Dios es rico en misericordia, es un Dios que perdona. No hay límites para su perdón. La misericordia divina muestra a un Dios capaz de una paciencia infinita, con un amor tan grande por el hombre que soporta todo y todo perdona. Ningún pecado, aunque sea un abismo de corrupción, agotará mi Misericordia. Aunque el alma sea como un cadáver en plena putrefacción, y no tenga humanamente ningún remedio, ante Dios sí lo tiene, le fue revelado a santa Faustina Kowalska por Nuestro Señor.
En el juicio contra Jesús en el pretorio, Poncio Pilato preguntó al Señor: ¿De dónde eres tú? (Jn 19, 9). Pero Jesús permaneció callado, sin responder a la pregunta. Sorprendido el procurador romano por este silencio, le dijo: ¿A mí no me hablas? ¿No sabes que tengo poder para soltarte y poder para crucificarte? (Jn 19, 10). Ahora Jesús sí habla para aclararle a Pilato de dónde le viene ese poder: No tendría contra mi ningún poder, si no se te hubiera dado de arriba; por eso, el que me ha entregado a ti tiene mayor pecado (Jn 19, 11). No dice Jesús que Poncio Pilato esté libre de pecado, sino que el pecado de las autoridades religiosas de los judíos, que fueron quienes entregaron Jesús al procurador, es mayor.
De aquí se deduce que no todos los pecados tienen la misma gravedad. Los pecados por su gravedad se clasifican en mortales y en veniales. Y entre los mortales hay pecados que claman al cielo, porque son gravísimos. El Catecismo de la Iglesia Católica hace referencia a estos últimos pecados. La tradición catequética recuerda también que existen “pecados que claman al cielo”. Claman al cielo: la sangre de Abel; el pecado de los sodomitas; el clamor del pueblo oprimido en Egipto, el lamento del extranjero, de la viuda y el huérfano; la injusticia con el asalariado (n. 1867).
En el Génesis se habla del pecado de los habitantes de Sodoma. Se ha extendido un gran clamor contra Sodoma y Gomorra, y su pecado es gravísimo; bajaré y veré si han obrado en todo según ese clamor que contra ella ha llegado hasta mí, y si no es así lo sabré (Gn 18, 20-21). Era un pecado carnal contra la naturaleza. Y Dios decidió destruir esas dos ciudades, pero antes quiso que Abrahán supiera lo que iba a hacer.
Al enterarse, el Patriarca intercedió por Sodoma y Gomorra. Es un pasaje de la Biblia en el que se ve cómo Dios está dispuesto a perdonar y se palpa la misericordia divina. Dios, a ruego de Abrahán, va bajando el número de inocentes que debían haber en Sodoma para salvar aquellas ciudades contra las que hay una acusación fuerte. Primero, 50, luego, 45; después, sólo 40, a continuación la cifra baja a 30; ante la insistencia del Patriarca, el número queda en 20; y por último, en 10. En atención a los diez no la destruiré. Con estas palabras, Dios nos hace ver cómo la salvación de muchos, incluso pecadores, puede venir por la fidelidad de unos pocos justos. Desgraciadamente, ni siquiera había diez inocentes. Sólo Lot estaba libre del pecado contra natura que practicaban los sodomitas. Su pecado es gravísimo. De esta forma la Biblia indica la malicia de los actos homosexuales.
La Iglesia, al hablar de la homosexualidad, distingue las tendencias homosexuales que presentan algunas personas -hombres y mujeres- de los actos homosexuales. Estos son presentados en la Sagrada Escritura como depravaciones graves, y la Tradición ha declarado que son intrínsecamente desordenados. Son contrarios a la ley natural. Cierran el acto sexual al don de la vida. No proceden de una verdadera complementariedad afectiva y sexual. No pueden recibir aprobación en ningún caso (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2358).
Respecto a las personas que experimentan una atracción sexual, exclusiva o predominante, hacia personas del mismo sexo, que no han elegido su condición homosexual, la Iglesia dice que deben ser acogidas con respeto, compasión y delicadeza, evitando, respecto a ellas, todo signo de discriminación injusta. Estas personas están llamadas a la castidad. Mediante virtudes de dominio de sí mismo que eduquen la libertad interior, y a veces mediante el apoyo de una amistad desinteresada, de la oración y la gracia sacramental, pueden y deben acercarse gradual y resueltamente a la perfección cristiana (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2359).
En su intercesión por Sodoma y Gomorra, Abrahán argumenta desde una visión de responsabilidad colectiva, tal como era entendida antiguamente en Israel: todo el pueblo participaba de la misma suerte, aunque no todos hubiesen pecado, pues el pecado de unos afectaba a todos. Según aquella mentalidad, si en la ciudad hubiese habido suficiente número de justos -Abrahán no se atreve a bajar de diez- Dios no la hubiera destruido. Y en el caso de que los sodomitas se hubiesen arrepentido de su pecado, el Señor no hubiera llevado a cabo su amenaza. Pero no hubo tal arrepentimiento, sino que estaban obcecados en el pecado, como se deduce de lo que ocurrió al llegar a la ciudad dos hombres, que en realidad eran ángeles con forma humana. Lot acogió en su casa a esos dos hombres. Entonces los hombres de la ciudad, hombres de Sodoma, tanto jóvenes como viejos, todo el pueblo a la vez, rodearon la casa. Llamaron a Lot y le preguntaron: “¿Dónde están los hombres que entraron anoche en tu casa? Sácanoslos para que los conozcamos (Gn 19, 4-5).
El desenlace del episodio de Sodoma y Gomorra muestra que Dios, aunque destruye esas ciudades, salva a los justos que vivían en ellas (Lot y su familia). Dios no castiga al justo con el pecador, como pensaba Abrahán, sino que hace perecer o salva a cada uno según su conducta.
También san Pablo habla de ese Dios que perdona, que es capaz de dar vida donde sólo hay muerte. Estabais muertos por vuestros pecados; pero Dios os dio vida en Cristo, perdonándoos todos los pecados (Col 2, 13). A pesar de nuestras miserias y pecados, confiemos en un Dios que perdona al pecador que se arrepiente, que contrito acude al sacramento de la Penitencia. Antes había escrito sobre el Bautismo y la resurrección. Sepultados con Él por medio del Bautismo, también fuisteis resucitados con Él mediante la fe en el poder de Dios, que lo resucitó entre los muertos (Col 2, 12). El Apóstol, evocando el rito de inmersión en el agua, habla del Bautismo como un sepultura -señal cierta de haber muerto al pecado-, y de la resurrección a una vida nueva: la vida de la gracia. Mediante este sacramento somos asociados a la muerte y sepultura de Cristo para que también podamos resucitar con Él.
Dios escucha nuestra oración, no hace oídos sordos a nuestras peticiones. El mismo Jesús nos enseñó cómo dirigirnos a Dios. Cuando sus discípulos le dijeron enséñanos a orar, Él dijo: Cuando oréis, decid: Padre, santificado sea tu Nombre, venga tu Reino; nuestro pan cotidiano dánosle cada día; y perdónanos nuestros pecados, puesto que también nosotros perdonamos a todo el que nos debe, y no nos deje caer en la tentación (Lc 11, 2-4). El texto del Padrenuestro que presenta san Lucas es más breve del que se contiene en el Evangelio según san Mateo. En éste se especifican siete peticiones, y en el de san lucas sólo cuatro. Pero en los dos textos aparece la petición del perdón de nuestros pecados y la del que nos libre de caer en la tentación. Y Dios perdona y nos ayuda a vencer a Satanás que nos tienta.
Pedimos a Dios que perdone nuestros pecados. Todos estamos necesitados de reconciliación, pues todos hemos pecado. Continuamente experimentamos en nosotros, no sin dolor, que, en lugar de dejarnos llevar por el espíritu de Cristo y hacer la voluntad de Dios, seguimos el espíritu de este mundo y contradecimos lo que somos como cristianos. Necesitamos de la misericordia de Dios más grande que todas nuestras infidelidades. Pero Dios quiere que nosotros seamos también misericordiosos, que sepamos perdonar de todo corazón las ofensas que nos puedan hacer.
Y no nos deje caer en la tentación. No es pecado sentir la tentación, sino consentir en ella. También es pecado ponerse voluntariamente en ocasión próxima de pecar. Y ¿por qué permite Dios que seamos tentados por el demonio? Dios permite que seamos tentados para probar nuestra fidelidad, para ejercitarnos en las virtudes y acrecentar, con la ayuda de la gracia, nuestros merecimientos. En esta última petición del Padrenuestro rogamos al Señor que nos dé su gracia para no ser vencidos en la prueba, o que nos libre de ésta si no fuéramos a superarla.
Abrahán intercedió a Dios con confianza, pues sabía que Dios obra justamente. ¿Vas a destruir al justo con el malvado? Quizá haya cincuenta justos dentro de la ciudad; ¿la vas a destruir?, ¿no la perdonarás en atención a los cincuenta justos que haya dentro de ella? Lejos de ti hacer tal cosa; matar al justo con el malvado, y equiparar al justo y al malvado; lejos de ti. ¿Es que el juez de toda la tierra no va a hacer justicia? (Gn 18, 23-25). Nuestra oración ha de ser constante y confiada, porque el mismo Señor nos anima a no decaer en nuestra petición constante a Dios. Además, Él nos ha dicho: Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá; porque todo el pide, recibe; y el que busca, encuentra; y a quien llama, se le abrirá (Lc 11, 9-10).
No tengamos miedo a pasarnos pidiendo demasiado: seamos atrevidos, como los niños pequeños, que a Jesucristo y a su Madre bendita les gusta este atrevimiento, clara manifestación de amor y de confianza sin límites. Hagamos como Abrahán. Interceder, pedir en favor de otro, es, desde Abraham, lo propio de un corazón conforme a la misericordia de Dios. En el tiempo de la Iglesia, la intercesión cristiana participa de la de Cristo: es la expresión de la comunión de los santos. En la intercesión, el que ora busca no su propio interés sino el de los demás, hasta rogar por los que le hacen mal (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2635). Recuérdese a Esteban rogando por sus verdugos, como Jesús.
Persevera en la oración. -Persevera, aunque tu labor parezca estéril. -La oración es siempre fecunda (Camino, n. 101). La oración es siempre eficaz. Lo dice la Escritura: La oración ferviente del justo tiene gran eficacia. El profeta Elías, que era un hombre de la misma condición que nosotros, oró fervorosamente para que no lloviese, y no llovió sobre la tierra durante tres años y seis meses; y oró de nuevo, el cielo envió la lluvia y la tierra produjo sus frutos (St 5, 16-18).
El fundamento de esta eficacia de la oración es la bondad del Padre, pero también la mediación de Cristo ante Él y la acción del Espíritu Santo, que intercede por nosotros (Rm 8, 27) según los designios de Dios. En efecto, nosotros no sabemos cómo pedir (Rm 8, 26) y a veces no somos escuchados porque pedimos mal. Para apoyar la oración, que Cristo y el Espíritu hacen brotar en nuestro corazón, interviene María con su intercesión materna.
¿Cómo rezamos? ¿Acudimos al Señor con humildad, confianza y perseverancia, o nos cansamos fácilmente cuando no nos escucha enseguida? ¿Estamos plenamente convencidos de que la oración ha sido y será siempre el arma poderosa para el servicio de las almas?
La misericordia de Santa María adelanta el comienzo de los milagros de Jesús. Su ruego es siempre eficaz. En nuestras peticiones a Dios pongamos por intercesora a la Madre de Dios.