Primer mandamiento
Amarás a Dios sobre todas las cosas
Cuenta el Evangelio según san Mateo que un doctor de la Ley se acercó a Jesús y le preguntó, tentándole: “Maestro, ¿cuál es el mandamiento más grande de la ley?” Él le dijo: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Éste es el más grande y primer mandamiento” (Mt 22, 36-38).
En el primer mandamiento se incluye el deber de adorar a Dios. Para amar a Dios hay que reconocer antes su señorío y adorarle; y si no se le adora es porque no se le conoce y no se le ama, habiendo sido sustituido por las criaturas, que son los falsos dioses del egoísmo y del pecado. Por tanto, en el primer mandamiento Dios nos ordena que le reconozcamos, adoremos, amemos y sirvamos como a único y soberano Señor.
¿Cómo sabemos si estamos amando a Dios? El apóstol san Juan escribió: No amemos de palabra ni de lengua, sino de obra y de verdad (1 Jn 3, 18). La mejor señal del amor a Dios son las obras, la guarda de los mandamientos. Lo dijo el mismo Cristo: Si me amáis, observad mis mandamientos… Quien practica mis mandamientos, ése me ama (Jn 14, 15.21).
¿Hay algún límite en el amor a Dios? No. El amor que Dios nos pide –sobre todas las cosas– es un amor total y absoluto. Nunca amaremos a Dios bastante; siempre se le puede amar más y se le debe amar más. Además, por mucho que le amemos, Él siempre nos ama más.
¿Son compatibles este amor total a Dios y el amor a nuestros semejantes? Por supuesto que son compatibles. Los Diez Mandamientos se resumen en dos: En el amor a Dios y en el amor al prójimo. Jesucristo después de contestar al doctor de la Ley cuál era el primer mandamiento añadió: El segundo, semejante a éste, es: Amarás al prójimo como a ti mismo. De estos dos preceptos penden toda la Ley y los Profetas (Mt 22, 39-40).
Algunas personas quieren ver incompatibilidades entre estos dos amores. Y no hay ninguna. El papa Juan Pablo I, el día anterior a su muerte, explicó muy bien que no debe darse la disyuntiva entre el amor a Dios y el amor al prójimo: Llegamos a un choque directo entre Dios y el hombre, Dios y el mundo. No sería justo decir: “O Dios o el hombre”. Debemos amar “a Dios y al hombre”. Pero nunca al hombre más que a Dios, contra Dios o tanto como a Dios. En otros términos, el amor de Dios es superior, pero no es exclusivo (Discurso, 27.IX.1978).
Bien, pero ¿es fácil amar a Dios sobre todas las cosas? Sí, siempre que uno quiera y ponga los medios. Mira. El amor es una tendencia natural del hombre, el cual no puede dejar de amar. Y radicalmente sólo hay dos amores posibles: o se ama a Dios, Bien supremo, sobre todas las cosas, y a todo lo demás porque es bueno, ya que ha sido creado por Él y participa de su bondad; o amamos lo que nos reporta una ventaja, o nos gusta, o se acomoda a nuestro interés, y entonces nos amamos a nosotros mismos sobre todas las cosas, y amamos las cosas egoístamente, porque nos procuran una satisfacción.
Todos los posibles amores se reducen a uno de estos dos, y según se oriente la voluntad en uno u otro sentido, el alma se hace recta o se torna egoísta, tiende al Señor o se centra en sí misma. Decía san Agustín: Dos amores fundaron dos ciudades: el amor propio hasta el desprecio de Dios, la terrena; y el amor de Dios hasta el desprecio de sí mismo, la celestial. La primera se gloría en sí misma, y la segunda, en Dios (De civitate Dei, XIV, 28). Por tanto, si uno se ama a sí mismo de forma egoísta, no le será posible amar a Dios sobre todas las cosas, ni siquiera amarle. Ahora bien, a la persona que busca el amor de Dios con olvido de sí mismo le será fácil cumplir el primer mandamiento del Decálogo.
Y ahora te transcribo la oración de un santo: Te amo, Dios mío, y mi único deseo es amarte hasta el último suspiro de vida. Te amo, Dios mío infinitamente amable, y prefiero morir amándote a vivir sin amarte. Te amo, Señor, y la única gracia que te pido es amarte eternamente… Dios mío, si mi lengua no puede decir en todos los momentos que te amo, quiero que mi corazón te lo repita cada vez que respiro (San Juan Bautista María Vianney, Oración).
¿Qué obligaciones impone el primer mandamiento? En el aspecto positivo el primer mandamiento nos obliga a creer en un solo Dios verdadero, a esperar en Él, a amarle con toda el alma y con todas nuestras fuerzas, y a adorarle o darle culto supremo. Es decir, nos obliga a practicar las tres virtudes teologales: fe, esperanza y caridad, y la virtud de la religión.
Me puedes explicar cada una de estas virtudes. Sí, y empezamos con la virtud de la fe. Por la fe estamos obligados a creer firmemente todas las verdades reveladas por Dios (contenidas en la Sagrada Escritura -Biblia- y en la Tradición) que la Iglesia nos enseña en virtud de la autoridad que ha recibido del mismo Dios.
Dos son los motivos fundamentales tenemos para creer las verdades reveladas. El primero, es la autoridad y soberana veracidad de Dios que las reveló y que no puede engañarse (es infinitamente sabio, por tanto no se puede equivocar) ni engañarnos (es infinitamente bueno, y la mentira va contra la bondad); y el segundo, es el magisterio infalible de la Iglesia que no puede equivocarse porque tiene una asistencia especial que Cristo le prometió para enseñar sin error posible.
Por la virtud de la fe creemos en Dios, creemos a Dios, y creemos lo que Dios ha dicho. Esto se puede formular con tres preguntas y sus respectivas respuestas: ¿A quién creemos? Al mismo Dios que ha hablado a todos los hombres; ¿Por qué creemos? Porque nos fiamos de Dios, de la autoridad del mismo Dios que revela; ¿Qué verdades creemos? Creemos todo lo que Dios ha revelado: lo que se encuentra en la Tradición y en la Sagrada Escritura, y que la Iglesia por definición solemne o por su Magisterio ordinario y universal propone como divinamente revelado.
¿Cuáles son esas verdades que hay creer? Es objeto de la fe las verdades que toda persona con uso de razón debe conocer y creer explícitamente para salvarse.
Nadie puede salvarse sin creer expresamente que Dios existe (un solo Dios, creador de todas las cosas) y que es remunerador, es decir, que después de la muerte existe otra vida, en la que Dios premia a los buenos y castiga a los malos.
Para los no cristianos, no es necesario (según el parecer de la mayoría de los teólogos) para salvarse la fe explícita en la Encarnación del Verbo, en la Redención obrada por Cristo y en el misterio de la Santísima Trinidad.
Para los católicos es necesario creer para salvarse todas las verdades que están contenidas en el Credo, sin excluir uno solo de sus dogmas.
Nunca está permitido negar la fe y debemos confesarla públicamente cuando sea menester.
Háblame ahora de la esperanza. Por la virtud de la esperanza confiamos en Dios y, fundados en sus promesas, aguardamos de Él cuanto necesitamos, porque no sólo es infinitamente bueno, sino también omnipotente. Debemos tener absoluta confianza en que Dios cumplirá con perfecta fidelidad sus promesas, especialmente las que se refieren a la vida eterna y las gracias necesarias para conseguirla.
La esperanza llena de alegría nuestro caminar por esta vida, aun en medio de las dificultades. Además, nos ayuda a vencer las tentaciones. Aconsejaba san Josemaría Escrivá: A la hora de la tentación piensa en el Amor que en el cielo te aguarda: fomenta la virtud de la esperanza, que no es falta de generosidad (Camino, n. 139).
Son objeto de la esperanza los bienes que Dios ha prometido, a saber: la gloria eterna, es decir, la posesión de Dios; los medios necesarios para alcanzarla, principalmente el perdón de los pecados, por medio de la contrición y de la confesión; la gracia divina; y aún los mismos bienes temporales, en cuanto nos servimos de ellos para la salvación.
¿En qué se funda la esperanza? Nuestra esperanza se funda: 1) En la omnipotencia y bondad de Dios, que puede y quiera darnos todos los bienes que nos ha prometido; 2) En su fidelidad para cumplir sus promesas; 3) En los méritos infinitos de Jesucristo, que son la causa meritoria de todos los bienes que Dios nos concede; y 4) En las buenas obras de cada uno, ninguna de las cuales quedará sin recompensa.
¿Cuáles son los deberes de la caridad? El precepto de la caridad encierra dos deberes: Amar a Dios sobre todas las cosas y amar al prójimo como a nosotros mismos por Dios. Pero en el primer mandamiento del Decálogo solamente se atiende al primero de esos deberes, pues el amor al prójimo es objeto del cuarto mandamiento y de los que le siguen.
Debemos amar a Dios sobre todas las cosas, es decir, preferirlo a todas las criaturas y estar dispuestos a perder la vida antes que ofenderle. Siendo Él el Ser perfectísimo, merece ser amado con todo el corazón, con toda el alma y con todas nuestras fuerzas.
¿Cuáles son los motivos para amar a Dios de esta manera? Entre otros: 1) por ser Él quien es: el Sumo Bien, la Bondad infinita, la Perfección absoluta; 2) porque nos ama infinitamente y debemos corresponderle en cuanto podamos; 3) por los beneficios, gracias y favores que nos hace continuamente.
¿Y qué es la virtud de la religión? En primer lugar te diré que la palabra religión es derivada del vocablo latino religare, y que significa: unión o enlace. Dicho esto, la definición de la virtud de la religión es: La virtud que nos lleva a dar a Dios el culto y el honor debido como Creador y Ser Supremo, Principio y Soberano Señor de todas las cosas. Supone una relación que une al hombre con Dios. Comprende doctrinas, normas de vida moral y ritos sagrados por los que se da culto a Dios.
Esta virtud nos obliga a rendir a culto de adoración a Dios, y comprende el cumplimiento de todos los deberes religiosos, entre otros, el de la oración.
No basta que creamos en Dios, es preciso también que le reconozcamos como a nuestro Padre y soberano Señor.
¿Cuáles son los pecados contra el primer mandamiento? Son infracciones al mandamiento del amor a Dios sobre todas las cosas los pecados contra la fe, contra la esperanza, contra la caridad y contra la virtud de la religión.
Concrétame, por favor. Sí, por supuesto. Pecados contra la fe. Los que no han recibido el bautismo y tienen, por tanto, carencia de fe, si, a pesar de conocerla, no la abrazaron (la fe), incurren en el pecado de infidelidad, porque conociendo la fe tienen obligación de abrazarla. Sin embargo, no son culpables del pecado de infidelidad los que carecen de fe porque nunca tuvieron noticia de ella.
Pongo un ejemplo para aclarar lo dicho. Un joven sin bautizar que se educa en un ambiente cristiano y además estudia en un colegio donde se imparte clases de religión católica, a las que asiste sin ninguna coacción, si no abraza la fe incurre en pecado de infidelidad. Caso distinto es el del que vive en un ambiente no cristiano y al que no le llega noticia del mensaje cristiano. Éste no peca de infidelidad porque no puede abrazar la fe sin conocerla.
Para los bautizados, el primer mandamiento nos pide que alimentemos y guardemos con prudencia y vigilancia nuestra fe y que rechacemos todo lo que se opone a ella. Hay diversas maneras de pecar contra la fe (transcribo los puntos 2.088 y 2.089 del Catecismo de la Iglesia Católica):
La duda voluntaria respecto a la fe descuida o rechaza tener por verdadero lo que Dios ha revelado y la Iglesia propone creer. La duda involuntaria designa la vacilación en creer, la dificultad de superar las objeciones con respecto a la fe o también la ansiedad suscitada por la oscuridad de ésta. Si la duda se fomenta deliberadamente, la duda puede conducir a la ceguera del espíritu.
La incredulidad es el menosprecio de la verdad revelada o el rechazo voluntario de prestarle asentimiento. “Se llama herejía la negación pertinaz, después de haber recibido el bautismo, de una verdad que ha de creerse con fe divina y católica, o la duda pertinaz sobre la misma; apostasía es el rechazo total de la fe cristiana; cisma, el rechazo de la sujeción al Sumo Pontífice o de la comunión con los miembros de la Iglesia a él sometidos.
También pecan contra la virtud de la fe los que se ponen voluntariamente en peligro de perder la fe. Del mismo modo que para conservar la salud nadie ingiere un alimento desconocido, sin informarse antes de si puede hacer daño, ni se expone sin las necesarias precauciones al contacto con enfermos infecciosos, también para conservar la fe es necesario tomar medidas de prudencia. Por ejemplo, antes de leer un libro cualquiera -sobre todo si trata de temas religiosos o de filosofía, etc., o incluso novelas- hay obligación de informarse sobre su contenido con personas de criterio, y de abandonar su lectura en caso de que represente un peligro contra la fe. También se debe evitar frecuentar determinados lugares o ambientes que representan un peligro concreto contra la fe o las costumbres. Quien considerase imprudentemente que a él no le afectan esas lecturas o esos ambientes, por su madurez o formación, demostraría precisamente inmadurez y ligereza, muchas veces alimentadas por el amor propio o la curiosidad incontrolada.
¿Y los pecados contra la esperanza? Los pecados contrarios a la virtud de la esperanza son: la presunción y la desesperación.
La desesperación es una voluntaria desconfianza de salvación; es decir, la pérdida de esperanza de salvarse, desconfiando de la misericordia divina. El caso de Judas Iscariote es el clásico tipo de desesperación. Se arrepintió del mal que había hecho (traicionar a su Maestro), reconociendo que había entregado a un inocente, pero no buscó el perdón de Jesús, la misericordia de Dios, y, desesperado, se ahorcó.
Por la desesperación, el hombre deja de esperar de Dios su salvación personal, el auxilio para llegar a ella o el perdón de sus pecados. Este pecado se opone a la Bondad de Dios, a su Justicia -porque el Señor es fiel a sus promesas- y a su Misericordia.
La presunción es la confianza excesiva y temeraria de alcanzar la salvación, por las propias fuerzas, sin la gracia de Dios, o de conseguirla con la fe sola, sin las buenas obras personales. Peca, pues, por presunción el que espera conseguir el Cielo por otros medios que los ordenados por Dios, que son fe, gracia y méritos personales adquiridos con las obras buenas. Dios promete la vida eterna al que guarda sus mandamientos, pero no al que no hace nada, confiando en su divina misericordia.
Por tanto, hay dos tipos de presunción: O bien el hombre presume de sus capacidades (esperando poder salvarse sin la ayuda de Dios), o bien presume de la omnipotencia o de la misericordia divina (esperando obtener su perdón sin conversión y la gloria sin mérito).
También es pecado poner toda la esperanza en que algo distinto de Dios puede colmar los deseos de felicidad (por ejemplo, esperar en la realización de un paraíso terrenal).
¿Cuáles son los pecados contra el amor de Dios? El más grave de todos, propio de los espíritus diabólicos, es el odio a Dios. Este pecado tiene su origen en el orgullo; se opone al amor de Dios cuya bondad niega y lo maldice porque condena el pecado e inflige penas.
El olvido de Dios, que se manifiesta en la omisión voluntaria de los deberes religiosos y en la frialdad por las cosas divinas. No es tan grave este pecado como el anterior, pero lleva a él y es fuente de muchos otros.
La indiferencia ante Dios, a la que se llega por no haber puesto positivamente los medios para amarle, por no haber entendido la vida cristiana como lo que es. La indiferencia descuida o rechaza la consideración de la caridad divina; desprecia su acción preveniente y niega su fuerza.
La ingratitud omite o se niega a reconocer la caridad divina (el amor de Dios) y devolverle amor por amor.
Ya sólo quedan los pecados contra la virtud de la religión… Sí, para acabar de citar los pecados contra el primer mandamiento del Decálogo sólo nos quedan aquellos pecados contrarios a la virtud de la religión.
En primer lugar, la idolatría, o adoración de ídolos o falsos dioses. Este pecado consiste en dar a algunas criaturas el culto debido sólo a Dios. Es pecado gravísimo, condenado severamente por Dios en la Sagrada Escritura: No tendrás otros dioses frente a mí. No te harás ídolos (…). No te postrarás ante ellos ni les darás culto; porque yo, el Señor tu Dios, Yavé, soy un Dios celoso (Ex 20, 3-5).
Perdona que te interrumpa, pero ¿hay personas hoy día que adoran a ídolos, como los israelitas que en el desierto adoraron a un becerro de oro? No está el pecado de idolatría tan lejos de nosotros como imaginamos. De alguna manera se cae en él cuando se sirve a la comodidad, al placer, o a cualquier forma de egoísmo, antes que a Dios; o incluso cuando ponemos antes que Dios otras cosas lícitas en sí mismas -la dedicación al propio trabajo, a la familia-, pero dejan de serlo si se sitúan en primer lugar, convirtiéndose en la finalidad última de nuestra vida, que corresponde únicamente a Dios.
El Catecismo de la Iglesia Católica hace referencia a las nuevas formas de idolatría de la época actual. La idolatría no se refiere sólo a los cultos falsos del paganismo. Es una tentación constante de la fe. Consiste en divinizar lo que no es Dios. Hay idolatría desde el momento en que el hombre honra y reverencia a una criatura en lugar de Dios. Trátase de dioses o de demonios (por ejemplo, el satanismo), de poder, de placer, de la raza, de los antepasados, del Estado, del dinero, etc. “No podéis servir a Dios y al dinero”, dice Jesús (Mt 6, 24). Numerosos mártires han muerto por no adorar a “la Bestia” (Cfr. Ap 13-14), negándose incluso a simular su culto. La idolatría rechaza el único Señorío de Dios; es, por tanto, incompatible con la comunión divina (Cfr. Ga 5, 20; Ef 5, 5) (n. 2113).
Respondida tu pregunta, continuemos refiriéndonos a los pecados contra la virtud de la religión.
La superstición, que es toda creencia religiosa extraña a la fe y contraria a la razón. Es, pues, una actitud irracional que atribuye a ciertos hombres (brujos, adivinos, hechiceros…), a objetos (talismanes, cartas, amuletos…), a hechos causales (caerse la sal, romperse un espejo, tener en la puerta de la casa una herradura, ver un gato negro…), la posibilidad de influir en el destino del hombre. Comete pecado el que cree que ciertos actos, palabras, números (especialmente el trece), percepciones… acarrean desgracia o felicidad, buena suerte o mala suerte, y los busca o los evita por esta razón. Es un pecado de excesiva credulidad.
La irreligiosidad o irreligión, que es una irreverencia especial hecha a Dios, o a personas y cosas consagradas a Él. Los principales pecados de irreligión son: la acción de tentar a Dios con palabras o con obras, el sacrilegio y la simonía.
La acción de tentar a Dios consiste en poner a prueba, de palabra o de obra, su bondad y su omnipotencia. Así es como Satán quería conseguir de Jesús que se arrojara del pináculo del templo y obligase a Dios, mediante este gesto, a actuar. Jesús le opone las palabras de Dios: No tentarás al Señor tu Dios (Dt 6, 16). El reto que contiene este tentar a Dios lesiona el respeto y la confianza que debemos a nuestro Creador y Señor. Incluye siempre una duda respecto a su amor, su providencia y su poder.
El sacrilegio consiste en profanar o tratar indignamente los sacramentos y las otras acciones litúrgicas, así como las personas, las cosas y lugares consagrados a Dios. El sacrilegio es un pecado grave sobre todo cuando es cometido contra la Eucaristía, pues en este sacramento el Cuerpo de Cristo se hace presente substancialmente.
La simonía se define como la compra o venta de realidades espirituales. A Simón el mago, que quiso comprar el poder espiritual del que vio dotado a los apóstoles, Pedro le responde: Vaya tu dinero a la perdición y tú con él, pues has pensado que el don de Dios se compra con dinero (Hch 8, 20). Así se ajustaba a las palabras de Jesús: Gratis lo recibisteis, dadlo gratis (Mt 10, 8). Es imposible apropiarse de los bienes espirituales y de comportarse respecto a ellos como un poseedor o un dueño, pues tienen su fuente en Dios. Sólo es posible recibirlos gratuitamente.
Otro pecado contra la virtud de la religión es el espiritismo. El espiritismo es la creencia que sostiene que la persona humana se puede poner en comunicación con el mundo invisible de los espíritus. Asimismo es el arte de comunicarse con los malos espíritus (demonios) o con los difuntos, para conocer por medio de ellos las cosas ocultas. La Iglesia ha condenado estos procedimientos.
También prohibe el primer mandamiento: el politeísmo, que es la creencia en la existencia de varios dioses; el ateísmo, que rechaza la existencia de Dios, apoyándose frecuentemente en una falsa concepción de la autonomía humana; el agnosticismo, según el cual, nada se puede saber sobre Dios, y que abarca el indiferentismo, que es la actitud teórica o práctica de quienes sostienen que todas las religiones son iguales, y el ateísmo práctico, que es la postura de los que viven completamente al margen de Dios, como si no existiera.
En la Biblia hay un mandato de Dios que dice: “No te harás escultura alguna…”, ¿significa este mandato que está prohibido el culto a las imágenes? Respondo a tu pregunta con lo que dice el Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica: En el Antiguo Testamento, el mandato “no te harás escultura alguna” prohibía representar a Dios, absolutamente trascendente. A partir de la Encarnación del Verbo, el culto cristiano a las sagradas imágenes está justificado (como afirma el II Concilio de Nicea del año 787), porque se fundamenta en el Misterio del Hijo de Dios hecho hombre, en el cual, el Dios trascendente se hace visible. No se trata de una adoración de la imagen, sino de una veneración de quien en ella se representa: Cristo, la Virgen, los ángeles y los santos (n. 446).