Solemnidad de San Pedro y San Pablo. Homilía (Ciclo B)


Celebra la liturgia de la Iglesia en un mismo día a san Pedro y san Pablo, santos Patronos de Roma, y columnas de la Iglesia Católica. Ambos murieron mártires en la persecución contra los cristianos decretada por el emperador Nerón. El Príncipe de los Apóstoles, crucificado; y el Apóstol de los gentiles, decapitado. Sus restos mortales, custodiados en las dos basílicas dedicadas a ellos, son muy queridos por los romanos y por los numerosos peregrinos que desde cuatro puntos cardinales vienen a la Ciudad eterna a venerarlos.

En el episodio del Evangelio que se lee en la Misa de los dos Apóstoles está la pregunta que hace Jesucristo a sus discípulos. Y vosotros ¿quién decís que soy yo? (Mt 16, 15). Pedro, y con él la Iglesia de ayer, de hoy y de siempre, responde, por la gracia de Dios, la verdad: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo (Mt 16, 16). A lo largo de la historia se ha dado varias respuestas a la pregunta ¿Quién es Cristo? Hay quienes dicen que es un hombre bueno que existió en el pasado; otros, un revolucionario o un político. Sí, Jesús ha sido definido de distintas maneras, se ha dicho de Él que fue un gran profeta de la justicia y del amor; un sabio maestro de la vida; un soñador de los sueños de Dios. Pero la respuesta exacta fue la que dio Simón Pedro, inspirado por Dios.

Oída la respuesta del Apóstol, Jesús le dijo: Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia (Mt 16, 17-18). Con estas palabras Cristo prometió san Pedro la primacía sobre toda la Iglesia. Después de su resurrección, el Señor le confirió el primado jerárquico, constituyéndole en jefe de los Apóstoles y Cabeza visible del nuevo Pueblo de Dios.

Durante la vida de Jesús sobresale Simón Pedro por su espontaneidad, que le hace actuar como el primero de los Doce. En la Transfiguración es quien se dirige a Jesús rogándole hacer tres tiendas; en otra ocasión, le pregunta el número de veces que es necesario perdonar las ofensas; también es él quien recuerda a su Divino Maestro que ellos -los Apóstoles- lo han dejado todo por seguirle, y pregunta qué recompensa tendrán;después del discurso eucarístico de Cristo en la sinagoga de Cafarnaún es quien responde en nombre de los Apóstoles a la pregunta de su Cristo, si ellos también se querían ir. Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna (Jn 6, 68).

Esta singular característica de Pedro es reconocida en varias ocasiones por el mismo Jesús: se dirige a él al tener que reprender la poca credulidad de los discípulos en las predicciones que hizo de su Pasión y Muerte; le increpa, aun estando los otros apóstoles, por no haber sabido velar una hora con Él en Getsemaní; en otro momento lo asocia a su persona y a sus obligaciones al pagar el tributo del templo reclamado por los recaudadores del dracma; después de la Resurrección, el Señor se aparece primeramente a Pedro, como testimonia el evangelista san Lucas y confirma el Apóstol Pablo. Ciertamente, toda la serie de atenciones que Jesús tiene con Pedro reviste un significado único, que es el de querer darle la primacía sobre los demás Apóstoles y, por tanto, constituirle en Cabeza visible de la Iglesia naciente.

Simón Pedro fue puesto en la cúspide del Colegio Apostólico, no como el primero entre iguales, sino como Vicario de Cristo, y esto lo comprendieron los demás Apóstoles respetando con obediencia las especiales prerrogativas concedidas a san Pedro. Éste fue consciente desde el primer momento de su primacía. Así, el mismo día de Pentecostés, se le ve, lleno del Espíritu Santo, dirigiéndose a los judíos; en la elección de san Matías desempeñó una función singular de indudable primacía; los primeros cristianos reconocieron la disposición del Señor de que fuera él quien abriera las puertas de la Iglesia a los gentiles, como una prueba más de que poseía preeminencia sobre el resto de los Apóstoles; en el concilio de Jerusalén fue también el Príncipe de los Apóstoles quien pronunció la palabra decisiva a los preceptos morales de los judíos; es él quien castigó severamente a los esposos Ananías y Safira, por mentir sobre el precio del campo que habían vendido; y, es él quien amenazó con la venganza divina a Simón el Mago por su pretensión de comprar con dinero el poder de otorgar el Espíritu Santo.

San Juan cuenta el primer encuentro de Jesús con san Pedro. El evangelista y san Andrés cuando conocieron a Cristo permanecieron con Él varias horas. Después de estar con el Señor, Andrés va donde su hermano Simón y le dice: Hemos encontrado al Mesías (que significa el Cristo (Jn 1, 41), y lo llevó hasta Jesús. Éste mirándolo le dijo: Tú eres Simón, el hijo de juan; tú te llamarás Cefas (que significa piedra) (Jn 1, 42). Comenta el papa Francisco: Ésta es la primera mirada. ¿Cómo está el alma de Pedro en esa primera mirada? Entusiasmado. El primer ímpetu es ir con el Señor… n la noche del Jueves Santo, cuando Pedro niega a Jesús tres veces, lo ha perdido todo. Ha perdido su amor, y, cuando el Señor cruza su mirada, llora. El Evangelio de Lucas dice que Pedro lloró amargamente. Este entusiasmo de seguir a Jesús se ha convertido en llanto, porque él ha pecado: él ha negado a Jesús. Esa segunda mirada cambia el corazón de Pedro, más que antes, y es un cambio de conversión al amor (Homilía 22.V.2015).

Hay una tercera mirada de Jesús a Pedro. Ésta está recogida en la tradición. Durante la persecución de Nerón, Pedro quería abandonar Roma. Pero intervino el Señor, saliéndole al encuentro. Pedro se dirigió a Él preguntando: “¿A dónde vas, Señor?”, y el Señor, mirándole, le respondió inmediatamente: “Voy a Roma, a fin de ser crucificado por segunda vez”. Pedro volvió a Roma y en la Ciudad Eterna permaneció hasta el momento de la su crucifixión.

La segunda lectura de la Misa, de la segunda carta de san Pablo a Timoteo, empieza con este versículo: El Señor me asistió y me fortaleció para que, por medio de mí, se proclamara plenamente el mensaje y lo oyeran todos los gentiles (2 Tm 4, 17). Estas palabras de san Pablo a Timoteo resumen la tarea apostólica del Apóstol de los gentiles. A partir del momento de su conversión puso todas sus energías al servicio exclusivo de Jesucristo y de su Evangelio. Desde entonces su vida fue la de un apóstol deseoso de cumplir su misión de propagar por todos los rincones de la tierra el mensaje salvífico de Jesús. No repara en sacrificios y se entrega sin reservas a su tarea apostólica.

Con su conducta, san Pablo nos enseña que lo que cuenta es poner en el centro de nuestra vida a Jesucristo, estar en comunión con Cristo y con su palabra. Además, nos hace ver la dimensión universal del apostolado. De cien, nos interesa cien, decía san Josemaría Escrivá. Y es lo que hizo san Pablo, que se dedicó a dar a conocer la buena nueva, es decir, el anuncio de gracia destinado a reconciliar al hombre con Dios, consigo mismo y con los demás.

En el apostolado de san Pablo no faltaron dificultades, que afrontó con valentía por amor de Cristo. Sufrió toda clase de penalidades, experimentado en prisiones, en azotes, en peligros de muerte, en trabajos, nada le hace detenerse en su predicación. Él mismo escribe sus padecimientos en la Primera carta a los corintios. El joven Saulo se ha convertido en un gigante que recorre todo un imperio anunciando a Cristo.

Hoy encontramos un ambiente difícil para el apostolado, pero no más difícil que el que se encontraron los Apóstoles. Estos predicaron el Evangelio llenos de fe y cristianizaron un mundo pagano. Preguntémonos: ¿Cómo es nuestra fe a la hora del apostolado? ¿Estamos verdaderamente convencidos de que, como escriba San Juan, “ésta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe”? ¿Sabemos actuar en consecuencia? ¿Afrontamos las dificultades que puedan presentarse con espíritu optimista, con moral de victoria? Y para eso, ¿apoyamos cada actividad apostólica concreta en la oración y en el sacrificio? ¿Damos testimonio de nuestra fe, yendo contra corriente si es preciso? (Javier Echevarría).

San Pablo, enamorado del Señor, sin más medio que la fe en Cristo Crucificado y Resucitado, y animado por una esperanza segura y alegre, realizó varios viajes por la ribera del Mediterráneo para implantar en ciudades y naciones la enseñanza del Maestro divino. Se esforzó continuamente por incrementar el número de los discípulos de Cristo. No desaprovechó ninguna oportunidad para anunciar al que para muchos era el dios desconocido.

Fue el Espíritu Santo quien impulsó a Pablo a anunciar las grandes obras de Dios. Predicar el Evangelio no es para mí motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe; y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio! (1 Co 9, 16). Cada uno de nosotros también debe sentirse enviado por Dios para dar testimonio de Cristo en la sociedad de nuestros días. Es la hora de emprender una nueva evangelización y no se puede faltar a esa llamada urgente que nos hace Dios.

En la primera lectura, tomada de los Hechos de los Apóstoles se narra la persecución de Herodes Agripa contra los cristianos y la prisión y milagrosa liberación de san Pedro. Estando el Príncipe de los Apóstoles encarcelado la Iglesia oraba insistentemente por él a Dios (Hch 12, 5). San Juan Crisóstomo, comentando este hecho, dice en una de sus homilías: Observad los sentimientos de los fieles hacia sus pastores. No recurren a disturbios ni a rebeldía, sino a la oración, que es el remedio invencible. No dicen: hombres insignificantes como somos, es inútil que oremos por él. Rezaban por amor y no pensaban nada semejante. ¿Veis lo que hacían los perseguidores sin pretenderlo? Hacían a unos más firmes en las pruebas y a otros más celosos y amantes. Aquellos cristianos de la primitiva Iglesia de Jerusalén conocían las palabras del Señor acerca de la oración perseverante. Por eso rezan. Y el autor sagrado pone de manifiesto la eficacia que Dios concede a la oración de toda la comunidad en favor de Pedro. El Señor desea que sus designios providentes de salvar a Simón Pedro para bien de la Iglesia sean como una respuesta a los ruegos confiados de los cristianos.

Igual que aquellos primeros cristianos de Jerusalén oraron por Pedro, los católicos debemos rezar por el Papa, que es uno de los deberes más gratos de nuestra caridad de cristianos. Por tanto, recemos y hagamos rezar a mucha gente por el Papa; que pueda contar también con la oración de los niños y los enfermos, que tan grata es a Dios y tan derechamente sube hasta el corazón de Cristo. Amamos con toda el alma al Papa, sea quien sea, porque es el Vicario de Cristo, ese cariño y veneración han de manifestarse con mucha oración y mucha mortificación por la persona, la salud y las intenciones del actual Romano Pontífice (Javier Echevarría). Y siempre le pediremos a Santa María, Madre de la Iglesia, por la persona e intenciones del Romano Pontífice.

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