Un Papa reformador (San Gregorio VII)


Semblanza de San Gregorio VII

Colaborador de varios papas

Debatíase la Iglesia entre el turbio problema de las investiduras cuando el 21 de abril de 1073 murió Alejandro II. Al día siguiente, mientras se celebraban los funerales por el papa difunto se levantó de repente un enorme clamoreo de la multitud: ¡Hildebrando obispo! ¡Hildebrando es el que San Pedro elige por sucesor! Cediendo al entusiasmo casi frenético del pueblo, los cardenales reunidos en la iglesia de San Pedro in Vinculis eligieron papa l monje Hildebrando, archidiácono de la Iglesia romana, por sus muchas virtudes, ciencia y prudencia. Pocas veces, hasta entonces, hubo tal unanimidad en el Pueblo de Dios para elegir a un sucesor de San Pedro. El nuevo papa tomó el nombre de Gregorio VII.

El hombre que iba a dejar en el Papado y en Europa una huella imborrable había nacido en el año 1020 en una pequeña aldea de la Toscana, llamada Soana. Siendo muy joven fue enviado por su familia a Roma para ser educado en el monasterio cluniacense de Santa María in Aventino, donde un tío suyo era el abad. Ordenado de subdiácono e integrado en la curia del papa Gregorio VI, cuando éste es exiliado a las orillas del Rhin, seguramente a Colonia, el joven Hildebrando le acompañó.

Al morir Gregorio VI profesa en la abadía de Cluny donde toma el hábito benedictino. En 1049 el papa León IX le llamó para confiarle en la Ciudad Eterna el monasterio de San Pablo extramuros. La tarea que le esperaba al nuevo prior era grande, pues el monasterio estaba muy necesitado de reforma. Hildebrando consiguió restablecer el orden y la disciplina claustral, a la vez que restauró la Basílica de San Pablo.

En Roma colabora con varios papas, haciéndose cargo de misiones de mucha responsabilidad, por lo que no cesa de aumentar su influjo en la vida de la Iglesia. Nadie en la Corte pontificia daba un paso sin consultarle. En los diferentes puestos y misiones mostró sus dotes de gobierno, su habilidad y prudencia, pero también la decidida voluntad de reformar una Iglesia entonces en profunda decadencia, por la que trabajó incansablemente.

Es legado papal en Francia en 1054 y en 1056. Ocurrida la muerte de Víctor II en 1057 influyó en la emperatriz Inés para que fuera elegido Esteban IX. Años más tarde, al producirse una nueva sede vacante, hizo triunfar la candidatura de Nicolás II. Alejandro II lo nombró canciller. Al ser elegido papa tenía la edad de 53 años. Tanto había hecho ya por la Iglesia, que todos esperaban de él, sin duda, más de lo que humanamente podía dar, lo que ha llevado a algunos historiadores a no valorar extraordinariamente su pontificado. Podría decirse que hizo más cosas como Hildebrando que como pontífice, apunta Ludwig Herling en su Historia de la Iglesia. Sin embargo, Gregorio VII hizo mucho durante los doce años que ocupó la Sede Apostólica.

Una triple batalla

Gregorio VII era pequeño de estatura, pero de carácter decidido e intrépido. Poseía una notable vitalidad, una extraordinaria fuerza de voluntad y una fe indomable. Profundamente religioso, su ardiente fe estaba iluminada por una piedad mística centrada en la persona de Jesús. Hombre de moral austera, de lúcido genio político, de inquebrantable energía y de elevados propósitos, desde el primer momento de su pontificado promovió con una claridad meridiana la triple batalla para librar a la Iglesia de la simonía, de la corrupción del clero y de la confusión de la política con la vida religiosa. Su lucha tenía como objetivo conseguir una Iglesia libre, casta y católica.

En su lucha contó siempre con la incondicional ayuda de San Pedro Damián, de los monjes de Cluny y de una pléyade de insignes prelados. Con esta inestimable colaboración realizó la más importante reforma -ya preludiada en tiempos de sus predecesores- de la Comunidad católica, de la que surgieron los mejores momentos de la Edad Media cristiana.

Gregorio VII tenía la convicción de que la salud de la Iglesia dependía del sacerdocio y de que la reforma debía apoyarse en el Papado. Del primado del Romano Pontífice, instituido por Jesucristo, se derivaba la suma potestad en la legislación, administración y jurisdicción sobre la Iglesia universal y sobre las Iglesias particulares. Y fiel a estas ideas gobernó la Iglesia.

Su programa consistió en devolver a la Iglesia, nuestra Madre y Esposa de Cristo, su libertad y hermosura. En el primer año de su pontificado, Gregorio VII se dedicó casi exclusivamente a reformas internas. En el sínodo de la cuaresma del año 1074 impuso, con una severidad y vigor desconocido hasta entonces, la antigua costumbre del celibato; declaró inválidos todos los actos llevados a cabo por sacerdotes casados y pidió al pueblo fiel que no asistiera a las funciones litúrgicas de tales pastores. En otro sínodo posterior, el de 1078, ordenó que debían ser suspendidos todos los obispos que por dinero permitían el concubinato de sus clérigos. Con idéntico vigor luchó contra la simonía. Con este fin, prohibió que ningún clérigo promovido simoníacamente pudiese ejercer sus ministerios en la Iglesia; determinó que perdiera su cargo quien lo hubiese obtenido a precio de dinero.

La investidura laica

Como la raíz de estos dos males, muy arraigados en la vida de la Iglesia en aquella época inmediatamente posterior al siglo de hierro, era la investidura laica, en 1075 emitió un decreto contra la investidura laica de los obispos y abades, y pidió libertad para su erección canónica, sin que interviniese la autoridad civil. En el decreto se prohibía a todo poder secular, bajo pena de excomunión, dar obispados o abadías: Cualquiera que en lo sucesivo reciba un obispado o abadía de mano de una persona seglar no será tenido por obispo o abad. Perderá la gracia de San Pedro y no podrá entrar en el templo. Igualmente, si un emperador, duque, marqués, conde o cualquier otra autoridad osare dar la investidura de un obispado o de otra dignidad eclesiástica, sepa que incurre en idénticas penas.

Según el pensamiento del Pontífice, el fundamento de las relaciones entre la Iglesia y el Estado era la potestad de atar y desatar concedida por Cristo a San Pedro y a sus sucesores, y que manifestaba la evidente superioridad de la potestad sacerdotal sobre la real. La potestad apostólica y la real habían sido destinadas por Dios para dirigir el mundo, y la concordancia de ambas potencias constituía la meta necesaria para la salvación del mundo, concordancia que no ocultaba la subordinación de una a la otra. El Papa, en relación con el Emperador, era como el sol a la luna: no espropia la luz que emite ésta, sino la que recibe del sol. Todo esto había sido formulado en síntesis por Gregorio VII en la primavera del año 1075, en las 27 tesis de su Dictatus papae. Ésta era la razón por la cual, para cumplimiento de sus decretos, Gregorio VII esperó contar con el apoyo de los reyes contra los obispos recalcitrantes, y con este fin hizo un uso muy amplio del nombramiento de legados: Hugo de Dié en Francia; Amando de Oleron en Languedoc y la Marca Hispánica, Ricardo de San Víctor en España; Anselmo de Luca en Lombardía, Altmann de Passau en Alemania, Lanfranco de Canterbury en Inglaterra.

En Francia, el legado de Gregorio VII consiguió que el rey Felipe I aceptara la deposición del arzobispo de Reims, Manasés. Igualmente encontró colaboración para la ejecución de sus planes de reforma en Guillermo I de Inglaterra y en Alfonso VI de Castilla. También los reyes de Hungría y Dinamarca aceptaron la primacía absoluta del Papa. Sin embargo, para Enrique IV, emperador de Alemania, el decreto papal prohibiendo la concesión de investiduras por los laicos era todo un ataque a la propia estructura del Imperio. Haciendo caso omiso de lo decretado en el sínodo romano del 1075 nombró por el método de la investidura laica a los obispos de Espira, Lieja, Bamberg, Espoleto y Fermo, además de empeñarse en imponer en Colonia un candidato rechazado por el clero y el pueblo. En Milán se niega a reconocer como arzobispo a Attón, aprobado por Roma, y nombra por su cuenta para dicha sede a Teobaldo, subdiácono de aquella Iglesia particular.

Enfrentamiento del Imperio con el Papado

Entendiendo correctamente que la intromisión no tenía paliativos, Gregorio VII envió una dura carta a Enrique IV, conminándolo a dejar sin efecto el nombramiento de Teobaldo, bajo la pena de excomunión. Con ello empezaba la lucha más enconada y feroz entre el Papado y el Imperio de cuantas vivió la Edad Media.

La respuesta del inestable monarca fue fulminante. Reunió un sínodo en Worms donde hizo que los obispos alemanes declararan a Gregorio VII relevado de todas sus funciones. El mismo Enrique IV tuvo la osadía de escribirle al Papa una carta llena de injurias, fechada el 24 de enero de 1076, que después de encabezarla con estas palabras: Enrique, rey no por usurpación, sino por piadosa ordenación de Dios, a Hildebrando, no ya sucesor de San Pedro, sino falso monje, lanza contra Gregorio VII las más burdas calumnias, tratándole de intruso, ambicioso y perturbador de la Iglesia, acusándole de haberse apoderado de la Sede de San Pedro con astucia, simonía y violencia, y que la concluye de la siguiente forma: Tú, pues, condenado por la sentencia de todos nuestros obispos y por la nuestra, desciende y abandona la usurpada Sede Apostólica. Que otro ocupe el trono de San Pedro, otro que no oculte la violencia bajo la supuesta piedad, sino que proclame la doctrina pura de San Pedro. Yo, Enrique, rey por la gracia de Dios, a una con todos nuestros obispos, te decimos: Desciende a ser condenado por todos los siglos.

La respuesta de Gregorio VII no se hace esperar. Convoca el sínodo romano de la cuaresma de 1076. En él, Rolando de Parma, emisario imperial, se dirige al Papa en estos términos: Mi señor el rey y los obispos de ultramontes y de Italia te mandan bajar de esa cátedra que has usurpado con simonía y violencia. Ante tal insolencia, Gregorio VII pronuncia las siguientes palabras: ¡Oh bienaventurado Pedro, Príncipe de los Apóstoles, inclina, te ruego, tus piadosos oídos hacia mí y escucha a tu siervo, a quien criaste desde la infancia y libraste hasta hoy de la mano de los impíos, que me han odiado y odian por mi fidelidad para contigo! Testigo eres tú y mi señora la Madre de Dios y San Pablo, tu hermano entre todos los santos, de que tu santa Iglesia romana me obligó, rehusándolo yo, a gobernarla; ni subí por codicia a esta tu sede, sino más bien deseé acabar mi vida en un monasterio. Y a continuación excomulgó solemnemente a Enrique IV y desligó a sus súbditos del juramento de fidelidad con estas palabras: (Bienaventurado Pedro), por tu favor me ha concedido Dios la potestad de atar y desatar en el cielo y en la tierra. Animado con esta confianza, por el honor y defensa de tu Iglesia, en el nombre de Dios omnipotente, Padre, Hijo y Espíritu Santo, con tu poder y tu autoridad, al rey Enrique, hijo del emperador Enrique, que con inaudita soberbia se alzó contra tu Iglesia, le prohibo el gobierno de todo el reino alemán y de Italia, desobligo a todos los cristianos del juramento de fidelidad que le han prestado o prestarán, y mando que nadie le sirva como a rey…, y le cargo de anatemas, a fin de que todas las gentes sepan y reconozcan que tú eres Pedro y sobre esta piedra el Hijo de Dios edificó su Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella.

En el castillo de Canossa

El acto de Gregorio VII era inaudito y causó verdadero estupor. La conmoción fue terrible: toda Alemania se estremeció y los que habían apoyado a su rey, le dieron la espalda. Los efectos fueron desatrosos para Enrique IV: los sajones se rebelaron, los obispos le abandonaron y los príncipes alemanes le amenazaron con la deposición si no conseguía la absolución en un año. Se convoca una dieta, a celebrar en Augsburgo el 2 de febrero de 1077, bajo la presidencia del Papa, a la cual está citado Enrique IV para dar cuenta de todos sus actos.

El Pontífice se puso en camino hacia Augsburgo, deteniéndose en el castillo parmesano de Canossa, propiedad de la condesa Matilde de Toscana, de acendrada fidelidad a la Iglesia. Y allí, en aquella fortaleza, cuyo nombre evoca la terrible tempestad levantada por el Imperio contra el Papado, tuvo lugar una escena prodigiosa, uno de los hechos culminantes y más sobresalientes del Medievo. El emperador Enrique IV viéndose abandonado y temeroso de perder su corona, adelantándose a la sentencia definitiva que se emitiría con toda seguridad en la nueva dieta, cruzó los Alpes en lo más crudo del invierno para dirigirse a Canossa, sin escolta, sin insignias regias, vestido de penitente y descalzo, para implorar del Pontífice la absolución. El 25 de enero de 1077 llegó a la fortaleza, permaneciendo durante tres días ante las puertas cerradas, mientras en el interior del castillo Hugo de Cluny, Adalaida de Saboya y la propia Matilde intercedían por él. El 28 de enero, Gregorio VII, sacrificando su papel de estadista al de sacerdote le absolvió, restableciéndole en la comunión. Como representante de Cristo en la tierra, no pudo haber obrado de otra manera. Gregorio VII, como inteligente hombre de gobierno que también era, sabía que políticamente aquel perdón era una equivocación, pero fue un gesto que expresaba la infinita misericordia a la cual ningún pecador recurre sin que deje de ser acogido. Nunca fue más grande el Pontífice que en aquel instante, aunque, de hecho, supuso el inicio de su decadencia.

Exilio y muerte

Después de Canossa los acontecimientos se desarrollaron de forma adversa para Gregorio VII. El emperador Enrique IV rompió los compromisos que hizo bajo juramento para la obtención del perdón, por lo que en el sínodo cuaresmal de 1080 el Papa fulminó de nuevo el anatema solemne contra        Enrique, a quien llaman rey y contra todos sus fautores. La reacción del Emperador es inmediata, ordenando denegar la obediencia al Papa en los sínodos de Bamberg y Maguncia. Y el 25 de junio de 1080, un sínodo convocado por Enrique IV, celebrado en Brixen, condenó a Gregorio VII como culpable de herejía, magia, asesinato, pejurio, simonía, apostasía de la fe y pacto diabólico. En Brixen se eligió a Guiberto de Rávena en sustitución de Gregorio VII. El antipapa, antiguo amigo de juventud de Hildebrando, tomó el nombre de Clemente III. La ciudad de Brixen, con aquel sínodo, se desacreditó por completo. En un relato sobre dicho sínodo se dice: En un lugar horrendo y terriblemente áspero, en medio de montañas cubiertas de nieve, donde dominan el hambre permanente y los fríos casi eternos, se encuentra el mercado o la ciudad que se llama de los brixones, rodeada de rocas altísimas, y en la que apenas si se conoce de nombre el cristianismo.

Entre tanto, el monarca alemán había marchado al frente de su ejército hacia Roma. En el 1083, después de tres años de ofensiva, logró conquistar la Ciudad Leonina y se hizo coronar en San Pedro por Clemente III. Mientras el antipapa ocupaba San Pedro y San Juan de Letrán, Gregorio VII, en situación desesperada, se refugia tras las murallas del inexpugnable castillo de Sant’Angelo, del que no podía salir. De allí lo liberó Roberto Guiscardo, que con sus tropas había obligado a los imperiales a abandonar Roma. El remedio fue peor que la enfermedad. El ejército normando cometió tal cantidad de excesos en la Ciudad Eterna, que el Papa tuvo que alejarse de Roma.

El 25 de mayo de 1085, en Salerno, murió Gregorio VII. Sus últimas palabras fueron una adaptación del Salmo 44 (He amado la justicia y odiado la iniquidad; por esto Dios me ha ungido con el óleo de la alegría). Dijo el moribundo Papa: He amado la justicia y odiado la iniquidad, por esto muero en el destierro.

Juicio histórico

Gregorio VII fue, indudablemente, un papa medieval, no sólo por la época en que vivió, sino también por sus planteamientos y por los métodos utilizados. No buscó ningún dominio de orden temporal, sino implantar una autoridad moral y real que, al ser indiscutible e indiscutida, garantizara el cumplimiento del espíritu evangélico en todos los pueblos, en beneficio de la cristiandad. Para él, ejecutar el orden establecido por Dios consistía, concretamente, en someterse a la disciplina romana. Ligarse al Papa y seguirle era realizar la justicia. Esta palabra, clave para Gregorio VII, significaba orden, rectitud, búsqueda, no del propio interés, sino del servicio de Dios y del prójimo, según Dios.

Desde el primer momento, su acción como sucesor de San Pedro se concentró en la reforma de la Iglesia, cuya santidad llevaba profundamente metida en el corazón, pero en su programa también estaba la continuación de la reconquista cristiana, la centralización del gobierno eclesiástico, acabar con el cisma griego y rescatar los Santos Lugares. En la liturgia, implantó el rito romano en todo Occidente. En su tarea de gobierno desplegó una gran actividad. Mención especial merecen las innumerables epístolas enviadas por Gregorio VII a, prácticamente, todos los prelados y príncipes de la cristiandad. Por medio de ellas, establecía una relación regular, directa y personal con los dirigentes religiosos y temporales de los más alejados confines de la Iglesia, conociendo sus necesidades y aspiraciones, y haciéndoles llegar sus directivas y consejos.

Durante su pontificado fomentó la vida cristiana sobre la base de la imitación de Nuestro Señor. Cristo, verdadero hombre, además de Dios, era el gran modelo a imitar. También se esforzó para que se viviera la caridad apostólica, la comunión frecuente y la piedad mariana. Además, Gregorio VII sentía muy acuciante el amor al prójimo, el anhelo de conseguir su salvación: esto explica las vacilaciones en relación con Enrique IV que tanto le perjudicaron. No quería la destrucción sino la conversión del Emperador.

La virtud del perdón era característica de Gregorio VII. Prueba de ello la dio con Gebardo. Este Gebardo, criado del conde Arnolfo de Flandes, había dado muerte airada a su señor. Arrepentido, acudió a Roma para ofrecer sus manos al Papa en acto de expiación. Gregorio VII le perdonó al ver en Gebardo un sincero arrepentimiento, y le dijo: Esas manos ya no te pertenecen: son del señor. De modo que vete a Cluny y refiere al abad lo sucedido. Así lo hizo Gebardo, que llegó a ser un religioso ejemplar.

Pero, por encima del amor a los hombres colocaba el amor a la Iglesia, que es la Esposa de Cristo. Tal era su convicción en la indestructibilidad de la Iglesia, que al final de sus días publicó una encíclica, llena de esperanza y de confianza en el porvenir de la reforma, en la que proclama que aunque las tempestades del mundo pueden sacudir la nave de San Pedro, nada ni nadie la sumergirá jamás

En todo momento dio muestras de una indomable energía y de una firmeza que subordinaba todo al triunfo de la justicia. A su muerte todo parecía indicar que su acción no había llevado más que al fracaso, pero de este aparente fracaso del Pontificado recobró la Iglesia una independencia total con respecto al poder civil. De hecho, su grandeza humana y su firmeza inflexible fueron la causa determinante del inicio de un nuevo período en el que la moralidad del clero alcanzó cotas bastante más satifactorias, en el que se comenzó a poner en práctica la nueva eclesiología y durante la cual sus sucesores lograron el dominio espiritual y temporal.

En 1606 el papa Paulo V canonizó a este gigante de la historia, de personalidad tan enigmática que uno de sus colaboradores -San Pedro Damián- formuló la célebre paradoja: Este hombre es San Satanás.

Deja un comentario