Día 14 de mayo



Fiesta san Matías





Fiesta
de san Matías, apóstol, que siguió al Señor Jesús desde el
bautismo de Juan hasta el día en que Cristo subió a los cielos y,
por esta razón, después de la Ascensión del Señor fue puesto por
los apóstoles en el lugar que había ocupado Judas, el traidor, para
que, formando parte del grupo de los Doce, fuese testigo de la
Resurrección.
(Martirologio
Romano)
.






*****





La
elección de san Matías




Las
tribus del Pueblo elegido eran doce. También doce fueron los
apóstoles que eligió Cristo. No es una mera coincidencia. El nuevo
Pueblo de Dios, la Iglesia, debía estar asentado sobre doce
columnas, como el antiguo lo había estado sobre las doce tribus de
Israel. Después de la traición de Judas Iscariote, había quedado
una vacante en el Colegio apostólico. Y para dar cumplimiento lo que
había predicho el profeta –que su cargo lo ocupe otro-, se
levantó san Pedro en medio de los discípulos y, ejerciendo su
potestad primada ante aquella primitiva comunidad cristiana, declaró
las condiciones que había de tener el que ocupara el puesto vacante
entre los Doce, según había aprendido del Maestro: el discípulo
ha de conocer a Jesús y ser testigo suyo
. Por eso habló de esta
manera: Es necesario que de los hombres que nos han acompañado
todo el tiempo en que el Señor Jesús vivió entre nosotros,
empezando desde el bautismo de Juan hasta el día en que fue elevado
de entre nosotros, uno de ellos sea constituido con nosotros testigo
de su resurrección
(Hch 1, 21-22).




San Pedro
pone de relieve la necesidad de que el elegido, el nuevo apóstol,
sea testigo ocular de la predicación y de los hechos de Jesús a lo
largo de su vida pública, y de modo especial de la Resurrección.
Treinta años después, en la segunda carta inspirada que
escribió dirigida a todos los cristianos, asegura: no os hemos
dado a conocer el poder de Jesús y su venida siguiendo fábulas
ingeniosas, sino como testigos oculares de su grandeza
(2 P 1,
16). Pero sigamos el relato escrito por san Lucas en el libro de los
Hechos de los Apóstoles: Presentaron a dos, a José
llamado Barsabas, por sobrenombre Justo, y a Matías. Y oraron así:
“Tú, Señor, que conoces el corazón de todos, muestra a cuál de
estos dos has elegido para ocupar el puesto en este ministerio y
apostolado, del que desertó Judas para ir a su destino”. Echaron
suertes y la suerte recayó sobre Matías, que fue agregado al número
de los once apóstoles
(Hch 1, 23-26).




Llama la
atención la forma de elegir: echando suertes. Los Once y los
demás discípulos no se atreven por sí mismos, por sus propias
consideraciones o simpatías, a tomar la responsabilidad de señalar
al sustituto de Judas Iscariote. Por tanto, ni san Pedro ni la
comunidad cristiana elige, sino que deja que sea Dios quien señale
el que debe ser añadido al grupo de los apóstoles. Y para conocer
la decisión divina se utiliza un medio ya usado en el Antiguo
Testamento. En el libro de los Proverbios se lee: Se echan
suertes, pero es Dios quien da la decisión
(Pr 16, 33). Se da
por hecho que Dios ya ha elegido y consiguientemente la manifestará.
Comenta un Padre de la Iglesia: Todos rezan, diciendo: Tú,
Señor, que conoces el corazón de todos, muéstranos
.
“Tú, no nosotros”. Llaman con razón al que penetra todos los
corazones, pues Él solo era quien había de hacer la elección. Le
exponen su petición con confianza dada la necesidad de la elección.
No dicen: “Elige”, sino:
Muéstranos a cuál has
elegido
, pues saben que todo ha sido prefijado por Dios.
Echaron suertes. No se creían dignos de hacer
por sí mismos la elección, y por eso prefieren atenerse a una señal
(San Juan Crisóstomo).




Hay que
pensar que desde toda la eternidad Dios había elegido a san Matías
para que fuera apóstol de Cristo. La vocación de Matías es una
llamada divina.




Después
de las palabras de Pedro, los discípulos presentaron a dos.
San Lucas cita a los dos, pero de uno de ellos indica el sobrenombre.
A primera vista, a los ojos humanos, parece ser que el mejor, el que
cuenta con más posibilidades, es José, llamado Barsabas, conocido
por el Justo. Por otros pasajes de la Sagrada Escritura
sabemos que justo era equivalente a santo. Lo que hace
pensar que José, llamado Barsabas, era considerado por los
primerísimos cristianos, los de época apostólica, como santo. El
otro que fue presentado era Matías, forma abreviada de Matatías,
que significa regalo de Dios. La suerte recayó sobre este
último. Y fue agregado al grupo de los apóstoles. Realmente para
san Matías su vocación hizo honor a su nombre, pues es un grandioso
regalo de Dios.




¿Qué
sabemos de san Matías? Sólo su existencia, pues en el Nuevo
Testamento sólo aparece en el momento en que es elegido para ser
apóstol. Un antiguo historiador antiguo recoge una tradición que
afirma que este discípulo pertenecía al grupo de los setenta y dos
que, enviados por Jesús, fueron a predicar por las ciudades de
Israel. Apenas elegido, Matías se hunde de nuevo en el silencio. Con
los demás Apóstoles experimentó el ardiente gozo de Pentecostés.
Caminó, predicó y curó a enfermos, pero su nombre no vuelve a
aparecer en la Sagrada Escritura. Como los otros Apóstoles, dejó
una estela de fe imborrable que dura hasta nuestros días. Fue una
luz encendida que Dios contempló con inmenso gozo desde el Cielo.




Matías,
según la tradición, murió mártir, como los demás Apóstoles. La
esencia de su vida estuvo en llevar a cabo el gozoso y a veces
doloroso encargo que un día puso el Espíritu Santo sobre sus
hombros. Fue fiel a la vocación recibida, cumplió su misión. Esta
misión fue idéntica a las funciones principales de los Apóstoles
que vienen recogidas en el libro de los Hechos de los Apóstoles
y que son: ser testigos de la resurrección de Jesús y llevar a cabo
este testimonio mediante el ministerio de la palabra, acompañado de
signos y prodigios que hacen visibles la salvación que anuncian.


Día 13 de mayo

Memoria libre de Nuestra Señora de Fátima

Nuestra Señora la Bienaventurada Virgen María de Fátima, en Portugal. En la localidad de Aljustrel, la contemplación de la que, en el orden de la gracia, es nuestra Madre clementísima, suscita en muchos fieles, no obstante las adversidades, la oración por los pecadores y la profunda conversión de los corazones. (Martirologio Romano).

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Efemérides

Tal día como hoy del año 1917, la Virgen María se aparición por primera vez a tras pastorcitos en Fátima. Los niños eran: Lucía, de 10 años; Francisco, de 8 años; y Jacinta, de 7 años. Los dos últimos eran hermanos, y ambos, primos de Lucía.

La primera aparición fue relatada por la mayor de los videntes así:

Estando jugando con Jacinta y Francisco en lo alto, junto a Cova de Iría, haciendo una pared de piedras alrededor de una mata de retamas, de repente vimos una luz como de un relámpago.

Está relampagueando -dije-. Puede venir una tormenta. Es mejor que nos vayamos a casa”.

¡Oh, sí, está bien!” -contestaron mis primos.

Comenzamos a bajar del cerro llevando las ovejas hacia el camino. Cuando llegamos a menos de la mitad de la pendiente, cerca de una encina, que aún existe, vimos otro relámpago, y habiendo dado unos pasos más vimos sobre una encina una Señora vestida de blanco, más brillante que el sol, esparciendo luz más clara e intensa que un vaso de cristal lleno de agua cristalina atravesado por los rayos ardientes del sol.

Nos paramos, sorprendidos por la aparición. Estábamos tan cerca que quedamos dentro de la luz que la rodeaba o que Ella irradiaba tal vez a metro y medio de distancia. Entonces la Señora nos dijo:

No tengáis miedo. No os hago daño”.

Yo la pregunté: “¿De dónde es usted?”

Soy del Cielo”.

¿Qué es lo que usted me quiere?”

He venido para pediros que vengáis aquí seis meses seguidos el día 13 a esta misma hora. Después diré quién soy y lo que quiero. Volveré aquí una séptima vez”.

Pregunté entonces: “¿Yo iré al Cielo?”

Sí, irás”.

¿Y Jacinta?”

Irá también”.

¿Y Francisco?”

También irá, pero tiene que rezar antes muchos rosarios”.

Entonces me acordé de preguntar por dos niñas que habían muerto hacía poco. Eran amigas mías y solían venir por casa para aprender a tejer con mi hermana mayor.

Está María de las Nieves en el cielo?”

Sí, está”.

Tenía cerca de dieciséis años.

¿Y Amalia?”

Pues estará en el purgatorio hasta el fin del mundo”.

Me parece que tenía entre dieciocho y veinte años.

¿Queréis ofreceros a Dios para soportar todos los sufrimientos que Él quisiera enviaros como reparación de los pecados con que Él es ofendido y de súplica por la conversión de los pecadores?”

Sí, queremos”.

Tendréis, pues, mucho que sufrir, pero la gracia de Dios os fortalecerá”.

Diciendo estas palabras, la gracia de Dios, etc., la Virgen abrió sus manos por primera vez, comunicándonos una luz muy intensa que parecía fluir de sus manos y penetraba en lo más íntimo de nuestro pecho y de nuestros corazones, haciéndonos ver a nosotros mismos en Dios, que era esa luz, más claramente de lo que nos vemos en el mejor de los espejos. Entonces, por un impulso interior que nos fue comunicado también, caímos de rodilla, repitiendo humildemente: “Santísima Trinidad, yo te adoro. Dios mío, Dios mío, yo te amo en el Santísimo Sacramento”.

Después de pasados unos momentos Nuestra Señora agregó: “Rezad el rosario todos los días para alcanzar la paz del mundo y el fin de la guerra”.

Acto seguido comenzó a elevarse subiendo en dirección al Levante hasta desaparecer en la inmensidad del espacio. La luz que la circundaba parecía abrirle el camino a través de los astros, motivo por el que algunas veces decíamos que vimos abrirse el cielo.

Día 12 de mayo

Memoria libre de san Nereo y de san Aquiles

San Nereo y san Aquiles, mártires, los cuales, según refiere el papa san Dámaso, eran dos jóvenes que se habían enrolado como soldados y que, coaccionados por el miedo, estaban dispuestos a obedecer las órdenes impías del magistrado. Sin embargo, después de convertirse al Dios verdadero, abandonaron el servicio y, arrojando sus escudos, armas y uniformes, aceptaron el sacrificio contentos de su triunfo como confesores de Cristo. Sus cuerpos fueron sepultados en este día en el cementerio de Domitila, situado en la vía Ardeatina de Roma. (s. III ex.) (Martirologio Romano).

Memoria libre de san Pancracio

San Pancracio, mártir, que, según la tradición, murió en Roma en plena adolescencia por su fe en Cristo, y fue sepultado en la segunda milla de la vía Aurelia. El papa san Símaco levantó una célebre basílica sobre su sepulcro y el papa san Gregorio Magno convocó a menudo al pueblo en torno al mismo sepulcro, para que allí recibiera el testimonio del verdadero amor cristiano. En ese día se conmemora la sepultura de este mártir romano. (s. IV inc.) (Martirologio Romano).

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Historia bíblica

Elías y los profetas de Baal

En una ocasión el rey Ajab al ver a Elías le increpó: ¿Tú aquí, mal agüero de Israel? (1 R 18, 17), dándole a entender que el profeta era la causa de la ruina de Israel. Y Elías contestó al rey: No traigo yo el mal agüero a Israel, sino tú y la casa de tu padre con vuestro abandono de los preceptos del Señor, pues te has ido tras los baales (1 R 18, 18). Y dijo Elías a Ajab que convocase a todo el pueblo en el monte Carmelo, y que acudiesen también los cuatrocientos cincuenta profetas de Baal. El rey hizo lo que había pedido Elías, y al monte Carmelo acudieron los israelitas y los profetas de Baal. Entonces Elías dijo: ¿Hasta cuándo estaréis claudicando en vuestra religión? Si el Señor es el verdadero Dios, adoradle; si es Baal, seguidle (1 R 18, 21). Como el pueblo permaneció sin decir nada, Elías continuó hablando: Solamente he quedado yo como profeta del Señor, mientras que los profetas de Baal son cuatrocientos cincuenta hombres. Traednos dos novillos: que ellos elijan uno, lo descuarticen y lo coloquen sobre la leña sin prenderle fuego; yo prepararé el otro, lo pondré sobre la leña y tampoco le prenderé fuego. Vosotros invocaréis el nombre de vuestro dios y yo invocaré el nombre del Señor. El dios que responda con el fuego, ése es el verdadero Dios (1 R 18, 22-24). Al pueblo allí congregado le pareció bien la propuesta de Elías.

En primer lugar fueron los profetas de Baal quienes prepararon un novillo y lo pusieron sobre un altar de piedra con la leña. Enseguida comenzaron a invocar el nombre de Baal, diciendo: ¡Baal, respóndenos! (1 R 18, 26). Y estuvieron rogando a su ídolo desde la mañana hasta el mediodía, pero no hubo ni una voz ni quien respondiera mientras los profetas de Baal danzaban en torno al altar que habían levantado. Al mediodía Elías se reía de ellos y les decía: “Gritad con voz más fuerte, porque él es dios, pero quizá esté meditando, o tenga alguna necesidad, o esté de viaje, o a lo mejor está dormido y tiene que despertarse” (1 R 18, 27). Y ellos daban más voces y, según sus ritos, se hacían incisiones con espadas y lanzas hasta que la sangre corría por su cuerpo. Pero no hubo respuesta alguna de su dios, sin que éste les hiciera caso.

Cuando le tocó el turno a Elías, éste levantó un altar con doce piedras, conforme al número de las tribus de los hijos de Jacob. Luego amontonó la leña, despedazó el novillo y lo puso sobre la leña. Además roció con agua abundante el novillo y la leña. Y elevando las manos al cielo, dijo: Señor, Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, muestra hoy que Tú eres el Dios de Israel y que yo soy tu siervo, y he hecho todo esto por orden tuya. Respóndeme, Señor, respóndeme para que este pueblo reconozca que Tú eres el Señor, su Dios, y que Tú has hecho volver de nuevo su corazón (1 R 18, 36-37). Al momento bajó sobre el altar fuego del cielo, que consumió no solamente la leña, sino también el novillo y hasta las piedras.

En vista de este prodigio, el pueblo cayó rostro en tierra y exclamó: “¡El Señor es el verdadero Dios! ¡El Señor es el verdadero Dios!” Elías les ordenó: “¡Agarrad a los profetas de Baal sin que escape ninguno de ellos!” Lo agarraron y Elías los mandó bajar al torrente Quisón donde les dio muerte (1 R 18, 39-40). Después el profeta Elías se puso en oración, prometió que cesaría el hambre, y, aunque el cielo estaba despejado de nubes, aseguró al rey Ajab que no llegaría la noche sin que sobreviniera una fuerte lluvia sobre la tierra. Y así fue. Después de tres años y medio de sequía vino la lluvia benéfica para el cese del hambre.

Día 11 de mayo


De
las “Memorias” apócrifas de Poncio Pilato





El
14 del mes de Nisán, víspera de la gran fiesta de la Pascua de los
judíos, del año 787 de la fundación de Roma, fueron crucificados
el monte Gólgota Jesús de Galilea, Gestas y Dimas, en cumplimiento
de la sentencia dictada por mí. De los tres, el más conocido era el
de Nazaret.





Según
los informes requeridos sobre la personalidad de Jesús de Galilea
para el proceso, ya en el nacimiento de éste se produjeron una serie
de rumores. Los padres de Jesús -José, modesto carpintero, y su
esposa María-, vivían en Nazaret cuando en tiempos de César
Augusto, siendo Cirino gobernador de Siria, tuvo lugar el censo
ordenado por el emperador. Ante esta obligación civil, emprendieron
viaje a Belén a pesar de estar la mujer encinta, por ser ambos de la
tribu de David, para cumplir el empadronamiento en el pueblo de sus
mayores.





La
gran afluencia de judíos a esta comarca, para satisfacer la misma
exigencia, obligó a los esposos a pernoctar en un establo, donde
nació Jesús. Curiosamente, la noticia del nacimiento del pequeño
se difundió por los alrededores, donde unos pastores rindieron
pleitesía al infante y le reconocieron como rey de los judíos.
También se habló por aquel entonces de una expedición de magos de
Oriente que realizaron una larga travesía siguiendo una estrella que
les condujo hasta el recién nacido. Una vez delante del niño le
ofrendaron oro, incienso y mirra.



Las
autoridades romanas establecidas en Judea restaron importancia a
aquellos rumores, pero no así el rey Herodes el Grande. Éste, que
se entrevistó con los sabios orientales, declinó hacer cualquier
tipo de declaraciones, pero llevado por su conocida manía
persecutoria y crueldad mandó matar a todos los niños menores de
dos años de Belén con el fin de eliminar al que los pastores y
magos habían reconocido como rey.




Después
no se tuvo más noticias del ahora ajusticiado hasta el año
decimoquinto del imperio de Tiberio César, siendo yo ya procurador
de Judea. Fue entonces cuando el Nazareno se proclamó profeta y
predicó una nueva religión que abolía el culto a las estatuas, que
enseñaba la muchedumbre y que ofrecía a todos los que la cumplieran
fielmente un premio más allá de la vida mortal. La mayor parte de
su actividad la realizó en Galilea, territorio de la jurisdicción
del tetrarca Herodes Antipas, aunque también anduvo por Samaria y
Judea. En ningún momento se rebeló contra Roma, y según testigos
presenciales, en una ocasión, estando al otro lado del mar de
Galilea, ahora llamado de Tiberíades en honor del César, y después
de haber obrado un prodigio, una multitud quiso proclamarlo rey, pero
Jesús desapareció al tener conocimiento de tal pretensión.




El
9 de Nisán, primer día de la semana, el Profeta de Galilea hizo su
entrada en Jerusalén donde fue saludado por la multitud como un
auténtico rey. Cuatro días después los judíos me lo trajeron
atado al pretorio. En esa misma mañana, los príncipes de los
sacerdotes y los ancianos del pueblo tuvieron consejo contra Jesús y
decidieron quitarle la vida. Mas como a ellos no se les permitía,
pues Roma había reservado a sus gobernadores en los países ocupados
el derecho de imponer la pena capital, recurrieron a mí como
representante del Imperio.




No encontré ningún delito en el
Nazareno; le hice azotar y coronar de espinas y no se rebeló en
ningún momento; escarnecido le presenté nuevamente a los miembros
del Sanedrín, fariseos, escribas y al pueblo congregado a la entrada
del pretorio, pero éstos no se conmovieron y exigieron su muerte.
Mientras estaba sentado en el tribunal me inquietó un mensaje que me
envió mi mujer, en el que me decía: “No te metas con ese justo,
pues he padecido mucho hoy en sueños por causa de él”. Quedé
perplejo. Me acordé de la costumbre que había de conceder la
libertad a un preso con motivo de la fiesta. Por aquel entonces
estaba preso un tal Barrabás, convicto de robos y homicidio.
Pregunté: “¿A quién queréis que os suelte: a Barrabás o a
Jesús, el llamado Mesías?”, pues sabía que por envidia me lo
habían entregado. La multitud prefirió liberar a Barrabás que a
Jesús. Después supe que los príncipes de los sacerdotes y los
ancianos persuadieron a la muchedumbre que pidieran a Barrabás e
hicieran perecer a Jesús. Para evitar amotinamientos que amenazaban
la paz civil, dejé su suerte en las manos de los acusadores. Y para
que quedara patente de que yo no era responsable de aquella muerte,
me lavé las manos delante del pueblo, diciendo: “¡Inocente soy de
la sangre de este justo!”




Creí
zanjado el asunto después de haber ordenado crucificar a Jesús,
como era el deseo de los judíos, juntamente con otros dos
condenados, en el monte Gólgota, cuando fui molestado de nuevo por
las autoridades religiosas del pueblo para pedirme que modificara el
título de la condena. Yo había hecho escribir: “Jesús Nazareno,
Rey de los judíos”, y ellos me dijeron: “No escribas ‘Rey de
los judíos’, sino que él ha dicho: ‘Soy rey de los judíos’”.
Les respondí malhumorado: “Lo escrito, escrito está”, y los
despedí.




Llegada
la tarde se me presentó un hombre de Arimatea, llamado José, que
era ilustre consejero del Sanedrín y -según comprobé después-
discípulo del Nazareno. Él no había dado su asentimiento a la
resolución que habían tomado los demás miembros del consejo en la
madrugada del 14. Me pidió el cuerpo de Jesús para sepultarlo. Me
maravillé que ya hubiera muerto, y para cerciorarme llamé al
centurión Longinos. Al confirmarme éste la muerte del Galileo,
accedí a la petición que me había hecho el de Arimatea.




Al
día siguiente, tuve una reunión con los príncipes de los
sacerdotes y fariseos, a petición de ellos. En ella me dijeron:
“Señor, recordamos que ese impostor -se referían a Jesús de
Nazaret- vivo aún, dijo: ‘Después de tres días resucitaré’.
Manda, pues, guardar el sepulcro hasta el día tercero, no sea que
vengan sus discípulos, le roben y digan al pueblo: ‘Ha resucitado
de entre los muertos’ Y será la última impostura peor que la
primera”.




Por
mi parte, facilité su deseo, y les dije: “Ahí tenéis la guardia,
id y guardadlo como vosotros sabéis”. Ellos fueron y pusieron
guardia al sepulcro después de haber sellado la piedra.




El
16 de Nisán, el día después de la fiesta solemne de los judíos,
corrió el rumor por Jerusalén de la desaparición del cadáver del
ajusticiado. Unos, sus seguidores, decían que había resucitado;
otros, que los discípulos del Nazareno lo habían robado. Ordené
comparecer ante mí a los soldados que custodiaban el sepulcro. Ellos
dijeron que no sabían lo que había ocurrido, pero -según averigüé-
divulgaron entre los judíos que mientras ellos dormían, fueron los
discípulos de noche a llevarse el cuerpo de su Maestro. Sus mismas
palabras les condenaban a la pena capital. ¡Centinelas dormidos…!




Ante
la evidencia del sepulcro vacío y la desaparición del cadáver de
Jesús, tomé nuevas medidas en ciudades e interrogué a numerosos
seguidores del profeta ajusticiado. Espero que este asunto del
Nazareno se olvide pronto, y que yo pase a la historia no
precisamente por el proceso y la condena del profeta ajusticiado,
sino por mis logros políticos.


Dos mandamientos inseparables

Los fariseos, al oír que había hecho callar a los saduceos, se pusieron de acuerdo, y uno de ellos, doctor de la ley, le preguntó para tentarle: “Maestro: ¿cuál es el mandamiento principal de la Ley?” Él respondió: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente. Éste es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos pende toda la Ley y los Profetas (Mt 22, 34-40).

San Mateo bien claro dice: le preguntó para tentarle. Su intención no era recta. Hay malicia, nada de inocencia. Pregunta a Jesús para hacerlo caer en una trampa. El Señor sabe que el doctor de la ley no actúa de buena fe, pero no quiere desaprovechar la ocasión que se le brinda para dar buena doctrina. Ante la pregunta, Cristo pone de relieve que toda la Ley se condensa en dos mandamientos: el primero y más importante consiste en el amor incondicional a Dios; el segundo es consecuencia y efecto del primero: porque cuando es amado el hombre, dice santo Tomás de Aquino, es amado Dios ya que el hombre es imagen de Dios.

Quien ama de veras a Dios ama también a sus iguales, porque verá en ellos a sus hermanos, hijos del mismo Padre, redimidos por la misma sangre de Nuestro Señor Jesucristo: Tenemos este mandato de Dios: que el que ame a Dios ame también a su hermano (1 Jn 4, 21). Hay en cambio un peligro: si amamos al hombre por el hombre, sin referencia a Dios, este amor se convierte en obstáculo que impide el cumplimiento del primer precepto; y entonces deja también de ser verdadero amor al prójimo. Pero el amor al prójimo por Dios es prueba patente de que amamos a Dios: si alguien dice: amo a Dios, pero desprecia a su hermano, es un mentiroso (1Jn 4, 20).

Con su respuesta, el Señor nos dice que toda la Ley divina se resume en el amor a Dios y al prójimo. La novedad de Jesús consiste precisamente en poner juntos estos dos mandamientos -el amor a Dios y el amor al prójimo- revelando que son inseparables y complementarios, son las dos caras de una misma medalla. No se puede amar a Dios sin amar al prójimo y no se puede amar al prójimo sin amar a Dios.

Dios es amor (1 Jn 4, 8), y el hombre -creado a imagen y semejanza de Dios- es capaz de amar. Por tanto, en el hombre debe prevalecer siempre el amor. En primer lugar, el amor a Dios. Y este amor de Dios no va en detrimento del amor a nuestro prójimo, sino todo lo contrario. Debemos amar “a Dios y al hombre”. Pero nunca al hombre más que a Dios, contra Dios o tanto como a Dios. En estos términos, el amor de Dios es superior, pero no exclusivo (Juan Pablo I).

San Juan, inspirado, escribe: Carísimos, amémonos unos a otros porque la caridad procede de Dios, y todo el que ama es nacido de Dios y a Dios conoce (1 Jn 4, 7). El amor a nuestro prójimo es la respuesta obligada al amor de Dios, es manifestación del amor a Dios. Amándonos unos a otros, estamos en comunión con Dios. El anhelo más profundo del corazón humano, que consiste en ver y poseer a Dios, no se puede saciar en esta vida, porque a Dios nadie lo ha visto (1 Jn 4, 12); al prójimo, en cambio, lo vemos. De ahí que en esta vida, para estar en comunión con Dios, el camino sea la caridad fraterna.

El papa Francisco comenta este pasaje evangélico diciendo: A la luz de esta palabra de Jesús, el amor es la medida de la fe, y la fe es el alma del amor. Ya no podemos separar la vida de piedad del servicio a los hermanos, a aquellos hermanos concretos que encontramos. No podemos ya dividir la oración, el encuentro con Dios en los Sacramentos, de la escucha del otro, de la proximidad a su vida, especialmente a sus heridas. Recordad esto: el amor es la medida de la fe. ¿Cuánto amas tú? Y cada uno se da la respuesta. ¿Cómo es tu fe? Mi fe es como yo amo. Y la fe es el alma del amor (Homilía 26.X.2014).

Jesucristo dijo: No penséis que he venido a abolir la la Ley o los Profetas; no he venido a abolir sino a darles su plenitud (Mt 5, 17). Con estas palabras el Señor enseña el valor perenne del Antiguo Testamento, en cuanto que es palabra de Dios; goza, por tanto, de autoridad divina y no puede despreciarse lo más mínimo. En la Antigua Ley había preceptos morales, judiciales y litúrgicos. Los preceptos judiciales y ceremoniales fueron dados por Dios para una etapa concreta en la historia de la salvación, a saber, hasta la venida de Cristo; su observación material no obliga de suyo a los cristianos. Los preceptos morales del Antiguo Testamento, en cambio, conservan en el Nuevo su valor, porque son principalmente promulgaciones concretas, divino-positivas, de la ley natural. Nuestro Señor les da, con todo, su significación y sus exigencias más profundas.

La ley promulgada por medio de Moisés y explicada por los profetas constituía un don de Dios para el pueblo como anticipo de la ley definitiva que daría Cristo o Mesías. Jesús lleva a su plenitud la Ley de Moisés. En el libro del Éxodo se recogen un conjunto de leyes sociales, algunas en forma de prohibiciones y con amenazas de castigo. Así dice el Señor: “No oprimirás ni vejarás al forastero porque forasteros fuisteis vosotros en Egipto. No explotarás a viudas ni a huérfanos, porque si lo explotas y ellos gritan a mí yo los escucharé. Se encenderá mi ira y os haré morir a espada, dejando a vuestras mujeres viudas y a vuestros hijos huérfanos. Si prestas dinero a uno de mi pueblo, a un pobre que habita contigo, no serás con él un usurero cargándole intereses. Si toma en prenda el manto de tu prójimo, se lo devolverá antes de ponerse el sol, porque no tiene otro vestido para cubrir su cuerpo, y ¿dónde, si no, se va a acostar? Si grita a mí yo lo escucharé, porque soy compasivo (Ex 22, 20-26).

La ley evangélica va a más. No sólo se dice lo que no se debe hacer con el prójimo (viuda, huérfano, pobre, forastero…) sino que claramente se dice: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Con estas palabras no establece aquí el Señor que la medida del amor al prójimo deba ser la del amor a uno mismo. Amar al prójimo como a uno mismo significa que así como toda persona se ama a sí misma, debe amar también a su prójimo. El amor a los otros como el amor a uno mismo se fundamentan en el amor de Dios. La medida del amor al prójimo está en el Evangelio según san Juan: Éste es mi mandamiento: que os améis unos a otros, como yo os he amado (Jn 15, 12).

¿Cómo hay que amar a Dios? Sobre todas las cosas, con todo el corazón, con toda el alma, con todo el ser. Dios es la realidad fundante, no un Dios sólo pensado o hipotético, sino el Dios de rostro humano: es el Dios-con-nosotros, el Dios del amor hasta la cruz. Cuando el discípulo llega a la comprensión de este amor de Cristo “hasta el extremo”, no puede dejar de responder a este amor si no es con un amor semejante: “Te seguiré adondequiera que vayas” (Lc 9, 57) (Benedicto XVI).

El amor de Dios que el Espíritu Santo ha sembrado en nuestros corazones es un amor completamente gratuito, como el de Dios. Ama sin interés, sin esperar nada a cambio. Toda la santidad y la perfección del alma consisten en el amor a Dios, nuestro sumo bien. ¿Por ventura Dios no merece todo nuestro amor? Él nos ha amado desde toda la eternidad. Considera, oh hombre -así nos habla-, que yo he sido el primero en amarte. Aún no habías nacido, ni siquiera existía el mundo, y yo ya te amaba. Desde que existo, yo te amo.

¿Cómo sabemos si amamos a Dios? La respuesta nos la da el mismo Cristo. Si me amáis, guardaréis mis mandamientos (Jn 14, 15). No todo el que dice: ¡Señor, Señor!, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos (Mt 7, 21). Desde sus primeras enseñanzas, Jesús deja claro que para entrar en el Cielo una sola cosa es necesaria: el amor a Dios, y al prójimo por Dios.

¿Cómo hay que amar al prójimo? El amor que Dios nos ha demostrado con la Encarnación y muerte redentora de su Hijo, nos hace deudores de un amor semejante al suyo; en consecuencia, debemos amar al prójimo con la gratuidad y el desinterés con que Él nos amó primero.

La caridad bien entendida empieza por uno mismo. Este refrán nos indica que, por bueno que sea preocuparnos de las necesidades de los demás, debemos intentar resolver primero las nuestras pues, de no hacerlo así, podemos limitar el alcance de nuestros actos caritativos a los demás o incluso imposibilitarlos. Una persona que por sacar de una secta a varias personas intentara conseguir su amistad, para convencerlas después de su error, asistiendo con ellas a las actividades de la secta, poniendo en peligro su fe, no está viviendo bien la caridad.

Hay que amar al prójimo por amor a Dios. De ahí que, en unos casos, el amor a Dios exigirá poner por delante de la nuestra una necesidad del prójimo y, en otros casos, no: dependen del diverso valor que tengan, a luz del amor de Dios, los bienes espirituales y materiales que estén juego. Es evidente que los bienes del espíritu tienen una precedencia absoluta sobre los bienes materiales, incluso el de la propia vida. de ahí que siempre hay que salvar ante todo los bienes espirituales, sean propios o del prójimo.

Cuando se trata del supremo bien espiritual, que es la salvación del alma, de ningún modo se puede correr el peligro cierto de perder la propia alma. Esto lo refleja bien la parábola de la vírgenes necias y prudentes, al negarse éstas al darles el aceite, no sea que no alcance para vosotras y nosotras (Mt 25, 9). No obstante, está claro que hemos de hacer todo lo posible para sacar al prójimo del peligro de condenación, conscientes de que quien contribuye a que el pecador se convierta de su extravío, se salvará él mismo de la muerte eterna y cubrirá la muchedumbre de sus pecados (St 5, 20). Una frase de san Josemaría Escrivá expresa hasta dónde llegar: Por salvar un alma, hemos de ir hasta las mismas puertas del infierno. Más allá no, porque más allá no se puede amar a Dios.

El apóstol san Pablo supo juntar maravillosamente el amor a Dios y el amor al prójimo. Siempre buscó la gloria de Dios y el bien de las almas. Él escribió a los tesalonicenses: Sabéis cuál fue nuestra actuación entre vosotros para vuestro bien (1 Ts 1, 5). Agradece con alegría la acción divina en los fieles de Tesalónica. Y vosotros seguisteis nuestro ejemplo y el del Señor, acogiendo la palabra entre tanta lucha con alegría del Espíritu Santo (1 Ts 1, 6). Ciertamente Jesús es el modelo por excelencia a imitar, pero el ejemplo de san Pablo conducía hacia Cristo. Además, se goza el Apóstol de los gentiles de ver que la labor evangelizadora había alcanzado el fruto de la conversión a Dios, meta a la que tendía toda su predicación. Cómo, abandonando los ídolos, os volvisteis a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero, aguardando la vuelta de su Hijo Jesús desde el cielo, a quien ha resucitado de entre los muertos y que nos libra del castigo futuro (1 Ts 1, 9-10).

En el Corazón Inmaculado de María se dan esos dos amores: el amor a Dios, pues es Madre de Dios, y el amor a nosotros, que somos hijos suyos. Que Ella nos ayude a vivir los dos mandamientos en los que se resumen los diez mandamientos de la ley de Dios.

Día 10 de mayo

Memoria obligatoria de san Juan de Ávila

Memoria de san Juan de Ávila, presbítero y doctor de la Iglesia, que, nació en Almodóvar del Campo, lugar de La Mancha, en España, recorrió toda la región de la Bética predicando a Cristo, y después, habiendo sido acusado de herejía, fue recluido en la cárcel, donde escribió la parte más importante de su doctrina espiritual. (1569) (Martirologio Romano).

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Semblanza

El Apóstol de Andalucía

Hombre de su tiempo

Cuando el siglo XX estaba en su ocaso -y con el siglo, todo un milenio-, en el año umbral de los 2000 -1999-, se cumplía el V Centenario del nacimiento de san Juan de Ávila, Apóstol de Andalucía –la tierra de María Santísima– y Patrono del Clero secular de España.

Su vida fue bien asendereada. Como buen discípulo de Jesucristo, recorrió los caminos de la tierra sembrando el bien, y en las encrucijadas del Sur de España predicó la palabra divina y anunció el Reino de Dios y la Buena Nueva de la salvación. Con su recia voz hablaba a todos de la paz y la lucha de Cristo.

Fue un hombre en contacto con la cultura de su tiempo: conoció a Erasmo y estuvo al tanto del inicio del protestantismo y del movimiento de los alumbrados. Bien formado en la moderna Universidad de Alcalá, supo discernir para quedarse con lo bueno. Sensible a los problemas de su tiempo, se preocupó de promocionar culturalmente a los más desfavorecidos y de procurar pastores santos y doctos para el bien del pueblo, que ejercieran la solicitud pastoral con todos y en todo lugar.

A Juan de Ávila le tocó en suerte ser ministro de Cristo en una de las épocas más agitadas y fructíferas de la historia de la Iglesia. Durante su vida hay palabras que resumen toda una problemática eclesial: Trento, reforma. El Maestro Ávila fue un sacerdote de su época, comprometido en una tarea conciliar y posconciliar. Sus documentos de reforma atestiguan una experiencia sacerdotal y una valentía fuera de lo común.

San Juan de Ávila es una de las más grandes personalidades de nuestros sacerdotes seculares del Siglo de Oro. Maestro por excelencia de almas, desarrolló una extensa y honda labor de predicación y de dirección espiritual. Prueba de ello son sus escritos, dirigidos exclusivamente a esos fines.

Estudiante en Salamanca y en Alcalá

Nació Juan de Ávila en Almodóvar del Campo (Ciudad Real) en el día de la Epifanía del Señor -6 de enero- del año 1499. Hijo único de Alonso de Ávila, de origen judío, y de Catalina Xixón. Los padres supieron dar al niño una formación cristiana de sacrificio y amor al prójimo.

En 1513, cuando tenía catorce años, como era frecuente entonces, se trasladó a Salamanca para estudiar Leyes. En la ciudad del Tormes permaneció hasta 1517. Los cuatro años de estudios jurídicos dejaron huellas en su formación eclesiástica, como puede constatarse en sus escritos de reforma.

De 1517 a 1520 vivió en Almodóvar, entregado a una vida de oración y penitencia. ¿Qué había sucedido? Fray Luis de Granada, su biógrafo, dice escuetamente que le hizo Nuestro Señor merced de llamarle con un muy particular llamamiento, y dejando el estudio de las leyes, volvió a casa de sus padres.

Estuvo algún tiempo en una orden religiosa, pero sin llegar a profesar. Aconsejado por un franciscano, marchó al Colegio de San Ildefonso de Alcalá, donde estuvo desde 1520 a 1526. Durante los tres primeros años estudió Artes con el Maestro Domingo Soto, alcanzando el título de bachiller, y en los tres siguientes, Teología. En la ciudad del Henares fue compañero y amigo de Pedro Guerrero, futuro arzobispo y paladín de la Contrarreforma en Trento. En 1526 fue ordenado sacerdote, y quiso venerar la memoria de sus padres, que habían fallecido ya, celebrando la primera Misa en Almodóvar del Campo.

Sus bienes, a los pobres

Ya sacerdote, Juan de Ávila repartió entre los pobres todos sus bienes patrimoniales y se entregó, desde entonces, a la evangelización en un servicio desinteresado. Se ofreció a acompañar como misionero a fray Julián Garcés, nombrado obispo de Tlascala en Nueva España, y con este fin, marchó a Sevilla, para desde allí embarcar a las Indias. En la capital hispalense coincidió con un compañero de estudios en Alcalá, el buen sacerdote Fernando de Contreras, y éste consiguió que D. Alonso Manrique, inquisidor general y arzobispo de Sevilla, mandara a Juan de Ávila por precepto de santa obediencia que se quedase en las Indias del mediodía español. De esta forma no pudo realizar su sueño de predicar el Evangelio en tierras americanas.

Los primeros meses en Sevilla trazarían la línea de actuación de Juan de Ávila. Fernando de Contreras y él vivían pobremente, entregados a una vida de oración, de asistencia a los pobres, de enseñanza catequística, de sacrificio. Trabajaba sin descanso en Sevilla, Écija, Alcalá de Guadaira, Jerez de la Frontera, Utrera, Palma, Lebrija…, cumpliendo la misión que le había dado el arzobispo, de predicar en diversos lugares de la archidiócesis. El mismo D. Alonso Manrique quiso conocer la valía de aquel clérigo novel y, para esto, mandóle predicar en su presencia y ante una concurrencia numerosa. Juan de Ávila contaría después la vergüenza que tuvo que pasar; orando la noche anterior ante el crucifijo, pidió al Señor que, por la vergüenza que él pasó desnudo en la cruz, le ayudara a pasar aquel rato amargo. Y cuando al terminar el sermón, le colmaron de alabanzas, respondió: Eso mismo me decía el demonio al subir al púlpito.

Primeros discípulos

Un dominico, el P. Domingo de Baltanás, le encaminó a Écija. En esta ciudad ejerció su ministerio como en Sevilla: predicación en las iglesias y calles, visitas a hospitales, cárceles y escuelas. En la antigua Astigi es donde conoció a uno de sus primeros discípulos, Pedro Fernández de Córdoba, y a la hermana de éste, de catorce años, doña Sancha Carrillo (ambos hijos de los señores de Guadalcázar). La joven comenzó una vida de piedad bajo la dirección del Maestro Ávila. La que habría sido dama de la emperatriz Isabel, pasó a ser (después de confesarse con Juan) una de las almas más delicadas de época y destinataria del tratado Audi, Filia. En 1537 murió a la edad de veinticinco años asistida espiritualmente por el santo.

Es en Écija donde tuvo lugar un desagradable incidente. Un comisario de bulas prohibió a Juan de Ávila predicar la bula ya que la costumbre reservaba tal predicación al comisario. Los fieles dejaron solo al comisario de bulas en la iglesia principal y se fueron a escuchar a Juan de Ávila en otra iglesia. Después del suceso, el comisario de bulas, en plena calle, abofeteó a Juan. Éste, con mucha humildad, se arrodilló ante su agresor, y le dijo: Emparéjeme esta otra mejilla, que más merezco por mis pecados.

Ante la Inquisición

Aquel incidente fue preámbulo de lo que tendría que sufrir después. No se libró el bachiller Juan de Ávila de las angustias morales que atormentaron a no pocos hombres de su tiempo: los rigores de la Inquisición.

En otoño de 1531 es denunciado a la Inquisición por difundir proposiciones sospechosas de erasmismo, iluminismo y herejía. Pero el verdadero motivo es que Juan de Ávila había hablado muy claro y había zarandeado las conciencias, con perjuicio para algunas vidas licenciosas, pues se les escapaba de la mano la ocasión de servirse de la Iglesia para su egoísmo. El ejemplo y la predicación del Apóstol de Andalucía, con los resultados no muy agradables para ciertas personas, aun eclesiásticos, acarrearon la persecución. En verano de 1532 fue recluido en las cárceles de la Inquisición. Las acusaciones eran graves. El procesado no quiso defenderse eficazmente, como le aconsejaron, tachando a los testigos, es decir, descubriendo sus vidas e intenciones. En diciembre del mismo años respondió Juan de Ávila a los cargos que le hacen los inquisidores en un interrogatorio de 22 puntos, sacados del proceso informativo. Cuando le dijeron que estaba en manos de Dios (indicando la imposibilidad de salvación), Juan de Ávila respondió: No puedo estar en mejores manos. A todos los cargos respondió Ávila con respuestas sinceras, humildes, claras, sin ceder a miedos serviles. El 5 de julio de 1533 es absuelto y sale de la cárcel.

En 1535, llamado por el obispo Fr. Álvarez de Toledo, marchó a Córdoba donde le vemos comenzar otra etapa de su vida y cuya diócesis será, en adelante, el epicentro de su vida inquieta. La predicación de Juan de Ávila se iría extendiendo a otras ciudades como Baeza, Zafra, Priego, Montilla…, juntamente con la labor de confesonario, dirección de almas, arreglo de enemistades.

Conversiones famosas

A fines de 1536 fue a Granada, siempre por el ministerio de la predicación, y allí quedó encantado con su celo apostólico el arzobispo Gaspar de Ávalos, que al conocerlo, lo hospedó en su misma casa, y de su consejo se ayudaba en todas las cosas de importancia. En la Universidad de esta ciudad es donde debió hacerse maestro en Teología.El 20 de enero de 1537, fiesta de san Sebastián, tuvo lugar una de las conversiones más ruidosas de la predicación de Juan de Ávila. Había junto a la Puerta Elvira un mercader portugués con una tienda de libros, que antes había sido pastor en Oropesa y soldado en Fuenterrabía, Hungría y Ceuta. Aquel día fue a homenajear a San Sebastián a su ermita de las afueras de la ciudad y allí oyó el sermón de Ávila. La palabra encendida del predicador lo transformó de mercader en santo y, en adelante, se llamó Juan de Dios.

El marqués de Lombay, duque de Gandía, Francisco de Borja, fue otra alma predilecta influida por la predicación de Juan de Ávila; las honras fúnebres predicadas por éste en las exequias de la emperatriz Isabel (año 1539), juntamente con la visión de los despojos de aquella bella mujer, fueron la ocasión providencial que cambió de rumbo la vida del futuro General de los jesuitas.

Movimiento de renovación

Juan de Ávila es un viajero incansable. Muchas ciudades y pueblos serán escenario de su apostolado multiforme. Porque el Maestro Ávila predica, confiesa, dirige, escribe, reúne discípulos, funda colegios, aconseja a obispos que le escriben y consultan -entre otros, Gaspar de Ávalos, Cristóbal de Rojas, Juan de Ribera, Pedro Guerrero-, crea un movimiento de renovación pastoral que pronto le hará célebre en toda España. Su predicación impresiona y las conversiones que provoca son a veces llamativas. A su alrededor hay un grupo de discípulos y dirigidos de todas las clases y condiciones. Entre los que le consultan ocasionalmente figura Teresa de Jesús. Según afirma el licenciado Muñoz, autor de Vida y virtudes del venerable varón Padre Maestro Juan de Ávila, el Apóstol de Andalucía fue la persona más consultada que hubo en España y el oráculo de su tiempo, pues cuantas personas de grande espíritu hubo en aquel tiempo en estos reinos se pueden poner en el número de sus discípulos, que ya por su ejemplo, ya sus cartas, ya sus sermones, los instruían en el camino del cielo.

En la ciudad del Darro fue donde propiamente comenzó el grupo de discípulos más distinguidos, entre los que sobresalen Bernardino de Carleval y Diego Pérez de Valdivia. Además, algunos clérigos forman un grupo de hijos espirituales que le obedecen, trabajan a sus órdenes, y constituyen casi una congregación. Unos pocos tienen una vida en común con él. Son misioneros, catequistas, maestros en colegios, y desde sus oficios y beneficios viven una vida apostólica y ejemplar, aquella que el Concilio de Trento legislaba por esos mismos días.

Su trabajo le lleva a todas las partes. Durante años va de un sitio para otro. En 1537 y 1541 viaja a Córdoba, en 1539 a Baeza, en 1541 a Jerez, en 1545 a Sevilla, Baeza y Montilla. En esta última localidad predica frecuentemente. En 1546 va a Zafra donde vive modestamente en una casa a pesar de la invitación de los condes de Feria que le querían hospedar en su propio palacio. Allí volvió a encontrarse con Juan de Dios y con Pedro de Alcántara. Un año después está en Fregenal de la Sierra. En esta ciudad extremeña, unos bandoleros quisieron atacar a Juan de Ávila y a sus acompañantes, pero la bondad del predicador les llevó a un cambio de vida. En 1552 se desplaza a Priego…Y las célebres misiones de Andalucía (con Extremadura, parte de la Mancha y Sierra Morena) las organiza desde Córdoba (hacia 1550-1554). La cuaresma de 1545 la predicó en Montilla. Su predicación iba siempre seguida de largas horas de confesonario y de largas explicaciones del catecismo a los niños; éste era un punto fundamental de su programa de predicación.

Fundaciones

La fundación de colegios fue una de las grandes preocupaciones y realizaciones del Maestro Ávila. En todas las ciudades por donde pasaba procuraba fundar algún colegio o centro de formación y estudio. En la Universidad de Granada trabajó para la fundación de algunos de sus colegios, como el de Santa Catalina (1537) para sacerdotes teólogos. El 14 de marzo de 1538, el papa Paulo III expendía la bula fundacional del colegio de la Santísima Trinidad de Baeza. A ésta siguieron otras fundaciones de colegios, y luego la fundación más célebre, la de la Universidad de Baeza (noviembre de 1542). Todas estas fundaciones eran para la formación de clérigos, o para dar doctrina a niños pobres, o de estudios para clérigos y seglares de distintas categorías: de letras, de artes, de teología, de escritura. Especialmente se preocupó de la formación de la juventud clerical a la que dio un gran impulso antes de que el Concilio de Trento diera normas sobre la erección de seminarios. Más de quince de una u otra clase fundó a lo largo de su vida. En la de otros muchos intervino indirectamente por medio de sus discípulos.

Invitación para ir a Trento

El movimiento sacerdotal y apostólico de Juan de Ávila coincidió en el tiempo con otro similar que fue penetrando en España a partir de 1546: la Compañía de Jesús, fundada por Ignacio de Loyola, que también gozó de la amistad y el consejo del Maestro Ávila. De ahí que pronto hubiera contactos. El resultado fue que el grupo del Apóstol de Andalucía quedara frenado sin llegarse a organizar y que muchos de sus discípulos comenzaran a entrar en la Compañía. El mismo Juan de Ávila tuvo pensamientos de incorporarse a ella. Los impedimentos que podía haber para ser admitido en la Compañía y las cualidades que le adornaban los describe el padre Nadal a Ignacio de Loyola en una carta fechada el 14 de junio de 1554: Por el contrario, hay impedimento dicho, ser viejo y enfermo, cristiano nuevo y perseguido en tiempo pasado de la Inquisición, aunque claramente absuelto… tiene grandes partes, gran entendimiento, mucho espíritu y letras muchas, y talento grande predicar y conversar, gran fruto especialmente en la Andalucía y está en muy gran crédito de todos.

Al Apóstol de Andalucía le tocó vivir el gran momento del Concilio de Trento. A la segunda convocatoria (1 de mayo de 1551) asistiría por primera vez el arzobispo de Granada, D. Pedro Guerrero, que quiso llevarlo consigo. Excusóse el Maestro por sus muchas enfermedades, pero accedió a los ruegos del arzobispo para darle instrucciones o sugerencias para la reforma eclesiástica. Fue entonces cuando escribió el Tratado de la reformación del estado eclesiástico y De lo que se debe avisar a los obispos.

Últimos años

Los últimos 16 años de su vida los pasa retirado en Montilla, aquejado de graves y dolorosas enfermedades que le postran y debilitan. Le acompañan dos de sus discípulos, Juan Díaz y Juan de Villarás. Su enfermedad le sirvió para inmolarse por la Iglesia, a la que siempre había servido con desinterés. Las enfermedades y achaques de los viejos son el vino generoso con que Dios obsequia a sus amigos, decía a los suyos. Cuando arreciaba más el dolor, oraba así: Señor, habeos conmigo como el herrero: con una mano me tened, y con otra dadme con el martillo.

Desde Montilla atiende a todos, escribe y reza. El trato con los sacerdotes del lugar dejó huella imborrable en algunos, como en aquel sacerdote que celebraba la misa demasiado aprisa, en aquél que no daba gracias por la celebración del santo sacrificio, o en el párroco que estrenaba manteo de seda y a quien dijo: Señor cura, con ese ruido espantará a las ovejas.

A principios de mayo de 1569 se agravó de forma alarmante. En medio de un intenso dolor, repetía con frecuencia: Señor, más mal y más paciencia o Señor mío, crezca el dolor, y crezca el amor, que yo me deleito en el padecer por vos. Pidió la comunión y quiso recibir la Unción de enfermos con plena conciencia. Invocaba a la Virgen María con el Recordare, Virgo Mater… y repetía frecuentemente los nombres de Jesús, María y José. El 10 de mayo de 1569 entregó santamente su alma Dios. Teresa de Jesús, al enterarse de la muerte de Juan de Ávila, se puso a llorar. A los que le preguntaron el por qué del lloro por la muerte de un santo, les dijo: Lloro porque pierde la Iglesia de Dios una gran columna.

En Montilla (Córdoba) descansan sus sagrados restos mortales, en espera de la resurrección de la carne.

A raíz de su muerte, uno de sus discípulos, fray Luis de Granada, escribió la Vida del P. Maestro Juan de Ávila, que más que una detallada biografía, es una semblanza de sus virtudes. Una biografía más completa la escribió el licenciado Muñoz en 1635. Fuera de España, en 1754, el Padre Longaro degli Oddi publicó su vida en Italia, fundamentalmente con datos del proceso de beatificación.

Proceso de beatificación

Su proceso de beatificación se inició en 1623, pero sufrió una paralización larga. En 1894 fue beatificado por León XIII. Ya en el siglo XX, el 2 de julio de 1946 Pío XII lo declara patrono principal del Clero secular español. Finalmente, el 31 de mayo de 1970, en la Basílica de San Pedro, fue solemnemente canonizado por Pablo VI. En la homilía de la Misa de canonización, el Romano Pontífice se refirió a la actualidad de Juan de Ávila y señaló que, aunque las épocas son ciertamente muy distintas, presentan, sin embargo, acusadas analogías. Especialmente, las vicisitudes humanas de aquel tiempo y del nuestro: por ejemplo, el despertar de energías vitales y crisis de ideas, fenómeno éste propio del siglo XV y también del siglo XX: tiempos de reformas y de discusiones conciliares como los que estamos viviendo. San Juan de Ávila es un sacerdote -añadió Pablo VI- que, bajo muchos aspectos, podemos llamar moderno, especialmente por la pluralidad de facetas que su vida ofrece a nuestra consideración y, por tanto, a nuestra imitación. No en vano él ha sido ya presentado al Clero español como su modelo ejemplar y celestial Patrono.

Florencio Sánchez Bella, en el libro La reforma del clero en San Juan de Ávila, afirma que Juan de Ávila fue una figura de extraordinaria vitalidad, sin duda la principal del clero secular español; sin embargo, ha sido durante siglos casi desconocida, al menos en sus facetas más importantes. Y más adelante, en la citada obra, escribe: Podríamos decir que Juan de Ávila ofrece a los sacerdotes del siglo XX una personalidad, un temple, una actitud, un modo -verdaderamente imitable- de enfrentarse con los problemas eclesiásticos de la época, de empeñarse en encontrarles soluciones válidas. Quizá hoy interesa más la figura de Juan de Ávila que su doctrina, con ser su doctrina en verdad importante.

Influencia y escritos

No sólo en vida sino también después de su muerte con sus cartas, pláticas, sermones y tratados, llenos de unción evangélica, san Juan de Ávila ha influido poderosamente en la historia de la espiritualidad española y universal. Una larga lista de santos, de maestros de espiritualidad y de autores están influenciados por sus escritos, por su persona, por su obra: Juan de Dios, Francisco de Borja, Pedro de Alcántara, Teresa de Jesús, Juan de Ribera, Ignacio de Loyola, Luis de Granada, Pedro Guerrero, Carlos Borromeo, etc. Santo Tomás de Villanueva dijo que desde San Pablo acá no ha habido otro predicador de Cristo que más conversiones consiguiera.

Lo más importante del magisterio de San Juan de Ávila está en la vivencia de la fe que transmite, fruto de su consolidada experiencia de oración. Se alimenta de la Sagrada Escritura y particularmente de San Pablo; conoce bien a los Santos Padres. Respira un ardiente amor a Cristo, con un profundo sentido de Iglesia, lleno de realismo espiritual.

El Maestro Ávila supo armonizar la acción evangelizadora y la reflexión teológica. Sus escritos y su predicación son a la vez profundos, espirituales y prácticos. Sus obras manifiestan al maestro espiritual y al apóstol. Entre ellas hay que destacar el Audi, Filia, que, según el cardenal Astorga, arzobispo de Toledo, había convertido más almas que letras tiene. Es la obra más completa y unitaria. Se trata de un comentarios a los versos 11 y 12 del salmo 44, estructurado como una síntesis de la vida espiritual cristiana.

Su producción más abundante son los Sermones, expresión de su carisma de predicador, en los que se recoge algo de lo que fue su ardiente predicación. Del Sermón 52 es el siguiente pensamiento: Abajóse a hacerse hombre y ensalzónos a nosotros haciéndonos cuerpo de aquel hombre para que así, por medio de Él y en Él, nos juntásemos con Dios, de quien tan apartados estábamos: Dios en Él y nosotros en Él: no se pudo hallar mejor medio para nuestro remedio (…) Y este mismo negocio de la unión con el hombre es negocio del Espíritu Santo.

De su intensa actividad en la dirección espiritual dejó un abundante y rico epistolario. Las Cartas, lo mejor de san Juan de Ávila y de las que varias constituyen pequeños tratados. Los temas son variados: algunas veces expone asuntos concretos en relación a ciertas consultas y otras presenta las verdades de fe y sus aplicaciones a la vida cristiana. Están dirigidas a obispos, predicadores, sacerdotes, religiosos, caballeros y damas de diversa cultura y posición social.

En la Carta 65 escribió: ¡Oh fuego, Dios, que consumes nuestra tibieza, y cuán suavemente ardes! ¡Y cuán sabrosamente quemas! ¡Y con cuánta dulcedumbre abrasas! ¡Oh si todos y del todo ardiésemos por ti! Porque del fuego del amor tuyo nacería conocimiento de ti. Pues quien dice que te conoce como te ha de conocer y no te ama, es mentiroso. Amémoste, pues, y conozcámoste por el conocimiento que de amarte resulta; y tras esto venga el poseerte, pues tan ricos son los que te poseen; y poseyéndote a ti, seamos poseídos de ti.

En su obra apostólica sobresalen los esfuerzos realizados para la reforma del clero. Era su preocupación que los clérigos tuvieran una buena formación de carácter teológico y espiritual, de modo que fueran verdaderamente maestros por su doctrina y espíritu. Su Tratado sobre el sacerdocio, de donde se tomaron las pláticas sobre el mismo tema, subraya la función del sacerdote como mediador según el modelo de Cristo.

También es de importancia su Tratado sobre el amor de Dios, sencillamente delicioso, en donde desarrolla el sentido de la mirada de Dios a los hombres en el Hijo, ejemplo de la mirada del sacerdote hacia sus hermanos, los hombres.

En estrecha relación con la formación sacerdotal y la reforma del pueblo de Dios destacan las obras: Causas y remedios de las herejías y los Memoriales dirigidos a los Concilios de Trento y provincial de Toledo. Los Seminarios instituidos por Trento se inspiran en buena medida en las propuestas del Maestro Ávila y en la experiencia pedagógica de sus colegios. Otras obras menores son la Doctrina cristiana y un comentario a las Cartas 1ª de San Juan y Gálatas. Se le atribuye una traducción de la Imitación de Cristo con su introducción.

Día 9 de mayo


Preguntas
y respuestas




¿Hay
obligación de asistir a la Santa Misa los domingos?





Sí,
en todos los domingos y, además, en todas las fiestas de precepto.
Es el primer mandamiento de la Iglesia, que determina y precisa el
mandamiento del
Decálogo
de santificar las fiestas.




Impuso
la Iglesia este precepto, porque inspirada por Dios, no halló medio
más digno y adecuado para tributar a Dios el honor que le es debido
y el culto público de adoración que se merece como soberano Señor
nuestro. La Misa es, en efecto, el acto más excelente y sublime que
podemos ofrecer a Dios, por cuanto que es el mismo sacrificio
ofrecido por Jesucristo en el Calvario, sacrificio de infinito valor,
que sin cesar renueva en los altares del mundo entero Nuestro Señor.




Esta
obligación está indicada en el
Código de
Derecho Canónico
: El
domingo y las demás fiestas de precepto los fieles tienen obligación
de participar en la Misa
(can. 1.247). Cumple
con el precepto de participar en la misa quien asiste a ella,
dondequiera que se celebre en un rito católico, tanto el día de la
fiesta como el día anterior por tarde
(can.
1.248, & 1). Y también en el
Catecismo de
la Iglesia Católica
: Los
fieles están obligados a participar en la Eucaristía los días de
precepto, a no ser que estén excusados por una razón seria (por
ejemplo, enfermedad, el cuidado de los niños pequeños) o
dispensados por su propio pastor. Los que deliberadamente faltan a
esta obligación cometen pecado grave
(n.
2.181).




Para
cumplir con esta obligación se requiere: a) tener la intención de
obedecer a la Iglesia, es decir, de cumplir el precepto y
aprovecharse de los frutos del Santo Sacrificio; b) estar presente
corporalmente en el lugar que se celebra la Santa Misa. Por tanto, no
cumple el precepto quien sigue la misa por la radio o la televisión;
c) prestar atención. Quien voluntariamente se distrae, sin ninguna
atención de la mente, no cumple con esta obligación; d) asistir a
la Misa entera. No basta con una participación que no abarque la
Misa íntegra.




*****




¿Hay
causas que dispensan de esta obligación?





Sí.
Uno está dispensado de oír Misa en caso de
imposibilidad
física
o moral
y de
grave incomodidad.
Por ejemplo, un enfermo que debe guardar cama tiene imposibilidad
física de ir a la Iglesia. Una persona que vive en un lugar distante
de la Iglesia, que tardaría más de una hora en llegar, tiene una
grave incomodidad para asistir a Misa. O un anciano que sólo puede
salir de casa con buen tiempo, cuando hace mal tiempo (lluvia, frío,
nieve…) está dispensado.




Tampoco
hay obligación de asistir a Misa cuando la
caridad
(tener que cuidar de una persona enferma) o la
obligación
del estado
(madres,
guardias, soldados) no lo permiten o lo impiden; cuando se presenta
algún
peligro
grave
,
físico o moral. Por ejemplo, en tiempo de persecución religiosa, si
una persona por asistir a Misa corre peligro de ser asesinada.
También el párroco puede dispensar de esta obligación. Por
ejemplo, en tiempo de la cosecha, a los que trabajan en la
recolección de los frutos.


La alegría del Evangelio

Felipe bajó a una ciudad de Samaria y les predicaba a Cristo (Hch 8, 5). En el libro Hechos de los Apóstoles aparecen dos discípulos de Cristo con el nombre de Felipe. Uno es el apóstol san Felipe que, según cuenta san Juan en su Evangelio, inmediatamente después de conocer a Cristo y de aceptar la invitación del Señor: Sígueme (Jn 1, 43) supo transmitir lleno de emoción a su amigo Natanael el gozo de su descubrimiento, de haber encontrado al Mesías. El otro es uno de los siete diáconos destinados a la distribución de los medios necesarios a los indigentes. Éste, además de vivir la caridad, anuncia el Evangelio a los samaritanos, que también esperaban al Mesías. Con la predicación de Felipe en Samaria se rebasan en ese momento las fronteras de Judea de modo definitivo y se cumple la promesa del Señor: Seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria (Hch 1, 8).

La gente escuchaba con atención y con un mismo espíritu lo que decía Felipe, porque le oían y veían las señales que realizaba; pues de muchos posesos salían los espíritus inmundos dando grandes voces, y muchos paralíticos y cojos quedaron curados. Y hubo una gran alegría en aquella ciudad (Hch 8, 6-8). Los apóstoles y los demás fieles de la Iglesia primitiva, cumpliendo el mandato del Señor –Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura (Mc 16, 15)-, fueron a todos los lugares proclamando el mensaje cristiano. La alegría del Evangelio es para todo el pueblo, no puede excluir a nadie. Los samaritanos, que eran despreciados por los judíos, son los que se benefician en primer lugar de los afanes universales de la Iglesia. Se trata de los primeros no judíos que escuchan la buena nueva de la salvación en Jesucristo.

San Lucas señala la alegría de los samaritanos al recibir el mensaje salvífico de Cristo, y es que la alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría (Papa Francisco, Exhortación apostólica Evangelii gaudium n. 1).

Igualmente ocurre en nuestros días. Cuando una persona se encuentra con Jesús queda fascinada, conquistada, y es una alegría dejar el acostumbrado modo de vivir, tal vez árido y apático, para abrazar el Evangelio, para dejarse guiar por la lógica nueva del amor y del servicio humilde y desinteresado. El contacto con la Palabra de Jesús acerca al reino de Dios, pues el Evangelio es palabra de vida: no oprime a las personas, al contrario, libera a quienes son esclavos de muchos espíritus malignos de este mundo: el espíritu de la vanidad, el apego al dinero, el orgullo, la sensualidad… El Evangelio es capaz de cambiar a las personas. Por lo tanto, es tarea de los cristianos difundir por doquier la fuerza redentora, convirtiéndose en misioneros y heraldos de la Palabra de Dios (Papa Francisco).

Al enterarse los apóstoles que estaban en Jerusalén de que Samaria había aceptado la Palabra de Dios, les enviaron a Pedro y a Juan. Estos bajaron y oraron por ellos para que recibieran el Espíritu Santo; pues todavía no había descendido sobre ninguno de ellos; únicamente habían sido bautizados en el nombre del Señor Jesús. Entonces les imponían las manos y recibían el Espíritu Santo (Hch 8, 14-17). En este pasaje vemos como los Apóstoles ejercen la responsabilidad que les compete respecto a toda la Iglesia y se hacen presentes en Samaria a través de Pedro y Juan. Estos administran el sacramento de la Confirmación los samaritanos que han sido bautizados por el diácono Felipe. Además comprobarían en los nuevos cristianos la asimilación correcta de los puntos centrales de la predicación evangélica. En definitiva, vemos cómo se preocupan de que las nuevas comunidades de fieles conozcan bien la doctrina de Cristo.

San Pedro, consciente de la misión que el Señor le había confiado –Apacienta mis ovejas (Jn 21, 17)- expresa con claridad la conducta que deben tener los cristianos cuando escribe: Glorificad a Cristo Señor en vuestros corazones, siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza (1 P 3, 15). Toda la vida del cristiano, aun en medio de las contrariedades, ha de ser un himno de alabanza a Dios. Además tienen la obligación de dar testimonio de la fe y de la esperanza, pues los bautizados han de manifestar siempre, con el comportamiento recto y con las palabras, la grandeza de su fe. Y aconseja la forma de hacerlo: Con mansedumbre y respeto. Mantened una buena conciencia, para que aquello mismo que os echen en cara, sirva de confusión a quienes critiquen vuestra buena conducta en Cristo(1 P 3, 16).

También el Príncipe de los Apóstoles se refiere al núcleo de la fe en Jesucristo. Cristo, para llevarnos a Dios, padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos. Fue muerto en la carne, pero vivificado en el espíritu (1 P 3, 18). Jesucristo, que padece por los pecados de los hombres –el justo por los injustos-, y luego es glorificado, da sentido a los padecimientos de los cristianos. Por eso escribe san Pedro: Más vale padecer por obrar el bien, si esa es la voluntad de Dios, que por obrar el mal (1 P 3, 17).

Padeció una vez para siempre. El sacrificio del Señor es único y suficiente para obtener con sobreabundancia la remisión de todos los pecados. Los frutos de la Cruz se aplican a los hombres, de manera especial, a través de los Sacramentos, particularmente al participar en la Santa Misa, renovación incruenta del Sacrificio del Calvario. Muerto en la carne, pero vivificado en el espíritu. Jesucristo, al morir, abandonó para siempre su condición mortal, para pasar con su Resurrección al estado glorioso e inmortal.

Las puertas del Cielo han sido abiertas por Cristo. Para entrar, hay que cumplir los mandamientos de la Ley de Dios. El primero es amar a Dios sobre todas las cosas. ¿Cómo sabemos si amamos a Dios? La respuesta nos la da Jesucristo: El que acepta mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ama, será amado de mi Padre; y yo le amaré y yo mismo me manifestaré a él (Jn 14, 21). El auténtico amor se manifiesta con obras. Esto es en verdad el amor: obedecer y creer al que se ama (San Juan Crisóstomo). El amor a Dios se refleja en el cumplimiento del Decálogo, como escribió san Juan: El amor de Dios consiste precisamente en que guardemos sus mandamientos (1 Jn 5, 3). Por eso Jesús quiere hacernos comprender que el amor a Dios, para serlo de veras, ha de reflejarse en una vida de entrega generosa y fiel al cumplimiento de la Voluntad divina. El amor precede a la observancia. No amemos de palabra ni de boca, sino con obras y de verdad (1 Jn 3, 18). Quien no ama está sin motivaciones para guardar los mandamientos.

Amor con amor se paga. Dios nos ama con amor gratuito y sin medida. El amor que Dios nos tiene debe ser correspondido. En varios momentos de la Última Cena se trasluce la tristeza de los Apóstoles ante las palabras de despedida del Señor. Pero Cristo no va a dejar abandonados a los suyos. No os dejaré huérfanos, yo volveré a vosotros. Todavía un poco y el mundo ya no me verá, pero vosotros me veréis porque yo vivo y también vosotros viviréis. En aquel día conoceréis que yo estoy en el Padre y vosotros en mí y yo en vosotros (Jn 14, 18-20). Jesús hizo esta gran promesa: No os dejaré huérfanos. ¿Cómo no sentir arder el corazón y decir a todos: ¡No eres huérfano!? Jesucristo nos ha revelado que Dios es Padre y quiere ayudarte, porque te ama. Vemos con qué ternura habla Jesús a sus discípulos. Les promete que le verán de nuevo. El amor de Jesús nunca defrauda, porque Él no se cansa de amar, como no se cansa de perdonar, no se cansa de abrazarnos. Jesús nos amó, a cada uno de nosotros, hasta el extremo. Dios no está solamente en el origen del amor, sino que en Jesucristo nos llama a imitar su modo mismo de amar: Como yo os he amado, amaos también unos a otros (Jn 13, 34). En la medida en que los cristianos viven este amor, se convierten en el mundo en discípulos creíbles de Cristo.

Vosotros me veréis, dice Jesús a sus Apóstoles. También nosotros veremos cara a cara al Señor en el Cielo. Entonces podremos ver lo que ahora creemos, pues el Señor nos tiene reservado en el Cielo. Nos tiene preparado todo su Amor. Allí hay todo el bien con ausencia de mal: todo lo bueno, lo grande, lo bello, todo el color, toda la liberación, todo el aroma. Y un Amor sin traiciones, un Amor que no empalaga, un Amor maravilloso: todo Dios para ti solo (San Josemaría Escrivá).

La mayor prueba de la fiabilidad del amor de Cristo se encuentra en su muerte por los hombres. Si dar la vida por los amigos es la demostración más grande de amor, Jesús ha ofrecido la suya por todos, también por los que eran sus enemigos, para transformar los corazones. Por eso, los evangelistas han situado en la hora de la cruz el momento de la mirada de fe, porque en esa hora resplandece el amor divino en toda su altura y amplitud (Papa Francisco).

Por grandes que sean nuestras limitaciones, los hombres podemos mirar con confianza a los cielos y sentirnos llenos de alegría: Dios nos ama y nos libra de nuestros pecados. La presencia y la acción del Espíritu Santo en la iglesia son la prenda y la anticipación de la felicidad eterna, de esa alegría y de esa paz que Dios nos depara (San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 128).

Si me amáis guardaréis mis mandamientos (Jn 14, 15). Pero, ¿cuáles son los mandamientos de Cristo? Cuando el Señor Jesús enseñaba a las muchedumbres, no dejó de confirmar la ley que el Creador había inscrito en el corazón del hombre y que luego había formulado en las tablas del Decálogo. No penséis que he venido a abolir la ley y los profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento (Mt 5, 17). Jesús nos mostró con nueva claridad el centro unificador de las leyes divinas reveladas en el Sinaí, es decir, el amor a Dios y al prójimo.

El hombre tiene una ley inscrita por Dios en su corazón, a la que debe obedecer y cuya voz resuena -cuando es necesario- en los oídos de su corazón, llamándole siempre a amar y a hacer el bien y a evitar el mal. Esta ley, que no se la ha dado el hombre a sí mismo, se llama ley natural, y permite al hombre discernir mediante la razón el bien y el mal, la verdad y la mentira. Además, muestra al hombre el camino que debe seguir para practicar el bien y alcanzar su fin último, que no es otro que la bienaventuranza eterna.

En Caná de Galilea, Santa María dijo a los sirvientes de las bodas: Haced lo que él os diga (Jn 2, 5). Estas palabras de la Virgen también están dirigidas a cada uno de nosotros. Sólo haciendo lo que Dios nos pida alcanzaremos el Cielo.

Día 8 de mayo

Linaje de la Bienaventurada Virgen María

Pocos datos ofrecen los Santos Evangelios acerca de la vida de la Virgen María. Tanto la genealogía de Jesús que aparece en el Evangelio según san Mateo como la del Evangelio según san Lucas se refieren a san José y no a la Madre de Cristo. Sólo una cosa se sabe de su ascendencia, y es la de su pertenencia a la familia del rey David, ya que era costumbre ordinaria entre los judíos en la época de Cristo celebrar los esponsales entre miembros de una misma estirpe. Como por las citadas genealogías se sabe que san José era de la familia de David, se deduce que la Virgen María también pertenecía al linaje de este rey

Además, porque las profecías mesiánicas y el Nuevo Testamento presentan siempre a Cristo como descendiente del rey David. No parece que esta descendencia pueda sostenerse relacionándola únicamente con la paternidad legal de san José, sino que se hace necesario entroncar de modo natural a Jesús con aquel rey tan unido al mesianismo, tanto cuanto que la afirmación de la Escritura es categórica: nacido de la estirpe de David según la carne (Rm 1, 3). El autor de esta afirmación -san Pablo-, aparte de la inspiración divina, como maestro que era de san Lucas, no podría por menos de estar muy al tanto de la virginidad de la Santísima Virgen. Por tanto, para poder decir que Jesús era descendiente de David según la carne era necesario -ya que la concepción de Cristo fue virginal, sin intervención alguna de san José- que el linaje de Santa María fuera davídico.

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Anécdotas

Menos riesgos

Un abad y un librepensador. El abad de Saint-Gall, se encontró una vez con un individuo que exponía sus dudas respecto a la existencia de Dios. El abad le dejaba hablar, hasta que, de pronto, le atajó diciendo: Una de dos: o hay Dios o no le hay. Si no le hay, convénzase usted de que no arriesga nada creyendo en él. Si le hay, va a pasarlo usted mal el día en que, siendo aún incrédulo, caiga en sus manos.

Lo más valioso

El rey Juan de Sajonia, vencido por Prusia en 1866, recibió de esta nación una embajada con el encargo de rogarle que hiciese educar en el protestantismo al heredero del trono. Prusia se comprometía a tratar a Sajonia con cierta benignidad. Mas el rey dio esta respuesta: Mi corona está vuestra disposición, pero no mi conciencia. Y despidió la embajada.

Amor más allá de la muerte

El corazón del Emperador Maximiliano I está enterrado en Altötting, en el célebre santuario mariano; y hay esta inscripción: Aquí descansa el corazón de Maximiliano I. Durante su vida no latió sino por las mayores hazañas y por el amor de la Madre de Dios. Has de saber, peregrino, que Maximiliano, aun después de la muerte, ama con todo el corazón a María.

Día 7 de mayo

Anécdota

Los hombres del espacio

En la segunda mitad de la década de los cincuenta comenzó la carrera espacial. Tanto Estados Unidos como la desaparecida Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, lanzaron satélites artificiales al espacio. Al principio, sin seres vivos; después, con algunos animales -perros, monos-; y, por último -ya en los años sesenta- se dio el paso más importante: enviar naves espaciales tripuladas por seres humanos.

El 12 de abril de 1961 tuvo lugar el primer vuelo orbital humano. Fue la URSS quien lanzó la nave Vostok 1 tripulada por el astronauta Yuri Gagarin, que de esta forma se convirtió en el primer hombre del espacio.

El cosmonauta soviético, en sus declaraciones de su viaje espacial, desgraciadamente no estuvo muy afortunado. Entre otras cosas, dijo: Me he paseado por el universo y no he encontrado a Dios.

Años después, el 21 de julio de 1969, millones de hombres contemplaron en sus hogares a través de sus televisores, la llegada del hombre a la Luna. Neil Armstrong (que fue el primero en pisar la superficie lunar) y Edwin Aldrin pasean por la Luna, recogen muestras de su superficie y regresan a la tierra, junto a Michael Collins, en la nave norteamericana Apolo 11.

Las palabras que pronunció Armstrong al pisar la superficie del satélite de la tierra fueron éstas: Quisiera decir a todos los que me escuchan que hagan una pausa en su mente y, considerando todo lo que ha ocurrido en los últimos minutos, den gracias a Dios cada uno a su manera.

Verdaderamente ingenua es la expresión de Gagarin. Ni la fe pretende encontrar un Dios materializado entre los cuerpos celestes, ni puede encontrar a Dios fuera de sí quien no lo halla en su interior.

Escribió san Josemaría Escrivá: Es preciso convencerse de que Dios está junto a nosotros de continuo. Vivimos como si el Señor estuviera allá lejos, donde brillan las estrellas, y no consideramos que también está siempre a nuestro lado. Y está como un Padre amoroso -a cada uno de nosotros nos quiere más que todas las madres del mundo pueden querer a sus hijos-, ayudándonos, inspirándonos, bendiciendo… y perdonando. (…) Preciso es que nos empapemos, que nos saturemos de que Padre y muy Padre nuestro es el Señor que está junto a nosotros y en los cielos (Camino, n. 267).

La verdadera ciencia acerca a Dios, porque es el mismo Dios quien ha creado las realidades naturales, que son objeto de la razón. Es una gran verdad lo que dijo un pensador: Si la poca ciencia aparta de Dios alguna vez, la mucha ciencia conduce siempre a Él.

Ante toda la maravilla del universo, la actitud de la criatura ante el Creador debe ser de agradecimiento. A poco que reflexione el hombre hallará poderosos motivos que le obliguen a mostrarse agradecido a Dios.