Domingo II de Navidad. Homilía


El pasaje evangélico de la Misa del segundo domingo de Navidad es el prólogo del Evangelio según san Juan. Esta introducción es un bello canto que, antes del relato de la vida terrena de Jesucristo, ensalza y proclama su divinidad y eternidad. Jesús es el Verbo Increado, el Dios Unigénito que asume nuestra condición humana y nos brinda la posibilidad de ser hijos de Dios, esto, es de participar real y sobrenaturalmente de la misma vida divina.

En el principio existía el Verbo y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios. Él estaba en el principio junto a Dios. Todo fue hecho por él, y sin él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho (Jn 1, 1-3). Este comienzo nos recuerda el primer capítulo del Génesis por varios motivos: En primer lugar, por la coincidencia en las primeras palabras, En el principio…, que en el Evangelio se refieren al principio absoluto, esto es, a la eternidad, mientras que en el Génesis se refieren al principio concreto de la creación y del tiempo. Después, por el paralelismo en la función que desempeña el Verbo: en el Génesis Dios va creando todos los seres mediante su palabra; en el cuarto Evangelio se dice que todo fue hecho por el Verbo (Palabra) de Dios. Y por último, porque en el Génesis la obra creadora de Dios culmina con la creación del hombre a imagen y semejanza de Dios; en el Evangelio la obra creadora del Verbo Encarnado culmina en la elevación del hombre -como nueva creación- a la dignidad de hijo de Dios, a los que creen en su nombre (Jn 1, 12).

Los 18 versículos del prólogo se refieren a varias verdades. Primera verdad: Se afirma claramente la divinidad (el Verbo era Dios) y eternidad del Verbo. “En el principio”: No significa otra cosa que fue siempre y es eterno. Porque si es Dios, como de verdad lo es, no hay nada antes que Él. Segunda verdad: La Encarnación del Verbo y su manifestación como hombre. Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria (Jn 1, 14). Este versículo es un texto central acerca del misterio Cristo. En él se expresa de manera concentrada la realidad insondable de la Encarnación del Hijo de Dios. Al llegar la plenitud de los tiempos envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer (Ga 4, 4). Tercera verdad: La intervención del Verbo en la creación (Todo fue hecho por él) y en la obra salvífica de la humanidad. La gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo (Jn 1, 17). Por la gracia hemos sido hechos agradables a Dios no ya solamente como siervos, sino también como hijos; hemos sido redimidos.

Ya en el Antiguo Testamento la Palabra (Verbo) de Dios aparece como fuerza creadora, como Sabiduría que estaba presente en la creación del mundo. La Sabiduría es una propiedad divina, es eterna y se identifica con Dios. En Proverbios el autor sagrado pone en boca de la Sabiduría: Desde la eternidad fui fundada, desde el principio, antes que la tierra (Pr 8, 23). Y en el Eclesiástico, Sirácida escribe: La Sabiduría hace su propio elogio, en medio de su pueblo, se gloría. En la asamblea del Altísimo abre su boca, delante de su poder se gloría. “Yo salí de la boca del Altísimo, y cubrí como niebla la tierra. Yo levanté mi tienda en las alturas, y mi trono era una columna de nube” (Si 24, 1-4).

Cuarta verdad: El comportamiento diverso de los hombres ante la venida del Salvador: unos lo aceptan con fe y otros le rechazan. Vino a su casa, y los suyos no le recibieron. Pero a todos los que le recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios (Jn 1, 11-12). Por “los suyos” se entiende, en primer lugar, el pueblo judío, que había sido elegido por Dios como pueblo de su propiedad para que en él naciera Cristo. También puede entenderse toda la humanidad, pues le pertenece al haber sido creada por Él y al extender a ella su obra redentora. De ahí que el reproche por no recibir al Verbo hecho hombre ha de entenderse no sólo dirigido a los judíos sino también a todos los que, llamados por Dios a su amistad, le rechazan. Y recibir al Verbo es aceptarle por la fe, porque por la fe Cristo habita en nuestros corazones. Recibamos a Cristo, abrámosle las puertas de nuestro corazón a Jesús, dejemos que Él ilumine con su luz -esa luz verdadera que ilumina a todo hombre (Jn 1, 9)- nuestra mente.

Por último, la quinta verdad: Juan Bautista es el testigo de la presencia del Verbo en el mundo. Hubo un hombre, enviado por Dios: se llamaba Juan. Éste vino para un testimonio, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por él. No era él la luz, sino quien debía dar testimonio de la luz (Jn 1, 6-8). La misión de Juan Bautista como testigo de Jesucristo es tan importante que los Evangelios Sinópticos comienzan la narración del ministerio público de Jesús por ese testimonio. San Juan tiene conciencia de la trascendencia de su misión, pero también tiene la clara conciencia de no ser más el Precursor inmediato del Mesías; y por eso insiste en su papel de testigo de Cristo y su misión de preparar el camino al Mesías. Juan da testimonio de él y clama: “Éste era del que yo dije: El que viene detrás de mí se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo” (Jn 1, 15). El testimonio de Juan Bautista permanece a través de los tiempos, invitando a todos los hombres a abrazar la fe en Jesús, la Luz verdadera.

En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres (Jn 1, 4). En este versículo se exponen dos verdades fundamentales sobre el Verbo: que es la Vida y que es la Luz. Aquí se trata de la vida divina, fuente primera de toda vida, de la natural y de ls sobrenatural. Y esa vida es luz de los hombres, porque recibimos de Dios la luz de la razón, la luz de la fe y la luz de la gloria, que son participación de del Inteligencia divina. Sólo la criatura racional es capaz de conocer a Dios en este mundo, y de contemplarle después gozosamente en el Cielo por toda la eternidad. También la Vida (el Verbo) es luz de los hombres en cuanto los ilumina sacándolos de las tinieblas, esto es, del mal y del error. La luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la recibieron (Jn 1, 5). Durante su ministerio público Jesús dirá: Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no andará en tinieblas sino que tendrá la luz de la vida (Jn 8, 12).

San Agustín explica que se quiere decir con que las tinieblas no recibieron la Luz. Puede ser que haya unos corazones insensatos, todavía incapaces de recibir la Luz, porque el peso de sus pecados les impide verla; que no piensen, sin embargo, que la Luz no existe porque no la puedan ver: es que ellos mismos, por sus pecados, se han tinieblas. Hermanos míos, es como si un ciego está frente al sol. El sol está presente, pero el ciego está ausente del sol. Así todo hombre necio, todo hombre inicuo, todo hombre sin religión, tiene un corazón ciego. ¿Qué puede hacer? Que se limpie, y verá a Dios; verá la Sabiduría presente, porque Dios es la Sabiduría misma, y está escrito: “Bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a Dios”. No hay duda de que el pecado entenebrece la mirada espiritual del hombre, incapacitándole para ver y gustar las cosas de Dios.

Aquí en la tierra los hombres tienen la luz de la razón; los cristianos además tenemos la luz de la fe; y en el Cielo tendremos la luz de la gloria por la que gozaremos de la visión beatífica. San Pablo escribe a los cristianos de Éfeso: Yo, al tener noticia de vuestra fe en el Señor Jesús y de vuestra caridad para con todos los santos, no ceso de dar gracias por vosotros recordándoos en mis oraciones (Ef 1, 15-16). La “fe en el Señor Jesús”, expresa cuál es el fundamento de la vida de fe. Viene a decir que quienes han recibido el don de la fe, viven en Cristo, y esa vida con Cristo hace que su fe sea viva, y se manifieste en “la caridad hacia todos los santos”. Por la fe se descubre que cada uno de los bautizados es hijo de Dios y, así, el amor fraterno entre los cristianos aparece como una consecuencia lógica.

San Juan de la Cruz dice: La fe nos da y comunica al mismo Dios, y Cuánto más fe el alma tiene, más unida está con Dios. Y santo Tomás de Aquino afirma que la fe es inchoatio visionis, el comienzo -todavía oscuro ¡qué duda cabe!- de la visión beatífica de Dios. Porque así como ésta nos unirá completamente con Dios, así la fe nos une ya con Él. Por eso, no hay diferencia esencial entre la fe y la visión; ambas nos unen con Dios; la fe, todavía en la oscuridad del camino terreno; la visión, en la claridad de la luz que no tendrá atardecer.

En la Encarnación, el Verbo, “luz verdadera”, viene a este mundo (Jn 1, 9) para revelarnos la verdad acerca del mundo y salvarnos. Y dice san Juan refiriéndose a esta venida del Verbo al mundo: En el mundo estaba, y el mundo fue hecho por él, y el mundo no le reconoció (Jn 1, 10). Vemos que muchos hombres rechazan a Cristo. Son hombres obcecados por sus culpas que quedan apegados sólo al mundo y gustan exclusivamente de las cosas que son del mundo.

Los que han recibido la filiación divina por creer y recibir al Verbo no han nacido de la sangre, ni de la voluntad de la carne ni del querer del hombre, sino de Dios (Jn 1, 13). El nacimiento de que aquí se habla es el sobrenatural de los hombres. En contraste con el nacimiento natural (que es por la sangre y el querer humano), el sobrenatural (que viene de Dios) hace ver que los que creen en Jesucristo son constituidos hijos de Dios no sólo como criaturas, sino sobre todo por don gratuito de la fe y de la gracia. Este nacimiento sobrenatural es una verdadera generación espiritual que se realiza en el Bautismo.

En este sacramento recibimos la gracia primera. Gracia que nos viene del Verbo, pues de su plenitud todo lo hemos recibido, y gracia por gracia (Jn 1, 16). Todas las gracias brotan de la fuente inagotable que es Cristo, cuya plenitud de gracia no se acaba nunca. Él no tiene el don recibido por participación, sino que es la misma fuente, la misma la raíz de todos los bienes: la Vida misma, la Luz misma, la Verdad misma. Y no retiene en sí mismo las riquezas de sus bienes, sino que los entrega a todos los demás; y habiéndolos dispensado, permanece lleno; no disminuye en nada por haberlos distribuido a otros, sino que llenando y haciendo participar a todos de estos bienes permanece en la misma perfección (San Juan Crisóstomo).

Refiriéndose al Bautismo, el papa Francisco dijo: Jesús dice a Nicodemo que es necesario nacer de lo alto, del agua y del Espíritu para entrar en el reino de Dios. Somos introducidos en este pueblo a través del Bautismo, a través de la fe en Cristo, don de Dios que se debe alimentar y hacer crecer en toda nuestra vida. Preguntémonos: ¿Cómo hago crecer la fe que recibí en mi Bautismo? ¿Cómo hago crecer esta fe que yo recibí y que el pueblo de Dios posee?

El prólogo termina con esta afirmación: A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él mismo lo dio a conocer (Jn 1, 18). Todas las visiones que los hombres han tenido de Dios en este mundo han sido indirectas, ya que sólo contemplaron la gloria divina, esto es, el resplandor de su grandeza: por ejemplo, Moisés vio la zarza ardiendo; Elías sintió la brisa en el monte Horeb; Isaías contempló el esplendor de su majestad. Pero al llegar la plenitud de los tiempos, esa manifestación de Dios se hace más próxima y casi directa, ya que Jesucristo es la imagen visible del Dios invisible; es la revelación máxima de dios en este mundo, hasta el punto que asegura: el que me ha visto a mí ha visto al Padre (Jn 14, 9). Ninguna Revelación más perfecta puede hacer Dios de Sí mismo que la Encarnación de su Verbo eterno. Por eso escribió admirablemente san Juan de la Cruz: En darnos a su Hijo, que es una palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto de una vez y no tiene más que hablar.

En el Credo del Pueblo de Dios se dice del Verbo eterno, nacido del Padre antes de todos los siglos, que se encarnó por obra del espíritu Santo, de María, la Virgen, y se hizo hombre. Pidamos a Santa María, Madre de Dios, que tengamos siempre abiertas las puertas de nuestro corazón para recibir al Verbo encarnado, luz verdadera que ilumina a todo hombre.

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