayo de 1163, con permiso del rey y acompañado por el arzobispo de York, asistió al concilio de Tours, que estaba presidido por el papa Alejandro III.

En el mismo año de su toma de posesión de la sede de Canterbury, Tomás Becket presentó su dimisión como Canciller para demostrar, con los hechos, la sinceridad de su deseo de ser ya solamente un hombre de Iglesia. Este hecho en sí no era extraño, pues seguía en esto a sus predecesores, pues la renuncia era considerada necesaria dentro de la mecánica de la política inglesa. Pero Enrique II lo tomó como una afrenta personal. Desde entonces, el rey y el arzobispo primado de Inglaterra vinieron a representar los dos bandos distintos de Iglesia y Estado, con la agravante de que algunos obispos del reino, por envidias y rencores personales, se opusieron a Becket.

Enfrentamiento con el Rey

            Tomás vio en su designación como arzobispo una llamada de Dios a defender los derechos de la Iglesia y el honor de Dios, en un tiempo en el que hasta el Papado estaba debilitado por un cisma. El rey no podía llamarse a engaño pues el mismo Becket le había dicho que su actitud como arzobispo no sería de docilidad al poder real sino de mantenedor de la autonomía de la Iglesia. El altísimo sentido de la dignidad del oficio confiado, condujo al primado a comportamientos que parecieron a Enrique II y a muchos obispos una auténtica traición, movidos solamente por la soberbia y por la arrogancia del poder.

Como las cuestiones en litigio eran múltiples y complejas, el enfrentamiento entre el primado y el rey no tardó en llegar. En más de una ocasión el arzobispo protestó con algunos abusos del rey, y hubo palabras violentas entre él y el soberano. Pero la primera controversia grave surgió al ser acusado Felipe de Brois, canónigo de Bedford, de haber matado a un caballero. Como clérigo fue juzgado por un tribunal eclesiástico. El juez -el obispo de Lincoln- le absolvió ordenando, no obstante, que pagara cierta indemnización a los deudos del muerto.

La justicia del rey quiso que compareciera ante un tribunal civil, pero no era posible y el clérigo lo hizo saber empleando palabras insultantes. Enrique II quería que fuera juzgado de nuevo por el crimen y, además, por su última villanía. Tomás Becket consiguió que el caso fuera juzgado por su propio tribunal arzobispal. Felipe de Brois fue castigado por su desprecio al tribunal real, pero de nuevo absuelto en lo referente al crimen de que se le acusaba.

Algunas cuestiones conflictivas eran jurisdiccionales, otras relativas a la independencia de la autoridad de la curia. En todas ellas la postura tomada por el arzobispo de Canterbury era defender los derechos de la Iglesia. Y así lo mostró en las reuniones de los nobles del reino convocadas por Enrique II en Westminster (1163), Clarendon (1164) y Northampton (1164).

En Westminster y Clarendon el rey pidió a los obispos de su reino la aquiescencia para un edicto por el cual, desde ese momento en adelante, el clérigo convicto de crímenes civiles debía comparecer ante los tribunales civiles para ser castigado. También propuso tasar al clero y que se aprobasen ciertas costumbres (usos) anticanónicas, conocidas por las antiguas costumbres, introducidas en reinados anteriores. Tomás, sabiendo que el Papa aconsejaba moderación, en un principio prometió sumisión, pero al serle presentados por escrito los 16 artículos de Clarendon (las llamadas Constituciones de Clarendon), los rechazó.

Era aquel documento revolucionario: asentaba que ningún prelado podía abandonar el país sin permiso real, lo que serviría para evitar apelaciones ante el Papa; que ningún arrendatario podía ser excomulgado contra la voluntad del rey; que el tribunal real era quien debía decidir qué tribunal debía juzgar a los clérigos acusados de ofensas civiles; que la custodia de los beneficios y rentas de la Iglesia vacantes debían ir a parar al rey. Otros puntos eran asimismo dañosos para la autoridad y prestigio de la Iglesia. Los obispos, entre ellos Tomás Becket, dieron su asentimiento con una reserva, salvando su orden, es decir, estaban dispuestos a cumplir aquellos artículos en cuanto pudiera ser lícito para un clérigo, lo que equivalía a una negativa. Poco después, el arzobispo de Canterbury, presionado, asintió aceptar las antiguas costumbres de buena fe.

Bien pronto Tomás se arrepintió de su condescendencia anterior. Se fue de Clarendon en un estado de profunda depresión. A los pocos días escribió al papa Alejandro III, que se encontraba en Sens, pidiendo la absolución por su pecado de deslealtad. Mientras tanto, se privó a sí mismo del servicio del altar durante 40 días, hasta que llegó el decreto desde Sens concediéndole la absolución papal. Sin embargo, Becket, lleno de remordimientos por haber sido débil, asentando de tal modo un mal ejemplo para los obispos, deseaba confesar su falta personalmente al Papa. Hizo un esfuerzo fútil por cruzar el canal de la Mancha para presentar el caso ante Alejandro III. Pero al mismo tiempo no quería ampliar la brecha que se había abierto entre él y el rey, e intentó restablecer las buenas relaciones con Enrique II cuando fue a visitarlo a Wodstock. Mas se encontró que el rey se dejaba llevar por el rencor al considerar llena de deslealtad e ingratitud la actitud del arzobispo. El soberano recibió a Tomás con esta sarcástica pregunta: ¿Te parece que mi reino no es suficientemente grande para los dos? Al resultar baldío su intento, Tomás regresó a su diócesis, y durante seis meses estuvo actuando sin tener en cuenta las cláusulas inaceptables de las Constituciones de Clarendon.

El exilio

            Enrique II comenzó una campaña para desacreditar al Primado. Fue una auténtica persecución. Diversas acusaciones de fraudes y de malversación financiera de la época en que era canciller fueron lanzadas contra Tomás. Quiso salir en defensa del arzobispo el obispo de Winchester, pero no se le fue permitió. El mismo acusado se ofreció a pagar de su propio dinero lo que injustamente se decía que había defraudado, pero también esto le fue negado.

El 8 de octubre de 1164, el rey le ordenó -con ánimo de doblegarle- que se presentara a juicio en Northampton bajo varias y peregrinas acusaciones, entre otras, la ya citada de haber hecho uso ilegal de dinero en su poder cuando era canciller.

Había llegado el punto crítico de la vida de Becket. Renunciar al arzobispado sería como admitir un grave error y quedar indefenso ante la venganza del rey. Luchar contra las demandas monetarias de Enrique II a nivel jurídico sería abandonar los principios y entregarse al terreno engañoso de la casuística legal. En esta situación, Tomás buscó el parecer de su confesor, Roberto de Merton. Éste le aconsejó firmeza. Actúa  sin temor –le dijo-, has elegido servir a Dios en lugar de servir al rey. Continúa haciéndolo y Dios no te decepcionará.

El 13 de octubre Tomás Becket acudió a Northampton después de haber celebrado la Misa. Ese día eligió por indicación de Roberto de Merton la Misa votiva de san Esteban, cuyo canto de entrada es: También los príncipes se reunieron y hablaron contra mí; pero tu siervo está ocupado en tus leyes. Y el Evangelio contenía una referencia al asesinado Zacarías entre el templo y el altar. Terminado el Santo Sacrificio, se dirigió al castillo del rey llevando su báculo de arzobispo en la mano. El conde de Leicester salió a su encuentro con un mensaje de Enrique II: El rey os ordena rendir cuentas. De no ser así, debéis oír su juicio. -¿Juicio? -exclamó Tomás-. Me fue dada la Iglesia de Canterbury libre de cuidados temporales. No soy por ello responsable y no me defenderé en lo que a ello respecta. Ni la ley ni la razón permiten que los niños juzguen y condenen a sus padres. Por ello rehuso el juicio de rey, el vuestro y el de cualquiera. Bajo Dios, sólo seré juzgado por el Papa en persona.

Sin que nadie se lo impidiera, Becket abandonó Northampton. Ninguno de los presentes se había atrevido a detenerle. El arzobispo de Canterbury buscó refugio en un convento. Más tarde, embarcó secretamente a Flandes, y una vez en tierra, se dirigió a la abadía de San Bertín en St. Omer, donde se recibió con honores. Y poco después, Luis VII, rey de Francia, le invitó a sus dominios. Exiliado en suelo francés permaneció seis años.

En el exilio, Tomás padeció la soledad y la incomprensión y tuvo que sufrir en silencio las afrentas no sólo contra él sino también contra los miembros de su familia que fueron despojados por el rey de todas sus posesiones. Fueron unos años que pasó en condiciones nada fáciles, pero vividas siempre con gran dignidad. No dejó de defender su punto de vista sobre la necesidad para la Iglesia de una verdadera libertad de acción respecto a los peligros derivados de las ambiciones del poder del reino y sobre el primado de la sede de Canterbury respecto a las demás sedes inglesas, en cuanto vicaria y delegada de la curia de Roma.

Legado del Papa

El rey Enrique II prohibió que se le prestara ayuda al arzobispo exiliado. Gilberto, abad de Sempringham, fue acusado de haber enviado ayuda a Tomás, y aunque no lo había hecho, el abad se negó a jurar su no ayuda a causa de que, según decía, hubiera sido esa ayuda una buena acción y no quería decir nada que pudiera hacer que la ayuda al exiliado fuera considerado como un acto criminal.

Tanto el rey como el arzobispo acudieron al Papa. Alejandro III vivía en Sens, también exiliado, y en una situación incómoda, pues ponerse claramente en contra de Enrique II era de temer que éste se uniese a Federico Barbarroja de Alemania, que apoyaba a un antipapa. En estas circunstancias poco pudo hacer por Tomás de un modo directo, pero con fina diplomacia evitó un conflicto mayor.

El monarca inglés envió una embajada a la corte papal para presionar a Alejandro III que nombrara un legado que decidiera sin necesidad de apelar, pero el Papa se mantuvo firme: No daré mi gloria a ningún otro. Cuando se hubieron marchado los enviados de Enrique II, Alejandro III recibió afectuosamente al arzobispo de Cantebury. Tomás leyó todas las Constituciones de Clarendon, algunas de las cuales fueron consideradas intolerables por el Papa y otras como imposibles. Además, Alejandro III reprochó a Tomás la debilidad de haber aceptado algunas de ellas.

Al día siguiente, Becket confesó que, aunque sin desearlo, había aceptado el arzobispado de Canterbury mediante una elección algo irregular y poco canónica y también que no había desempeñado el cargo debidamente, por lo que pidió que se le permitiera dimitir de su sede. A continuación devolvió al Papa el anillo episcopal y se retiró. Pero el Papa lo llamó de nuevo para confirmarle en el cargo con la orden de no abandonarlo, pues equivaldría abandonar la causa de Dios.

Tomás decidió vivir en una casa religiosa. Alejandro III escribió una carta al abad cisterciense de Pontigny para que aceptara al primado de Inglaterra. Éste vistió el hábito de monje y se sometió a la estricta regla del convento. Mas no pudo permanecer por mucho tiempo en esta abadía, pues en Inglaterra Enrique II se ocupó de confiscar los bienes de todos los amigos, parientes y servidores del arzobispo, a quienes desterró ordenándoles que se presentaran ante Tomás en Pontigny para que la vista de esos caídos en desgracia le hiciera cambiar de actitud. Y así, todos aquellos exiliados fueron llegando pronto al monasterio. Además, el rey inglés notificó a los cistercienses que si continuaban albergando en Pontigny a su enemigo confiscaría todas las casas de la Orden del Císter que estaban en sus dominios. Ante esta amenaza, el abad de Pontigny insinuó a Tomás que ya no era huésped grato en su cenobio. El arzobispo desterrado buscó nuevo refugio, esta vez como huésped del rey Luis VII de Francia  en la abadía real de San Columba, cerca de Sens.

En otoño de 1165 Alejandro III abandonó Francia para establecerse en Roma. Y en la primavera del siguiente año -24 de abril de 1166- el Papa anunció que Tomás Becket había sido nombrado legado papal para toda Inglaterra, con excepción de York. Siendo Tomás legado del Papa pudo excomulgar a varios adversarios suyos que habían cometido atropellos contra la Iglesia, entre otros a Jocelin de Salisbury, Juan de Oxford, Ricardo de Ilchester, Ricardo de Luci, Jocelin de Balliol, Randulfo de Broc y otros barones inferiores que estaban en posesión de bienes de la sede arzobispal de Cantebury.

Regreso del exilio

En el mismo año -1166- Tomás mostró miras conciliadoras hacia el rey, escribiéndole tres cartas. También el rey francés -Luis VII- puso interés en la deseada reconciliación y el 6 de enero de 1169 consiguió reunir en Montmirail a Enrique y a Tomás. El rey inglés pidió al arzobispo que obedeciera a las costumbres que sus antecesores habían mantenido. A lo que Tomás replicó que mantendría las costumbres, pero salvando el honor de Dios y su orden. Esta reserva hizo imposible la concordia.

Cuando el rey dispuso que el arzobispo de York coronase al príncipe heredero, en perjuicio de los derechos de la sede primada de Inglaterra, el Papa apoyó a Tomás. Éste, al darse cuenta de que su ausencia de su sede podía traer más daños, se resignó a sellar con Enrique II una paz bastante frágil. La reconciliación tuvo lugar en Fréteval, en el 1170, si bien la demarcación de poderes no quedó claramente expuesta. Firmada la paz, el arzobispo se preparó para regresar a Canterbury.

Al partir, como premonición de su suerte, dijo al obispo de París: Voy a morir en Inglaterra. El primer día de diciembre de 1170 desembarcó en Sandwich, y de allí se dirigió a Canterbury, donde fue recibido por la población con gran entusiasmo. Mientras paseaba en procesión arropado por el fervor popular hacia la catedral todas las campanas repicaban dándole la bienvenida. A pesar de la demostración pública había una atmósfera de presagios por la evidente hostilidad del rey hacia el llamado traidor y por el recelo de los nobles y de algunos prelados -Roger de York, Gilberto de Londres, Jocelin de Salisbury- que habían asistido el 14 de junio de 1170 a la coronación del príncipe heredero expresamente prohibida por el Papa.

En el curso de la reconciliación efectuada en tierras francesas se había acordado el castigo de Roger, arzobispo de York, que había actuado en la coronación del hijo de Enrique II, y de los obispos de Londres y Salisbury, que habían asistido, a pesar del derecho, de largo tiempo establecido, que otorgaba al arzobispo de Canterbury esta prerrogativa y desafiando los tres las instrucciones explícitas del propio Papa. Aquello había sido otro intento de disminuir el prestigio del Primado. Tomás había enviado, antes de su regreso, las cartas papales que suspendían a Roger y confirmaban la excomunión de los otros dos obispos involucrados en el asunto. La víspera de su llegada al suelo inglés, una diputación le esperaba para pedirle que retirase esas sentencias. Asintió Tomás con la condición de que los tres debían jurar obedecer al Papa de allí en adelante. Los tres prelados excomulgados se negaron a prestar dicho juramento y juntos marcharon a reunirse con el rey Enrique II, el cual estaba en aquellos momentos visitando sus dominios en Francia.

Martirio

            Después de permanecer una semana en Canterbury, Tomás envió mensajeros al príncipe heredero anunciando su intención de visitarlo. Y poco después partió hacia Londres, pero el hijo de Enrique II, el joven rey, con una actitud hostil, se negó a recibir al arzobispo. Entonces Tomás tomó medidas para que sus quejas se expusieran ante los oficiales en la corte del príncipe. Éstas eran las quejas del arzobispo: el clero era juzgado y castigado por tribunales seculares; las propiedades confiscadas de Canterbury no habían sido devueltas ni tampoco las iglesias ocupadas de modo no canónico por sacerdotes y mantenidas ilegalmente; el acceso al Papa también estaba prohibido. Además de estas quejas generales, se agregó el relato de una serie de pequeñas afrentas.

Becket regresó a Canterbury en el día del quincuagésimo segundo aniversario de su nacimiento. Mientras tanto los tres obispos excomulgados acudieron a Bures, cerca de Bayeux, donde estaba Enrique II para exponerle sus quejas contra Tomás Becket. En una reunión del Consejo real en la que se acumularon acusaciones calumniosas contra el arzobispo, Roger de York expresó claramente que no habría paz en el reino mientras Becket viviera. Enrique II, lleno de ira, gritó: ¡Cobardes! Ese hombre a quien yo he vestido, y alimentado, y llenado de honores y riquezas se levanta contra mí, ¿y no hay ninguno de los míos capaz de vengar mi honor y librarme de ese clérigo insolente?

            Cuatro miembros del Consejo real -Hugo de Moreville, Guillermo de Tracy, Reginaldo FitzUrse y Ricardo Brito- entendieron estas palabras del rey como una orden para matar al arzobispo. Enseguida se pusieron en camino hacia Inglaterra.

El día de San Juan, Tomás fue apercibido del peligro. En todo el sudeste de Kent hervía la inquietud. En la tarde del 29 de diciembre los cuatro caballeros llegaron al palacio arzobispal para entrevistarse con Tomás. Durante la conversación, los hombres del rey pidieron la supresión de la censura canónica de los tres obispos excomulgados. Ante esta petición, Becket dijo: La sentencia no fue mía, sino del Papa. Que los interesados vayan al Papa a pedir la absolución. Más adelante, cuando se le dijo que la orden del rey era que abandonase el reino, replicó: En Fréteval el rey me dio su paz y salvoconducto. No volví para huir de nuevo. Y cuando se le comentó que había demasiado loco para excomulgar a oficiales del rey, dijo: Castigaré a cualquiera que viole los derechos de la sede romana o de la Iglesia de Cristo. Al oír estas últimas palabras, los caballeros exclamaron: Has hablado a riesgo de tu vida. Entonces el arzobispo preguntó: ¿Habéis venido para matarme?, y a continuación manifestó: Yo me entrego a mí mismo y mi causa al Juez de todos los hombres. Vuestras espadas están menos preparadas para golpear que lo está mi espíritu para el martirio. Buscad a otra persona que huya de vosotros. A mí me encontraréis firme en la lucha del Señor. Huí una vez de mi puesto; volví por consejo y orden del Papa. Si se me permite seguir con mis deberes sacerdotales, bien está. Si no, que se haga la voluntad del Señor. Pero en cuanto a vosotros, recordad que sois por juramento mis vasallos. Los caballeros se retiraron, no sin antes decir: Somos hombres del rey, y renunciamos a nuestra lealtad hacia ti, y FitzUrse añadió: Podemos hacer más que amenazar. Y murmurando amenazas y juramentos salieron.

Momentos después se oyeron gritos más fuertes, ruidos de puertas y de armas. Tomás, instado por sus asistentes, se dirigió con lentitud a la catedral por un pasadizo. Todavía no era el crepúsculo y en la iglesia catedralicia se estaba cantando vísperas. En la puerta del templo el arzobispo encontró a un grupo de monjes atemorizados a los que ordenó que volvieran a ocupar sus sitios en el coro. Al entrar Becket en la catedral fueron vistos los caballeros tras él. Los monjes cerraron la puerta, pero el arzobispo les dijo: Una iglesia no es un castillo, y fue él mismo a abrir la puerta. Con paso lento se dirigió al coro, acompañado por Roberto de Merton, su anciano maestro y confesor, Guillermo FitzStephen, clérigo de su casa, y un monje llamado Eduardo Grim. Los demás huyeron a la cripta y hacia otros escondites.

Al entrar en la iglesia, los cuatro conjurados clamaron: ¿Dónde está Tomás el traidor? ¿Dónde está el arzobispo? Con paz, contestó Tomás: ¡Aquí estoy! ¡Traidor no, sino arzobispo y sacerdote de Dios! Los caballeros de nuevo le pidieron que absolviera a los obispos de York, Londres y Salisbury. Y el arzobispo respondió con firmeza: No puedo hacer más que lo que he hecho. Reginaldo: vos habéis recibido favores de mí. ¿Por qué entráis en mi iglesia armados? FitzUrse hizo un gesto amenazador con su hacha. Estoy dispuesto a morir –dijo Becket-, pero Dios caerá sobre vosotros si hacéis daño a mi gente.

Estando situado el arzobispo ante los altares de Nuestra Señora y de san Benito, intentaron llevarlo hacia fuera, lo que provocó algo de pelea. FitzUrse había sacado su espada. Tomás le gritó: ¡Alcahuete! ¡Me debes lealtad y sumision! Reginaldo le replicó: ¡No debo lealtad contraria al rey!, y con su arma golpeó la cabeza del primado de Inglaterra. Éste cubrió su rostro e invocó en alta voz a Dios y a los santos. A continuación, Guillermo de Tracy golpeó de nuevo que, a pesar de ser interceptado el golpe por el brazo de Grim, hirió el cráneo de Tomás y la sangre comenzó a correr por su rostro. Limpiándose la cara como pudo, Becket exclamó: ¡En tus manos, oh Señor, encomiendo mi espíritu! Un nuevo golpe de Tracy le hizo caer de rodillas mientras decía: Muero gustoso por el nombre de Jesús y la defensa de la Iglesia. Instantes después quedó tendido en el suelo con los brazos extendidos como si estuviera rezando. Momento que aprovechó Ricardo Brito para golpear con su espada la cabeza del agonizante arzobispo con tal fuerza que el golpe arrancó la parte superior de su cráneo, mientras la espada se rompió en dos al chocar contra la piedra del suelo. Uno de los seguidores de los sacrílegos asesinos, Hugo Mauclerc, puso su pie sobre el cuello del muerto y esparció su cerebro sobre las piedras con la punta de su espada, exclamando: Este traidor ya no se levantará más. Entretanto, Hugo de Moreville, el cuarto caballero asaltante, estaba conteniendo a la multitud con su espada, y fue el único de los cuatro que no dio ningún golpe al arzobispo de Canterbury.

Glorificación

Los asesinos, enarbolando sus espadas, se fueron de la catedral por los claustros gritando: ¡Gente del rey! ¡Gente del rey! El templo catedralicio estaba repleto de gente estremecida de espanto y horrorizada del sacrílego crimen. Mientras tanto, una tormenta se desataba en el cielo.

El cuerpo del arzobispo yacía en medio de la nave. Un criado de Tomás, Osbert, cortó un trozo de su propia camisa para cubrir la cabeza mutilada de su señor. Durante cierto tiempo nadie se acercó al cadáver. El horrible sacrilegio había causado horror e indignación.

El asesinato del Primado tuvo una resonancia enorme, tanto en la esfera política como religiosa; pronto fue coronado con la aureola del martirio. Una serie de milagros comenzaron a florecer en el lugar de su muerte.

Cuando llegó la noticia del crimen a oídos de Enrique II, éste se encerró y ayunó durante cuarenta días, pues bien consciente era que sus palabras habían sido la causa de que cuatro de sus nobles asesinaran a Tomás Becket. Más tarde hizo penitencia pública en la tumba del mártir en la catedral de Canterbury.

El martirio de este defensor de la Iglesia no fue en vano y, poco después, se logró un acuerdo justo entre el rey inglés y Alejandro III. Este mismo Papa el 21 de febrero de 1173 canonizó como mártir a Tomás Becket.

Aunque estuvo lejos de no tener faltas, el mártir arzobispo de Canterbury tuvo el valor suficiente de ofrendar su vida, para defender los antiguos derechos de la Iglesia contra un Estado agresivo. El descubrimiento de su camisa de crin y de otras muestras de austeridad aumentó la veneración que se le tenía desde el momento de su muerte, y Canterbury se convirtió en un lugar de peregrinación.

 

 

 

Defensor del honor de Dios

Santo Tomás Becket

Primeros años

El 19 de diciembre de 1154 el joven Enrique de Plantagenet fue coronado rey de Inglaterra. Al año siguiente, el rey Enrique II, siguiendo el consejo de los obispos –y en particular el del arzobispo Teobaldo de Canterbury- nombró un nuevo canciller para su reino. El elegido fue Tomás Becket. Éste había nacido en Londres en el mismo día que la Iglesia Católica celebraba la fiesta del apóstol santo Tomás. El año de su nacimiento es incierto. Para algunos biógrafos nació en el 1118, pero otros afirman que fue el 1120, y también hay quien lo adelanta al 1117. Tomás era el único hijo varón del matrimonio formado por Gilberto Becket y Matilde, que también tuvieron tres hijas: María, posteriormente abadesa de Barking, Inés, fundadora del hospital de Santo Tomás, y Roesia.

Gilberto Becket, que era un comerciante de origen normando, tenía medios suficientes para dar a su hijo una buena educación. Y así Tomás gozó de óptimas  oportunidades para realizar sus estudios. Comenzó estudiando gramática en el priorato de Merton, en Sussex. Más tarde se trasladó a París para asistir a las escuelas de los artistas de Sainte Geneviève. Al mismo tiempo que estudiaba procuraba no descuidar el ejercicio de las armas, la práctica del deporte con el halcón y la caza.

En la Curia arzobispal de Canterbury

Esta educación recibida, junto a sus orígenes burgueses, sirvió a Tomás, cuando contaba con 24 años de edad, para obtener un puesto entre los colaboradores de Teobaldo, arzobispo de Canterbury, personaje destacado en los avatares religiosos y políticos de la Inglaterra en aquella época del siglo XII. Antes ya había trabajado como secretario e interventor ante los sheriffs de Londres, donde demostró tener gran capacidad, distinguiéndose por su habilidad en manejar los asuntos públicos y por el interés personal que se tomaba por la gente del pueblo.

La convivencia en la casa de arzobispo Teobaldo permitió a Becket adquirir, junto a su buena formación humana -como hombre de letras, con experiencia administrativa, y destreza en las armas-, una sólida formación religiosa. Por más de diez años trabajó en la curia arzobispal colaborando a tiempo pleno, y mientras estuvo allí resolvió seguir la carrera eclesiástica, ya que recibió las Órdenes menores. En el año 1148 acompañó a Teobaldo al concilio de Reims, convocado por Eugenio III, donde participó activamente.

Enviado por Teobaldo, estuvo en Bolonia para estudiar Derecho eclesiástico, ya que en la Universidad de esa ciudad italiana los estudios de las leyes canónicas estaban en gran auge. Después continuó sus estudios en Auxerre, Francia.

Cuando regresó a Inglaterra, Tomás ocupó varios cargos eclesiásticos -preboste de Beverley y canónigo de las catedrales de Lincoln y de San Pablo- y en el año 1154 fue ordenado diácono. Y al ser nombrado el archidiácono de Canterbury Roger de Pont-l’Evêque arzobispo de York, Teobaldo designó para el oficio que dejaba vacante el nuevo prelado a Tomás Becket. El puesto de archidiácono de Canterbury era el cargo eclesiástico más alto de Inglaterra después de un episcopado o abadía, por lo que más de uno, por envidia, consideraron a Tomás como un advenedizo.

Teobaldo otorgó a Becket toda su confianza confiándole los asuntos más intrincados. Varias veces Tomás fue enviado por su arzobispo a Roma con misiones importantes. Uno de los asuntos en los que participó fue en las negociaciones político-diplomáticas que permitieron a Enrique de Plantagenet suceder legalmente a Esteban de Blois en el trono inglés.

Canciller del Reino

En 1155, Enrique II, reconociendo las cualidades de Tomás, lo llamó para que ocupase el cargo de Canciller del Reino. Desde ese momento Becket se convirtió en el más leal servidor de su joven soberano, en el confidente y compañero inseparable del rey. Tomás fue el instrumento fiel de la política de Enrique II de reconstrucción de la autoridad regia y del restablecimiento del gobierno de la ley y de las costumbres normandas. Al frente de la Cancillería desempeñó sus funciones de uno modo sumamente eficaz. También se distinguió con las armas, y su nombre como general fue temido por los enemigos del rey de Inglaterra. Especialmente brillante fue actuación en la campaña de Toulouse.

Una sólida amistad se estableció entre el monarca y su eficaz colaborador. Además de ayudar al rey en los asuntos de Estado, también le acompañó en sus diversiones. Ambos pasaban muchas horas alegres en mutua compañía. Era quizá el único descanso que Tomás se permitía.

La carrera eclesiástica de Becket no había logrado cambiar sus costumbres propias de un seglar. Era hombre ambicioso y con gusto por la magnificencia. Su casa era tan buena como la del rey, o incluso mejor. Cuando en el año 1158 fue enviado a Francia para negociar el matrimonio del hijo mayor y heredero del rey, Enrique el Joven, con Margarita de Valois, llevó su séquito personal compuesto de doscientos hombres, con acompañamiento de varios cientos más, caballeros y nobles, clérigos y servidores, ocho carrozas magníficas, músicos y cantantes, halcones y perros de caza, monos y mastines. Además, sus recepciones, donativos, regalos y liberalidad para los pobres eran también de una prodigalidad asombrosa. Los franceses -maravillados y extrañados- al ver aquella comitiva dijeron: Si tal es el Canciller, ¿cómo será el propio rey?

Cuando en 1159 el rey inglés levantó un ejército en Francia para recuperar la provincia de Toulouse, parte de la herencia de su esposa, Eleonor de Aquitania, Tomás sirvió a Enrique II con un ejército de setecientos hombres de su peculio. Llevando la armadura, como cualquier guerrero, dirigió asaltos y mantuvo combates personales. Otro eclesiástico, encontrándolo de esta guisa, le preguntó: ¿Qué significa el ir así vestido? Más parecéis halconero que clérigo. Y, sin embargo, sois un clérigo en persona y ostentáis varios cargos –archidiácono de Canterbury, deán de Hastings, presbote de Beverley, canónigo de ésta y aquella iglesia, procurador del arzobispo y probable futuro arzobispo, según rumores… Tomás acogió el reproche con buen humor.

Otra misión importante que se le confió en 1161 fue la negociación que condujo al reconocimiento de la validez de la elección del papa Alejandro III en detrimento de los pretendidos derechos del antipapa Víctor IV, favorito del emperador Federico Barbarroja de Alemania. Durante esta misión, Tomás Becket estableció una serie de relaciones políticas y personales con la nobleza francesa y con los ambientes de la Curia romana que le fueron posteriormente de mucha utilidad.

En los años que fue Canciller, años llenos de logros y éxitos, periódicamente Tomás solía retirarse a Merton -el priorato de los canónigos de Austin-, guardándose por lo menos una parte de su vida para sí. Allí seguía la disciplina que se le imponía. Vivió la flagelación como penitencia, costumbre que mantuvo hasta el final de su vida. Su confesor atestiguó su vida privada sin tacha, bajo condiciones de extrema tentación. Permaneció completamente casto, a pesar del poco ejemplo del rey. Por el alto cargo que ocupaba se vio a sí mismo tratando de servir a dos señores. Si, a veces, fue demasiado lejos en los designios de Enrique II que tendían a infringir los antiguos derechos y prerrogativas de la Iglesia, en otras ocasiones se opuso al rey resueltamente.

Arzobispo de Canterbury

En 1161 murió Teobaldo. Antes de entregar su alma a Dios, al parecer, Teobaldo había recomendado que Tomás Becker fuera su sucesor, pues esperaba que defendería los derechos de la Iglesia permaneciendo al mismo tiempo amigo del rey. Con aquella muerte se puede decir que se cerró un período en las relaciones entre la Iglesia y el reino de Inglaterra. En cuanto a Becket, con la desaparición de su benefactor se llegó al final de la primera fase de su vida pública, la que correspondió al hombre de Estado.

Para cubrir la sede vacante de Canterbury -sede primada de Inglaterra- también Enrique II pensó en Tomás Becket. Consideró que el Canciller era la persona idónea para ocupar dicha sede, pues creía que se avendría con facilidad a secundar su política desde la sede primada como lo había hecho desde la cancillería en virtud de la amistad que unía a ambos. Cuando el monarca se lo propuso a Tomás, éste advirtió al rey de su error. Vacilando, le dijo: Si Dios permite que yo sea arzobispo de Canterbury, pronto perderé el favor de Vuestra Majestad, y el afecto con el que me ha honrado será trocado en odio. Pues hay varias cosas que ahora hacéis en perjuicio de la Iglesia que me hacen temer que podáis requerir de mí lo que yo no podré otorgar; y personas envidiosas que no dejarán perder la ocasión de abrir un abismo entre nosotros.

La propuesta real no encontró resistencias especiales ni entre los nobles ni entre el clero, aunque los obispos aceptaron de mal grado. Pero Tomás rehusó aquella promoción hasta que el legado de la Santa Sede, el cardenal cisterciense Enrique de Pisa, desvaneció sus escrúpulos. El 21 de mayo de 1162 Tomás Becket fue elegido  para la sede arzobispal de Canterbury. Días después, el 2 de junio, fue ordenado sacerdote por Walter, obispo de Rochester, y consagrado obispo por Enrique de Winchester al día siguiente, primer domingo después de Pentecostés, fiesta de la Santísima Trinidad. Y el 10 de agosto del mismo año el nuevo primado de Inglaterra recibió con los pies descalzos el palio enviado por el papa Alejandro III.

Desde el mismo momento de su consagración episcopal las grandezas mundanas dejaron de contar en la vida de Tomás. Sobre su piel llevaba una camisa de crin y su vestido diario era una sencilla sotana negra, una sobrepelliz de lino y una estola sacerdotal en torno al cuello. Vivió ascéticamente, empleó mucho tiempo en la distribución de limosnas y en la lectura y discusión de las Escrituras con Heriberto Bosham, visitando el hospital y supervisando los monjes y su trabajo. Tomó especial cuidado en seleccionar los candidatos para las Sagradas Órdenes. Como juez eclesiástico fue rigurosamente justo. En el mes de mayo de 1163, con permiso del rey y acompañado por el arzobispo de York, asistió al concilio de Tours, que estaba presidido por el papa Alejandro III.

En el mismo año de su toma de posesión de la sede de Canterbury, Tomás Becket presentó su dimisión como Canciller para demostrar, con los hechos, la sinceridad de su deseo de ser ya solamente un hombre de Iglesia. Este hecho en sí no era extraño, pues seguía en esto a sus predecesores, pues la renuncia era considerada necesaria dentro de la mecánica de la política inglesa. Pero Enrique II lo tomó como una afrenta personal. Desde entonces, el rey y el arzobispo primado de Inglaterra vinieron a representar los dos bandos distintos de Iglesia y Estado, con la agravante de que algunos obispos del reino, por envidias y rencores personales, se opusieron a Becket.

Enfrentamiento con el Rey

Tomás vio en su designación como arzobispo una llamada de Dios a defender los derechos de la Iglesia y el honor de Dios, en un tiempo en el que hasta el Papado estaba debilitado por un cisma. El rey no podía llamarse a engaño pues el mismo Becket le había dicho que su actitud como arzobispo no sería de docilidad al poder real sino de mantenedor de la autonomía de la Iglesia. El altísimo sentido de la dignidad del oficio confiado, condujo al primado a comportamientos que parecieron a Enrique II y a muchos obispos una auténtica traición, movidos solamente por la soberbia y por la arrogancia del poder.

Como las cuestiones en litigio eran múltiples y complejas, el enfrentamiento entre el primado y el rey no tardó en llegar. En más de una ocasión el arzobispo protestó con algunos abusos del rey, y hubo palabras violentas entre él y el soberano. Pero la primera controversia grave surgió al ser acusado Felipe de Brois, canónigo de Bedford, de haber matado a un caballero. Como clérigo fue juzgado por un tribunal eclesiástico. El juez -el obispo de Lincoln- le absolvió ordenando, no obstante, que pagara cierta indemnización a los deudos del muerto.

La justicia del rey quiso que compareciera ante un tribunal civil, pero no era posible y el clérigo lo hizo saber empleando palabras insultantes. Enrique II quería que fuera juzgado de nuevo por el crimen y, además, por su última villanía. Tomás Becket consiguió que el caso fuera juzgado por su propio tribunal arzobispal. Felipe de Brois fue castigado por su desprecio al tribunal real, pero de nuevo absuelto en lo referente al crimen de que se le acusaba.

Algunas cuestiones conflictivas eran jurisdiccionales, otras relativas a la independencia de la autoridad de la curia. En todas ellas la postura tomada por el arzobispo de Canterbury era defender los derechos de la Iglesia. Y así lo mostró en las reuniones de los nobles del reino convocadas por Enrique II en Westminster (1163), Clarendon (1164) y Northampton (1164).

En Westminster y Clarendon el rey pidió a los obispos de su reino la aquiescencia para un edicto por el cual, desde ese momento en adelante, el clérigo convicto de crímenes civiles debía comparecer ante los tribunales civiles para ser castigado. También propuso tasar al clero y que se aprobasen ciertas costumbres (usos) anticanónicas, conocidas por las antiguas costumbres, introducidas en reinados anteriores. Tomás, sabiendo que el Papa aconsejaba moderación, en un principio prometió sumisión, pero al serle presentados por escrito los 16 artículos de Clarendon (las llamadas Constituciones de Clarendon), los rechazó.

Era aquel documento revolucionario: asentaba que ningún prelado podía abandonar el país sin permiso real, lo que serviría para evitar apelaciones ante el Papa; que ningún arrendatario podía ser excomulgado contra la voluntad del rey; que el tribunal real era quien debía decidir qué tribunal debía juzgar a los clérigos acusados de ofensas civiles; que la custodia de los beneficios y rentas de la Iglesia vacantes debían ir a parar al rey. Otros puntos eran asimismo dañosos para la autoridad y prestigio de la Iglesia. Los obispos, entre ellos Tomás Becket, dieron su asentimiento con una reserva, salvando su orden, es decir, estaban dispuestos a cumplir aquellos artículos en cuanto pudiera ser lícito para un clérigo, lo que equivalía a una negativa. Poco después, el arzobispo de Canterbury, presionado, asintió aceptar las antiguas costumbres de buena fe.

Bien pronto Tomás se arrepintió de su condescendencia anterior. Se fue de Clarendon en un estado de profunda depresión. A los pocos días escribió al papa Alejandro III, que se encontraba en Sens, pidiendo la absolución por su pecado de deslealtad. Mientras tanto, se privó a sí mismo del servicio del altar durante 40 días, hasta que llegó el decreto desde Sens concediéndole la absolución papal. Sin embargo, Becket, lleno de remordimientos por haber sido débil, asentando de tal modo un mal ejemplo para los obispos, deseaba confesar su falta personalmente al Papa. Hizo un esfuerzo fútil por cruzar el canal de la Mancha para presentar el caso ante Alejandro III. Pero al mismo tiempo no quería ampliar la brecha que se había abierto entre él y el rey, e intentó restablecer las buenas relaciones con Enrique II cuando fue a visitarlo a Wodstock. Mas se encontró que el rey se dejaba llevar por el rencor al considerar llena de deslealtad e ingratitud la actitud del arzobispo. El soberano recibió a Tomás con esta sarcástica pregunta: ¿Te parece que mi reino no es suficientemente grande para los dos? Al resultar baldío su intento, Tomás regresó a su diócesis, y durante seis meses estuvo actuando sin tener en cuenta las cláusulas inaceptables de las Constituciones de Clarendon.

El exilio

Enrique II comenzó una campaña para desacreditar al Primado. Fue una auténtica persecución. Diversas acusaciones de fraudes y de malversación financiera de la época en que era canciller fueron lanzadas contra Tomás. Quiso salir en defensa del arzobispo el obispo de Winchester, pero no se le fue permitió. El mismo acusado se ofreció a pagar de su propio dinero lo que injustamente se decía que había defraudado, pero también esto le fue negado.

El 8 de octubre de 1164, el rey le ordenó -con ánimo de doblegarle- que se presentara a juicio en Northampton bajo varias y peregrinas acusaciones, entre otras, la ya citada de haber hecho uso ilegal de dinero en su poder cuando era canciller.

Había llegado el punto crítico de la vida de Becket. Renunciar al arzobispado sería como admitir un grave error y quedar indefenso ante la venganza del rey. Luchar contra las demandas monetarias de Enrique II a nivel jurídico sería abandonar los principios y entregarse al terreno engañoso de la casuística legal. En esta situación, Tomás buscó el parecer de su confesor, Roberto de Merton. Éste le aconsejó firmeza. Actúa  sin temor –le dijo-, has elegido servir a Dios en lugar de servir al rey. Continúa haciéndolo y Dios no te decepcionará.

El 13 de octubre Tomás Becket acudió a Northampton después de haber celebrado la Misa. Ese día eligió por indicación de Roberto de Merton la Misa votiva de san Esteban, cuyo canto de entrada es: También los príncipes se reunieron y hablaron contra mí; pero tu siervo está ocupado en tus leyes. Y el Evangelio contenía una referencia al asesinado Zacarías entre el templo y el altar. Terminado el Santo Sacrificio, se dirigió al castillo del rey llevando su báculo de arzobispo en la mano. El conde de Leicester salió a su encuentro con un mensaje de Enrique II: El rey os ordena rendir cuentas. De no ser así, debéis oír su juicio. -¿Juicio? -exclamó Tomás-. Me fue dada la Iglesia de Canterbury libre de cuidados temporales. No soy por ello responsable y no me defenderé en lo que a ello respecta. Ni la ley ni la razón permiten que los niños juzguen y condenen a sus padres. Por ello rehuso el juicio de rey, el vuestro y el de cualquiera. Bajo Dios, sólo seré juzgado por el Papa en persona.

Sin que nadie se lo impidiera, Becket abandonó Northampton. Ninguno de los presentes se había atrevido a detenerle. El arzobispo de Canterbury buscó refugio en un convento. Más tarde, embarcó secretamente a Flandes, y una vez en tierra, se dirigió a la abadía de San Bertín en St. Omer, donde se recibió con honores. Y poco después, Luis VII, rey de Francia, le invitó a sus dominios. Exiliado en suelo francés permaneció seis años.

En el exilio, Tomás padeció la soledad y la incomprensión y tuvo que sufrir en silencio las afrentas no sólo contra él sino también contra los miembros de su familia que fueron despojados por el rey de todas sus posesiones. Fueron unos años que pasó en condiciones nada fáciles, pero vividas siempre con gran dignidad. No dejó de defender su punto de vista sobre la necesidad para la Iglesia de una verdadera libertad de acción respecto a los peligros derivados de las ambiciones del poder del reino y sobre el primado de la sede de Canterbury respecto a las demás sedes inglesas, en cuanto vicaria y delegada de la curia de Roma.

Legado del Papa

El rey Enrique II prohibió que se le prestara ayuda al arzobispo exiliado. Gilberto, abad de Sempringham, fue acusado de haber enviado ayuda a Tomás, y aunque no lo había hecho, el abad se negó a jurar su no ayuda a causa de que, según decía, hubiera sido esa ayuda una buena acción y no quería decir nada que pudiera hacer que la ayuda al exiliado fuera considerado como un acto criminal.

Tanto el rey como el arzobispo acudieron al Papa. Alejandro III vivía en Sens, también exiliado, y en una situación incómoda, pues ponerse claramente en contra de Enrique II era de temer que éste se uniese a Federico Barbarroja de Alemania, que apoyaba a un antipapa. En estas circunstancias poco pudo hacer por Tomás de un modo directo, pero con fina diplomacia evitó un conflicto mayor.

El monarca inglés envió una embajada a la corte papal para presionar a Alejandro III que nombrara un legado que decidiera sin necesidad de apelar, pero el Papa se mantuvo firme: No daré mi gloria a ningún otro. Cuando se hubieron marchado los enviados de Enrique II, Alejandro III recibió afectuosamente al arzobispo de Cantebury. Tomás leyó todas las Constituciones de Clarendon, algunas de las cuales fueron consideradas intolerables por el Papa y otras como imposibles. Además, Alejandro III reprochó a Tomás la debilidad de haber aceptado algunas de ellas.

Al día siguiente, Becket confesó que, aunque sin desearlo, había aceptado el arzobispado de Canterbury mediante una elección algo irregular y poco canónica y también que no había desempeñado el cargo debidamente, por lo que pidió que se le permitiera dimitir de su sede. A continuación devolvió al Papa el anillo episcopal y se retiró. Pero el Papa lo llamó de nuevo para confirmarle en el cargo con la orden de no abandonarlo, pues equivaldría abandonar la causa de Dios.

Tomás decidió vivir en una casa religiosa. Alejandro III escribió una carta al abad cisterciense de Pontigny para que aceptara al primado de Inglaterra. Éste vistió el hábito de monje y se sometió a la estricta regla del convento. Mas no pudo permanecer por mucho tiempo en esta abadía, pues en Inglaterra Enrique II se ocupó de confiscar los bienes de todos los amigos, parientes y servidores del arzobispo, a quienes desterró ordenándoles que se presentaran ante Tomás en Pontigny para que la vista de esos caídos en desgracia le hiciera cambiar de actitud. Y así, todos aquellos exiliados fueron llegando pronto al monasterio. Además, el rey inglés notificó a los cistercienses que si continuaban albergando en Pontigny a su enemigo confiscaría todas las casas de la Orden del Císter que estaban en sus dominios. Ante esta amenaza, el abad de Pontigny insinuó a Tomás que ya no era huésped grato en su cenobio. El arzobispo desterrado buscó nuevo refugio, esta vez como huésped del rey Luis VII de Francia  en la abadía real de San Columba, cerca de Sens.

En otoño de 1165 Alejandro III abandonó Francia para establecerse en Roma. Y en la primavera del siguiente año -24 de abril de 1166- el Papa anunció que Tomás Becket había sido nombrado legado papal para toda Inglaterra, con excepción de York. Siendo Tomás legado del Papa pudo excomulgar a varios adversarios suyos que habían cometido atropellos contra la Iglesia, entre otros a Jocelin de Salisbury, Juan de Oxford, Ricardo de Ilchester, Ricardo de Luci, Jocelin de Balliol, Randulfo de Broc y otros barones inferiores que estaban en posesión de bienes de la sede arzobispal de Cantebury.

Regreso del exilio

En el mismo año -1166- Tomás mostró miras conciliadoras hacia el rey, escribiéndole tres cartas. También el rey francés -Luis VII- puso interés en la deseada reconciliación y el 6 de enero de 1169 consiguió reunir en Montmirail a Enrique y a Tomás. El rey inglés pidió al arzobispo que obedeciera a las costumbres que sus antecesores habían mantenido. A lo que Tomás replicó que mantendría las costumbres, pero salvando el honor de Dios y su orden. Esta reserva hizo imposible la concordia.

Cuando el rey dispuso que el arzobispo de York coronase al príncipe heredero, en perjuicio de los derechos de la sede primada de Inglaterra, el Papa apoyó a Tomás. Éste, al darse cuenta de que su ausencia de su sede podía traer más daños, se resignó a sellar con Enrique II una paz bastante frágil. La reconciliación tuvo lugar en Fréteval, en el 1170, si bien la demarcación de poderes no quedó claramente expuesta. Firmada la paz, el arzobispo se preparó para regresar a Canterbury.

Al partir, como premonición de su suerte, dijo al obispo de París: Voy a morir en Inglaterra. El primer día de diciembre de 1170 desembarcó en Sandwich, y de allí se dirigió a Canterbury, donde fue recibido por la población con gran entusiasmo. Mientras paseaba en procesión arropado por el fervor popular hacia la catedral todas las campanas repicaban dándole la bienvenida. A pesar de la demostración pública había una atmósfera de presagios por la evidente hostilidad del rey hacia el llamado traidor y por el recelo de los nobles y de algunos prelados -Roger de York, Gilberto de Londres, Jocelin de Salisbury- que habían asistido el 14 de junio de 1170 a la coronación del príncipe heredero expresamente prohibida por el Papa.

En el curso de la reconciliación efectuada en tierras francesas se había acordado el castigo de Roger, arzobispo de York, que había actuado en la coronación del hijo de Enrique II, y de los obispos de Londres y Salisbury, que habían asistido, a pesar del derecho, de largo tiempo establecido, que otorgaba al arzobispo de Canterbury esta prerrogativa y desafiando los tres las instrucciones explícitas del propio Papa. Aquello había sido otro intento de disminuir el prestigio del Primado. Tomás había enviado, antes de su regreso, las cartas papales que suspendían a Roger y confirmaban la excomunión de los otros dos obispos involucrados en el asunto. La víspera de su llegada al suelo inglés, una diputación le esperaba para pedirle que retirase esas sentencias. Asintió Tomás con la condición de que los tres debían jurar obedecer al Papa de allí en adelante. Los tres prelados excomulgados se negaron a prestar dicho juramento y juntos marcharon a reunirse con el rey Enrique II, el cual estaba en aquellos momentos visitando sus dominios en Francia.

Martirio

Después de permanecer una semana en Canterbury, Tomás envió mensajeros al príncipe heredero anunciando su intención de visitarlo. Y poco después partió hacia Londres, pero el hijo de Enrique II, el joven rey, con una actitud hostil, se negó a recibir al arzobispo. Entonces Tomás tomó medidas para que sus quejas se expusieran ante los oficiales en la corte del príncipe. Éstas eran las quejas del arzobispo: el clero era juzgado y castigado por tribunales seculares; las propiedades confiscadas de Canterbury no habían sido devueltas ni tampoco las iglesias ocupadas de modo no canónico por sacerdotes y mantenidas ilegalmente; el acceso al Papa también estaba prohibido. Además de estas quejas generales, se agregó el relato de una serie de pequeñas afrentas.

Becket regresó a Canterbury en el día del quincuagésimo segundo aniversario de su nacimiento. Mientras tanto los tres obispos excomulgados acudieron a Bures, cerca de Bayeux, donde estaba Enrique II para exponerle sus quejas contra Tomás Becket. En una reunión del Consejo real en la que se acumularon acusaciones calumniosas contra el arzobispo, Roger de York expresó claramente que no habría paz en el reino mientras Becket viviera. Enrique II, lleno de ira, gritó: ¡Cobardes! Ese hombre a quien yo he vestido, y alimentado, y llenado de honores y riquezas se levanta contra mí, ¿y no hay ninguno de los míos capaz de vengar mi honor y librarme de ese clérigo insolente?

Cuatro miembros del Consejo real -Hugo de Moreville, Guillermo de Tracy, Reginaldo FitzUrse y Ricardo Brito- entendieron estas palabras del rey como una orden para matar al arzobispo. Enseguida se pusieron en camino hacia Inglaterra.

El día de San Juan, Tomás fue apercibido del peligro. En todo el sudeste de Kent hervía la inquietud. En la tarde del 29 de diciembre los cuatro caballeros llegaron al palacio arzobispal para entrevistarse con Tomás. Durante la conversación, los hombres del rey pidieron la supresión de la censura canónica de los tres obispos excomulgados. Ante esta petición, Becket dijo: La sentencia no fue mía, sino del Papa. Que los interesados vayan al Papa a pedir la absolución. Más adelante, cuando se le dijo que la orden del rey era que abandonase el reino, replicó: En Fréteval el rey me dio su paz y salvoconducto. No volví para huir de nuevo. Y cuando se le comentó que había demasiado loco para excomulgar a oficiales del rey, dijo: Castigaré a cualquiera que viole los derechos de la sede romana o de la Iglesia de Cristo. Al oír estas últimas palabras, los caballeros exclamaron: Has hablado a riesgo de tu vida. Entonces el arzobispo preguntó: ¿Habéis venido para matarme?, y a continuación manifestó: Yo me entrego a mí mismo y mi causa al Juez de todos los hombres. Vuestras espadas están menos preparadas para golpear que lo está mi espíritu para el martirio. Buscad a otra persona que huya de vosotros. A mí me encontraréis firme en la lucha del Señor. Huí una vez de mi puesto; volví por consejo y orden del Papa. Si se me permite seguir con mis deberes sacerdotales, bien está. Si no, que se haga la voluntad del Señor. Pero en cuanto a vosotros, recordad que sois por juramento mis vasallos. Los caballeros se retiraron, no sin antes decir: Somos hombres del rey, y renunciamos a nuestra lealtad hacia ti, y FitzUrse añadió: Podemos hacer más que amenazar. Y murmurando amenazas y juramentos salieron.

Momentos después se oyeron gritos más fuertes, ruidos de puertas y de armas. Tomás, instado por sus asistentes, se dirigió con lentitud a la catedral por un pasadizo. Todavía no era el crepúsculo y en la iglesia catedralicia se estaba cantando vísperas. En la puerta del templo el arzobispo encontró a un grupo de monjes atemorizados a los que ordenó que volvieran a ocupar sus sitios en el coro. Al entrar Becket en la catedral fueron vistos los caballeros tras él. Los monjes cerraron la puerta, pero el arzobispo les dijo: Una iglesia no es un castillo, y fue él mismo a abrir la puerta. Con paso lento se dirigió al coro, acompañado por Roberto de Merton, su anciano maestro y confesor, Guillermo FitzStephen, clérigo de su casa, y un monje llamado Eduardo Grim. Los demás huyeron a la cripta y hacia otros escondites.

Al entrar en la iglesia, los cuatro conjurados clamaron: ¿Dónde está Tomás el traidor? ¿Dónde está el arzobispo? Con paz, contestó Tomás: ¡Aquí estoy! ¡Traidor no, sino arzobispo y sacerdote de Dios! Los caballeros de nuevo le pidieron que absolviera a los obispos de York, Londres y Salisbury. Y el arzobispo respondió con firmeza: No puedo hacer más que lo que he hecho. Reginaldo: vos habéis recibido favores de mí. ¿Por qué entráis en mi iglesia armados? FitzUrse hizo un gesto amenazador con su hacha. Estoy dispuesto a morir –dijo Becket-, pero Dios caerá sobre vosotros si hacéis daño a mi gente.

Estando situado el arzobispo ante los altares de Nuestra Señora y de san Benito, intentaron llevarlo hacia fuera, lo que provocó algo de pelea. FitzUrse había sacado su espada. Tomás le gritó: ¡Alcahuete! ¡Me debes lealtad y sumision! Reginaldo le replicó: ¡No debo lealtad contraria al rey!, y con su arma golpeó la cabeza del primado de Inglaterra. Éste cubrió su rostro e invocó en alta voz a Dios y a los santos. A continuación, Guillermo de Tracy golpeó de nuevo que, a pesar de ser interceptado el golpe por el brazo de Grim, hirió el cráneo de Tomás y la sangre comenzó a correr por su rostro. Limpiándose la cara como pudo, Becket exclamó: ¡En tus manos, oh Señor, encomiendo mi espíritu! Un nuevo golpe de Tracy le hizo caer de rodillas mientras decía: Muero gustoso por el nombre de Jesús y la defensa de la Iglesia. Instantes después quedó tendido en el suelo con los brazos extendidos como si estuviera rezando. Momento que aprovechó Ricardo Brito para golpear con su espada la cabeza del agonizante arzobispo con tal fuerza que el golpe arrancó la parte superior de su cráneo, mientras la espada se rompió en dos al chocar contra la piedra del suelo. Uno de los seguidores de los sacrílegos asesinos, Hugo Mauclerc, puso su pie sobre el cuello del muerto y esparció su cerebro sobre las piedras con la punta de su espada, exclamando: Este traidor ya no se levantará más. Entretanto, Hugo de Moreville, el cuarto caballero asaltante, estaba conteniendo a la multitud con su espada, y fue el único de los cuatro que no dio ningún golpe al arzobispo de Canterbury.

Glorificación

Los asesinos, enarbolando sus espadas, se fueron de la catedral por los claustros gritando: ¡Gente del rey! ¡Gente del rey! El templo catedralicio estaba repleto de gente estremecida de espanto y horrorizada del sacrílego crimen. Mientras tanto, una tormenta se desataba en el cielo.

El cuerpo del arzobispo yacía en medio de la nave. Un criado de Tomás, Osbert, cortó un trozo de su propia camisa para cubrir la cabeza mutilada de su señor. Durante cierto tiempo nadie se acercó al cadáver. El horrible sacrilegio había causado horror e indignación.

El asesinato del Primado tuvo una resonancia enorme, tanto en la esfera política como religiosa; pronto fue coronado con la aureola del martirio. Una serie de milagros comenzaron a florecer en el lugar de su muerte.

Cuando llegó la noticia del crimen a oídos de Enrique II, éste se encerró y ayunó durante cuarenta días, pues bien consciente era que sus palabras habían sido la causa de que cuatro de sus nobles asesinaran a Tomás Becket. Más tarde hizo penitencia pública en la tumba del mártir en la catedral de Canterbury.

El martirio de este defensor de la Iglesia no fue en vano y, poco después, se logró un acuerdo justo entre el rey inglés y Alejandro III. Este mismo Papa el 21 de febrero de 1173 canonizó como mártir a Tomás Becket.

Aunque estuvo lejos de no tener faltas, el mártir arzobispo de Canterbury tuvo el valor suficiente de ofrendar su vida, para defender los antiguos derechos de la Iglesia contra un Estado agresivo. El descubrimiento de su camisa de crin y de otras muestras de austeridad aumentó la veneración que se le tenía desde el momento de su muerte, y Canterbury se convirtió en un lugar de peregrinación.