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Clases de Religión. Los Diez Mandamientos (Lección 12ª)

Décimo mandamiento

            No codiciarás los bienes ajenos

Jesucristo dijo: Donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón (Mt 6, 21). El corazón del hombre anhela un tesoro en cuya posesión piensa encontrar la seguridad y la felicidad. Sin embargo, todo tesoro compuesto de bienes de la tierra, de riquezas, de dinero, se convierte en una continua fuente de preocupaciones, porque está expuesto al peligro de perderse, o porque su defensa lleva consigo una tensión llena de disgustos y sinsabores. Cristo enseñó que el verdadero tesoro son las buenas obras y la conducta recta, que serán premiadas por Dios en el Cielo eternamente. Por tanto, ninguna cosa creada puede ser el tesoro, el fin último del hombre

¿Cuál es el contenido del décimo mandamiento? Es toda una invitación a abandonarse en la providencia del Padre del cielo que libera de la inquietud por el mañana. Como el desprendimiento de las riquezas es necesario para entrar en el Reino de los cielos, Dios nos ordena con este mandamiento que intentemos orientar rectamente nuestros deseos para que el uso de las cosas de este mundo y el apego a las riquezas no nos impidan, en contra del espíritu de pobreza evangélica, buscar el amor perfecto. Este último precepto del Decálogo manda, además, que cada uno se contente con el estado en que Dios le ha puesto y sufra con paciencia y resignación la pobreza, cuando el Señor le quiera en ese estado.

¿Qué prohibe este mandamiento? Así como el noveno mandamiento prohibe la concupiscencia de la carne, éste prohibe la concupiscencia de los ojos, que lleva a la violencia y la injusticia. En concreto, la codicia del bien ajeno, raíz del robo, de la rapiña y del fraude, prohibidos en el séptimo mandamiento.

El apetito sensible nos impulsa a desear las cosas agradables que no poseemos. Así, desear comer cuando se tiene hambre, o calentarse cuando se tiene frío. Estos deseos son buenos en sí mismos; pero con frecuencia no guardan la medida de la razón y nos empujan a codiciar injustamente lo que no es nuestro y pertenece, o es debido a otra persona (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2.536).

Por tanto, está prohibido el deseo de quitar a otros sus bienes o de adquirirlos por medios injustos o de cometer una injusticia mediante la cual se dañaría al prójimo en sus bienes temporales. Este deseo es un deseo desordenado de adquirir o gozar de bienes materiales, nacido de la pasión inmoderada de las riquezas y de su poder.

Además, el décimo mandamiento exige que se destierre del corazón humano la envidia. Ésta manifiesta la tristeza experimentada ante el bien del prójimo y el deseo desordenado de poseerlo, aunque sea en forma indebida. Cuando desea al prójimo un mal grave es un pecado mortal. La envidia representa una de las formas de la tristeza y, por tanto, un rechazo de la caridad. Procede con frecuencia del orgullo.

¿Entonces no se puede desear mejorar la posición social que uno tiene? Hemos dicho que el décimo mandamiento prohibe los actos internos contrarios al derecho de propiedad, es decir, los pensamientos y deseos voluntarios e injustos de bienes ajenos, o sea, la avaricia y la codicia. Así lo ha dispuesto Dios porque quiere que seamos justos interiormente y nos mantengamos siempre apartados de las acciones injustas. Pero esto no impide que se pueda desear mejorar la posición social o adquirir bienes ajenos por medios lícitos, como sería, por ejemplo, ganar dinero para comprar una finca. Por tanto, se puede desear obtener cosas que pertenecen al prójimo, siempre que sea por medios justos, y conseguir un mayor bienestar material, igualmente con medios nobles, pues el hombre está compuesto de alma y cuerpo, y por eso es conveniente un mínimo de comodidad para conseguir un desarrollo completo de las cualidades humanas de cada uno.

Clases de Religión. Los Diez Mandamientos (Lección 11ª)

Noveno mandamiento

No consentirás pensamientos ni deseos impuros

¿Qué manda y qué prohibe el noveno mandamiento? En este mandamiento Dios nos ordena que seamos puros y limpios en pensamientos y deseos. Es decir, que guardemos la virtud de la castidad en lo interior.

El apóstol san Juan distingue tres especies de codicia o concupiscencia: la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida. El noveno mandamiento prohibe la concupiscencia de la carne. Es decir, todo deseo y todo pensamiento voluntariamente admitido de acciones prohibidas por el sexto mandamiento. Jesucristo confirmó que la pureza debe ser interna y externa, al reprobar los malos deseos del corazón. Oísteis que a los antiguos se les dijo: no adulterarás; pero yo os digo que quien mirare a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón (Mt 5, 28).

Perdona. ¿Qué se entiende por concupiscencia? En el Catecismo de la Iglesia Católica está la respuesta. En sentido etimológico, la “concupiscencia” puede designar toda forma vehemente de deseo humano. La teología cristiana le ha dado el sentido particular de un movimiento del apetito sensitivo que contraría la obra de la razón humana. El apóstol S. Pablo la identifica con la lucha que la “carne” sostiene contra el “espíritu”. Procede de la desobediencia del primer pecado. Desordena las facultades morales del hombre y, sin ser una falta en sí misma, le inclina a cometer pecados (n. 2.515).

¿Cuáles son los pecados internos contra la virtud de la castidad? Se llaman internos los pecados que se consuman en el corazón del hombre, sin manifestarse externamente, a no ser por algún efecto que accidentalmente se siga de ellos.

Hay tres tipos de pecados internos: los malos pensamientos, los malos deseos y el gozo pecaminoso. En el caso de la virtud de la pureza estos pecados los podemos denominar: pensamiento impuro, deseo impuro y gozo pecaminoso. El primero se refiere al presente; el segundo, al futuro; y el tercero, al pasado.

Se entiende por mal pensamiento (o delectación morosa), la complacencia en una acción mala, que se representa en la imaginación, sin deseo de realizarla. Se incurre en un pensamiento impuro cuando el sujeto se entretiene voluntariamente en imaginar una situación deshonesta, para deleitarse en ella. Se llama también delectación morosa, porque la voluntad se detiene y admite esa complacencia en algo impuro.

El mal deseo se da cuando a la complacencia morosa en una acción mala se añade el deseo de realizarla. Si la acción que se desea hacer va contra la castidad, se llama deseo impuro.

Se entiende por gozo pecaminoso la complacencia en una acción pecaminosa antes realizada, sea por un mismo o por otro.

 ¿También son mortales los pecados internos contra la pureza? Los pecados de impureza internos (pensamientos, imaginaciones, recuerdos y deseos) son graves y no admiten parvedad de materia. Son solamente veniales cuando la advertencia del entendimiento no es plena o la voluntad no presta entero consentimiento. Además, estos pecados de pensamiento y de deseo son de la misma especie y gravedad que la acción deshonesta pensada o deseada. Por tanto, el que voluntariamente y para deleitarse piensa en cosas deshonestas, peca mortalmente, aunque no las lleve a efecto ni desee realizarlas. Mas no comete pecado alguno, antes bien adquiere mérito, si, al darse cuenta de que el pensamiento es malo, procura apartarlo, no entreteniéndose en él.

El Magisterio de la Iglesia advierte de la necesidad de examinarse también de los pecados internos para confesarlos en el sacramento de la Penitencia. En la confesión, los penitentes deben enumerar todos los pecados mortales de que tienen conciencia tras haberse examinado seriamente, incluso si estos pecados son muy secretos y si han sido cometido solamente contra los dos últimos mandamientos del Decálogo, pues, a veces, estos pecados hieren más gravemente  el alma y son más peligrosos que los que han sido cometidos a la vista de todos (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1.456).

Clases de Religión. Los Diez Mandamientos (Lección 10ª)

Octavo mandamiento

            No dirás falsos testimonios ni mentirás

            Vamos a comenzar hablando de la verdad y de la veracidad. Santo Tomás de Aquino dijo que la verdad es algo divino, por lo que hay que amarla y respetarla. Ésta es su definición: La verdad es la conformidad de las cosas con el concepto que de ellas forma la mente. Y la veracidad es la conformidad de la palabra con la idea del que habla, o sea, la expresión sincera de lo que uno siente en su interior. Santo Tomás de Aquino la definió como la virtud que inclina a decir siempre la verdad y a manifestarnos al exterior tal como somos interiormente

            Es la veracidad una virtud de nobleza en la convivencia humana. Jesucristo nos dio ejemplo y debió ser tan significativo que hasta sus mismos enemigos lo reconocieron, alabándole por ello: Maestro, sabemos que eres veraz y que enseñas de verdad el camino de Dios, y que no te dejas llevar de nadie, pues no haces acepción de personas (Mt 22,16). Y además, esta virtud atrae las simpatías de cualquier persona normal, aunque no tenga el don de la fe. Nuestro Señor la estimó en gran manera, dejando constancia de ello en la alabanza que pronunció de Natanael: He aquí un verdadero israelita, en quien no hay doblez (Jn 1, 47).

¿Qué nos manda Dios en el octavo mandamiento? Mira, entre las características propias de la naturaleza racional del hombre, se encuentra la capacidad de expresar y comunicar los pensamientos y afectos mediante la palabra. El recto uso del lenguaje exige decir la verdad, y para eso el hombre ha de vencer: a) la dificultad para discernir lo verdadero de lo falso; y b) la inclinación a decir lo contrario de lo que se piensa. Pues bien, el octavo mandamiento del Decálogo se refiere al vencimiento de esta inclinación y ordena decir la verdad. A veces, decir la verdad cuesta y exige esfuerzo, pero hay que ser valientes para decirla siempre y no mentir.

            No siempre es lo mismo decir la verdad y hablar con veracidad. Una persona es verídica (dice la verdad) cuando afirma lo que es verdadero; y es veraz (habla con veracidad) cuando afirma que es verdad lo que cree que es verdadero, aunque sea erróneo. No siempre se puede ser verídico (no está el hombre libre de error), pero sí siempre puede ser veraz. Dios nos manda ser veraces.

            ¿Tan importante es esta virtud de la veracidad? Sí, porque es camino que conduce a la paz social; la garantiza; y llena de justicia y comprensión el trato entre los hombres. No sería posible la convivencia si los hombres no se fiaran unos de otros, si no estuvieran convencidos de que se dicen mutuamente la verdad. Además, todo hombre tiene el derecho a no ser engañado y el deber de no engañar. Lo uno y lo otro son indispensables en la vida social, ya que sin veracidad y lealtad no serían posibles la educación, la enseñanza, la familia, la amistad, el comercio, etc.

            ¿Qué pecados son contrarios al octavo mandamientos? En primer lugar vamos a referirnos a la mentira. Y comenzamos con una anécdota. Sir Henry Wotton, un embajador de Jacobo I de Inglaterra, fue autor de una muy famosa frase, que dice así: Un embajador es un hombre honrado a quien se envía al extranjero a mentir por el bien de su país. Sir Henry Wotton reconoció ser el autor de tal frase, pero dijo que la había escrito de broma, en un álbum, en Augsburgo. Denunciado ante el rey por un enemigo suyo, jamás recibió otro puesto diplomático.

La mentira es afirmar lo contrario de lo que se siente o piensa, con intención de engañar. Cuando se realiza no con palabras sino con gestos se llama simulación, y si es en toda la conducta, se llama hipocresía.

En nuestros días se ha hecho de la mentira una técnica. Muchos se sirven de ella para la consecución de sus fines. Es necesario sanear las relaciones humanas, volviendo a recomponerlas en un clima de verdad y de transparencia.

¿Cuál es la gravedad de la mentira? Mira. La malicia intrínseca de la mentira es fácil de entender, pues el que miente actúa de forma directa contra lo que sabe que es verdadero. Es decir, obra conscientemente contra su conciencia. Por tanto, la mentira siempre es ilícita. Con frecuencia es sólo pecado venial, pero también puede revestir mayor gravedad si se dice para conseguir injustamente algo en beneficio propio o para causar un daño a alguien. En estos casos puede llegar a constituir pecado grave contra la justicia.

No obstante, es necesario evitar incluso las mentiras leves, procurando adquirir el hábito de expresarse siempre con veracidad. No hay que olvidar que al igual que una cerilla, que es una cosa tan pequeña, puede destruir un bosque, así la mentira puede destruir cosas grandes como la amistad de un amigo o la confianza de los padres. Si se miente a los amigos o a los padres, se acaba perdiendo su amistad y su confianza. Después, aunque el mentiroso diga la verdad, ya no se le cree. Es muy conocida la siguiente fábula, pero por ello no deja de ser ilustrativa. Un muchacho, muy mentiroso, guardaba un rebaño en la ladera de un monte. Un día, por burla, empezó a gritar: ¡El lobo! ¡El lobo! Los del pueblo vecino acudieron armados de hachas y palos y, no viendo nada, se volvieron; el joven se puso a reírse de ellos. Al día siguiente gritó de nuevo: ¡El lobo! ¡El lobo! Los del pueblo acudieron, ya en menor número, y confusos al verse por segunda vez burlados, se volvieron. Al tercer día, el lobo llegó de verdad. El joven pastor se puso a gritar desesperadamente: ¡Auxilio! ¡Auxilio! ¡El lobo! Pero ninguno del pueblo dio oído a sus gritos de alarma, y el lobo le mató muchas ovejas.

¿También es pecado la “mentira piadosa”? Mentir siempre es pecado. Hay varias clases de mentiras. La mentira puede ser dañosa, oficiosa y jocosa. Es dañosa o perniciosa cuando perjudica injustamente al prójimo; es oficiosa cuando se dice una falsedad para utilidad propia o ajena, sin perjuicio de tercero; es jocosa o festiva cuando se dice por broma, diversión, juego o mero pasatiempo. Toda mentira es pecado. No siempre es falta grave. En cada caso depende de la materia, intención, advertencia del que miente y del daño que pueda ocasionar.

La mentira piadosa es una mentira que se dice para evitar un mal o un disgusto. También es pecado. Se puede ocultar la verdad sin mentir.

¿Me puedes explicar esto de ocultar la verdad sin mentir? Hemos dicho que nunca es lícita la mentira, pero esto no quiere decir que el hombre está obligado a decir siempre toda la verdad. A veces, porque el que pregunta no tiene derecho a saber todo, y en ocasiones porque es obligatorio guardar el secreto. Hay que considerar que en la vida se dan situaciones en las que no es prudente ni justo decir lo que se piensa. En estos casos es lícito ocultar la verdad, siempre que no se mienta.

Todo hombre tiene derecho a mantener aquellos aspectos -sobre todo de su vida privada e íntima- cuyo conocimiento no serviría para nada al bien común. Los demás tienen derecho a que hablemos con verdad, pero no lo tienen -salvo en casos excepcionales -a que revelemos lo que puede ser materia de legítima reserva. En esos casos no es faltar a la verdad el callarse o el decir que no se desea responder. En otros casos es, además, obligatorio ocultar la verdad. Por ejemplo, no se puede revelar un secreto.

¿Qué obligaciones tiene una persona cuando conoce un secreto? Se entiende por secreto el conocimiento que se tiene de una cosa que debe permanecer oculta. Asimismo, lo que se tiene reservado u oculto.

El secreto puede ser: a) natural. Es aquel secreto en que por su naturaleza la cosa ha de permanecer oculta, por ejemplo, una falta deshonrosa; b) prometido. Es aquel secreto que, después de conocido, se ha dado palabra formal de guardarlo; c) confiado. Es aquel secreto que fue comunicado a condición de callarlo; d) profesional. Es el secreto que se confía a un abogado, a un juez, a un médico, etc., por razón de su profesión; e) sacramental. Es el secreto de la confesión

A estas clases de secretos hay que añadir el epistolar o de la correspondencia, incluido en el secreto natural, y considerado, además, como secreto confiado.

            El secreto es para el que lo posee un depósito sagrado que no puede revelar sin causa proporcionada. Y cuanto mayor sea la obligación, tanto más grave ha de ser la causa que pueda permitir su revelación. El que sin motivo violase un secreto, cometería un pecado contra la justicia, la fidelidad o la caridad, y su gravedad variaría de forma proporcional al daño que se ocasionaría.

¿Hay algunas causas que permitan revelar los secretos? Vamos por partes. El secreto sacramental es siempre inviolable y no hay nada que pueda permitir su revelación. El natural y el confiado obligan de suyo y en justicia, según la importancia de la materia. El secreto profesional es muy grave y obliga siempre en justicia. El secreto prometido obliga por fidelidad a la palabra dada y según la intención que se tuvo al darla. El secreto epistolar, como se ha dicho ya, participa de las reservas del natural y del confiado. Nadie puede leer las cartas dirigidas a otro, sin el consentimiento del interesado, salvo en casos especiales.

La obligación de guardar un secreto cesa cuando ya se ha divulgado por otra vía, y también cuando de callarlo se seguiría un mal grave e injusto a un inocente, etc. Así, un médico, por ejemplo, debe declarar un caso de tifus al servicio de higiene. Si el secreto prometido se refiere a un acto criminal, es evidente que no se puede ocultar.

En algunas profesiones -como el periodismo o la política- es necesario tener muy en cuenta todo lo referente al secreto. Un periodista no tiene derecho a revelar todo lo que llegue a su conocimiento sobre la vida de otra persona, escudándose en un falso derecho a la información, que violaría el derecho a la intimidad de los demás.

Además de la mentira y de la violación de los secretos. ¿Qué otros pecados hay contra el octavo mandamiento? Para contestar a tu pregunta, empiezo a hablar de la buena fama. Se entiende por fama la buena opinión que se tiene de la vida y de las costumbres de una persona. También se llama buen nombre. Todos los hombres tienen derecho a su buen nombre, que es un bien más importante que los bienes materiales. Por eso no se puede quitar o destruir la fama de los demás. Quien lo haga comete el pecado llamado difamación.

Hay diversas formas de atentar contra la buena fama del prójimo (difamación). Unas formas son con el pensamiento (sospecha infundada y juicio temerario), y otras, con la palabra (murmuración, calumnia, susurración y falso testimonio).

La sospecha infundada consiste en dudar interiormente, sin fundamento suficiente, sobre las buenas intenciones de los demás, inclinándose a tener como cierto un pecado del prójimo. Es ordinariamente pecado venial. Por ejemplo, si alguien, inesperadamente, realiza una buena acción y otra persona que ve esa acción piensa: me parece que trata de engañar, comete un pecado de sospecha infundada.

El juicio temerario es el asentimiento firme de la mente sobre el pecado o las malas intenciones del prójimo, sin tener motivo suficiente. Es de suyo pecado mortal contra la justicia, pero admite parvedad de materia. Por ejemplo, si alguien hace un acto bueno de generosidad, y otra persona se dice a sí misma: Ahí está ése, haciéndose el bueno, peca por realizar un juicio temerario.

Hay que distinguir la diferencia entre sospecha infundada y juicio temerario. Éste afirma como cierto el pecado ajeno, mientras que la sospecha infundada lo supone como probable.

La murmuración consiste en criticar y revelar sin motivos los defectos o pecados ocultos de los demás. Cuando la falta es pública, este hecho le quita a quien la cometió el derecho a conservar la fama; derecho que tiene, sin embargo, mientras el pecado permanezca oculto. Sin embargo, aun cuando la falta sea pública, si no existe justo motivo, tampoco hay razón para la crítica, pues la fama ya de suyo deteriorada se menoscabaría todavía más. Por ejemplo, aun cuando sea patente la corrupción o la ineptitud de ciertas personas, no se ha de criticar por el solo hecho de hacerlo, pues carece de motivo justo.

La calumnia consiste en imputar a los demás defectos o pecados que no tienen o no han cometido. También se puede cometer este pecado exagerando notablemente los defectos de nuestro prójimo.

La murmuración y la calumnia son de suyo pecados graves, pero admiten parvedad de materia.

La susurración consiste en referir a una persona los chismes o habladurías o defectos de otra, para fomentar la discordia entre las dos. Es un pecado grave contra la caridad, pero admite parvedad de materia.

El falso testimonio es declarar en un juicio algo que no es verdad y que perjudica al prójimo. Supone un triple pecado, porque en realidad es una mentira que contiene dos agravantes: perjurio (por violación de un juramento); e injusticia (por el daño injusto que se hace al prójimo declarando contra él). Es siempre pecado mortal, sin que admita parvedad de materia.

Si se comete un pecado de difamación. ¿Qué hay que hacer? Dos cosas. Confesarlo en el sacramento de la Penitencia y restituir la buena fama del prójimo que se le ha quitado. Esta obligación de restituir es necesaria. Dios quiere que seamos guardianes de la buena fama de los demás. El que destruye esta buena fama, peca gravemente, si el defecto que descubre o el daño que produce es grave. El que ha dañado la buena fama del prójimo está obligado a reparar, esto es, a decir públicamente que aquello que ha dicho no es verdad o que ha exagerado. La reparación hay que hacerla -igual que cuando se roba algo material- para que se pueda perdonar el pecado.

Me gustaría que me dijeras algo sobre la información en los medios de comunicación social. Sí. El octavo mandamiento exige el respeto a la verdad, acompañado de la discreción de la caridad: en la comunicación y en la información, que deben valorar el bien personal y común, la defensa de la vida privada y el peligro del escándalo; en la reserva de los secretos profesionales, que han de ser siempre guardados, salvo en casos excepcionales y por motivos graves y proporcionados. También se requiere el respeto a las confidencias hechas bajo la exigencia de secreto.

La información a través de los medios de comunicación social debe estar al servicio del bien común, y debe ser siempre veraz en su contenido e íntegra, salvando la justicia y la caridad. Debe también expresarse de manera honesta y conveniente, respetando escrupulosamente las leyes morales, los legítimos derechos y la dignidad de las personas (Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, n. 525).

Clases de Religión. Los Diez Mandamientos (Lección 9ª)

Séptimo mandamiento

No robarás

¿Cuál sería el enunciado en forma positiva del séptimo mandamiento? Este mandamiento del Decálogo ordena hacer buen uso de los bienes terrestres. Prescribe la justicia y la caridad en la gestión de los bienes terrenos y de los frutos del trabajo de los hombres. Con miras al bien común exige el respeto del destino universal de los bienes y del derecho de propiedad privada. La vida cristiana se esfuerza por ordenar a Dios y a la caridad fraterna los bienes de este mundo (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2.401). Por tanto, nos manda Dios respetar el derecho del prójimo a los bienes de fortuna, y de guardar la justicia en todo lo que mira a la hacienda de los demás. Su cumplimiento es la salvaguardia de la justicia y del derecho de propiedad, y el fundamento del orden, de la paz y del trabajo sociales

También va involucrada en este mandamiento la obligación de pagar las deudas, dar el justo jornal a los operarios, pagar los impuestos, inquirir el dueño de lo hallado, y -en caso de infracción – restituir cuanto antes lo robado y reparar la injusticia cometida (los derechos vulnerados y los daños causados). Y además exige el respeto a las promesas y a los contratos estipulados

Has hablado del destino universal de los bienes y de la propiedad privada. ¿Me puedes explicar algo más de estas dos cosas? Lo hago transcribiendo dos puntos del Catecismo de la Iglesia Católica. El primero de ellos dice: Al comienzo Dios confió la tierra y sus recursos a la administración común de la humanidad para que tuviera cuidado de ellos, los dominara mediante su trabajo y se beneficiara de sus frutos. Los bienes de la creación están destinados a todo el género humano. Sin embargo, la tierra está repartida entre los hombres para dar seguridad a su vida, expuesta a la penuria y amenazada por la violencia. La apropiación de bienes es legítima para garantizar la libertad y la dignidad de las personas, para ayudar a cada uno a atender sus necesidades fundamentales y las necesidades de los que están a su cargo. Debe hacer posible que se viva una solidaridad natural entre los hombres (n. 2.402).  

En el otro punto se afirma: El derecho a la propiedad privada, adquirida por el trabajo, o recibida de otro por herencia o por regalo, no anula la donación original de la tierra al conjunto de la humanidad. El destino universal de los bienes continúa siendo primordial, aunque la promoción del bien común exija el respeto de la propiedad privada, de su derecho y de su ejercicio (n. 2.403).

¿Cuáles son los pecados contra el séptimo mandamiento? Este mandamiento prohibe los actos externos (los actos internos son materia del décimo mandamiento) contrarios a la justicia y al derecho de la propiedad, como son el hurto, la rapiña, el fraude (fiscal o comercial), la usura, la retención injusta, la cooperación injusta, y cualquier otra acción voluntaria que cause daño al prójimo en sus bienes, como sería no pagar maliciosamente las deudas y los salarios debidos, o percibir éstos sin haberlos ganado; violar los contratos y compromisos adquiridos, etc.

¿Me puedes definir estos pecados que has enumerado? Sí. El hurto consiste en apoderarse ocultamente de una cosa ajena contra la voluntad razonable del dueño. Se llama robo si se efectúa con algún agravante, y rapiña, cuando se comete violentamente, como sucede en un atraco.

La usura es exigir por un préstamo un interés excesivo, aprovechando la gran necesidad del deudor. El despojo es el robo de bienes inmuebles: casas, terrenos, etc. El plagio es la apropiación total o parcial de obras ajenas en materias artísticas, por ejemplo, señalar como propias obras literarias ajenas.

La injusta retención consiste en conservar o retener lo que es de otro, sin un motivo legítimo. El daño injusto consiste en causar voluntaria e injustamente daño al prójimo en sus bienes, sin provecho para el malhechor. Por ejemplo, quemar la cosecha de un campo de trigo sólo para perjudicar a su propietario.

El hurto, y en general cualquier injusticia en los bienes ajenos, puede cometerlo un solo sujeto o varios en combinación. Todos los que contribuyen a perjudicar al prójimo de cualquier manera que sea, cooperan pecaminosamente en esas injusticias y, por tanto, son culpables cada uno según el grado de participación.

¿Éstos son todos? También hay que incluir la especulación, que consiste en hacer variar artificialmente el valor de los bienes para obtener beneficio en detrimento ajeno; la falsificación de cheques y facturas; el abuso privado de bienes sociales, los trabajos culpablemente mal realizados y el despilfarro.

¿El robo es siempre pecado mortal? No. La gravedad del hurto en todas sus formas depende de tres cosas: a) de la cantidad, estima y valor de la materia robada, estafada o defraudada. No puede establecerse una cantidad fija y determinada. La gravedad del robo está en razón directa del aprecio que tiene a la cosa robada la persona a quien se hurta. Será pecado grave robar un recuerdo de familia muy estimado, o un ejemplar raro a un coleccionista, etc., por la tristeza considerable que se causa al robado; b) de la condición de la persona a quien se roba o daña, y de su estado económico, es decir, del daño que se ocasiona al hurtado. Así, será pecado grave robar una pequeña cantidad de dinero a un pobre muy necesitado; sustraer a un artesano el único instrumento que tiene para realizar su trabajo, aunque tenga escaso valor; c) de otras circunstancias de lugar, tiempo, modo, intención, etc. No es lo mismo robar en una tienda que en una iglesia, ni hacerlo ocultamente que empleando violencia, etc. El que con ánimo e intención de robar grandes cantidades, va sisando y cometiendo pequeños hurtos para que no se note en lo posible, peca mortalmente desde el primer momento.

En todos estos casos hay que distinguir: a) Cuando se roba en materia absolutamente grave, por la importancia de ésta, el que roba comete pecado mortal, aunque la persona a quien se hurta sea rica; b) Cuando se roba en materia relativamente grave, la clase de pecado (mortal o venial) que comete el que roba depende del grado de riqueza del que es víctima del robo. En este caso, se suele señalar, de ordinario, como materia grave para que haya pecado mortal la cantidad necesaria para el diario sostenimiento de la persona robada y de su familia, ya sea obrero, modesto empleado, hombre de la clase media o rico.

¿Hay casos en los que tomando cosas ajenas no se cometa pecado? Sí. Hay casos en los que no se puede hablar de hurto, porque resulta justo tomar cosas ajenas. Estos casos son dos principalmente: la necesidad extrema y la compensación oculta.

Explico en primer lugar el caso de necesidad extrema. Para aquel que se halle en una necesidad extrema -por ejemplo, en peligro de perder la vida o de que le sobrevenga un gravísimo mal- le es lícito, y hasta obligatorio, tomar los bienes ajenos necesarios para liberarse de ella, porque en caso extremo todos los bienes son comunes. En tales necesidades no puede el dueño en justicia impedir que el necesitado ejercite su derecho, y por caridad debe socorrerle.

Estas acciones pueden llevarse a cabo siempre y cuando no se ponga al prójimo en la misma necesidad que uno padece. Además, una vez que ha pasado la necesidad extrema, hay obligación, si la cosa que se tomó no está consumida, de devolverla al dueño.     

Otro caso es el de la compensación oculta. Ésta  consiste en cobrarse uno mismo lo que se le debe, sin consentimiento del deudor. Es, por tanto, el acto por el cual el acreedor toma ocultamente lo que se le debe. Este tipo de compensación es de suyo ilícita, aunque puede llegar a ser lícita si se cumplen algunas condiciones: a) que la deuda sea verdadera -y no sólo probable- y de estricta justicia; es decir, que el derecho propio sea moralmente cierto; b) que el pago no se pueda obtener de otro modo sin grave molestia; por ejemplo, por la vía legal, pues en toda sociedad organizada nadie puede tomarse la justicia por su mano; c) que no se cause otro tipo de daños al deudor, ni a terceras personas.

En la práctica, es muy difícil juzgar por sí mismo los casos de licitud en la compensación injusta, porque se cae en apreciaciones subjetivas.

He oído decir que para que los pecados de robo se perdonen, además de confesarlos, hay que restituir lo robado. Efectivamente, has oído bien. Restituir es la reparación de la injusticia causada, y puede comprender tanto la devolución de la cosa injustamente robada como la reparación o compensación del daño injustamente causado.

Todo el que tiene algo que no le pertenece, o que ha causado un daño injusto, debe restituir. La obligación de hacerlo, en el caso de materia grave, es absolutamente necesaria para obtener el perdón de los pecados. Esta obligación es de derecho natural y de derecho divino positivo ya que Dios manda, según se lee en la Sagrada Escritura: Si el impío hiciere penitencia y restituye lo robado, tendrá la vida verdadera.

Las principales circunstancias de la restitución son: cuánto hay que restituir, a quién, en qué orden, cómo, dónde y cuándo. Y ahora te explico cada una de estas circunstancias: a) la justicia exige que se restituya tanto cuanto se hurtó o damnificó. Si no se puede todo, restitúyase lo que se pueda; b) se debe restituir a aquel a quien se robó, a menos que no sea el dueño verdadero, en cuyo caso habría que devolverlo a su propietario y, si éste ha muerto, a sus herederos y, si no tiene herederos, se distribuye entre los pobres o se entrega a una obra de beneficencia; c) el orden que ha de guardarse en la restitución y reparación se considera en relación con los coautores al hurto y al daño, y con los acreedores a la indemnización. Los coautores están obligados a reparar el daño solidariamente, es decir, no sólo la parte que corresponde a cada uno, sino también la que los demás no puedan o quieran indemnizar. En cuanto a los cooperadores del hurto, no están obligados reparar solidariamente el daño, a no ser que su cooperación sea tan necesaria que se les pueda asimilar a los coautores. Y con respecto a los acreedores, en primer lugar a quien más se le ha robado o quien más necesitado está de la indemnización; d) la reparación y la restitución han de hacerse de tal modo que la justicia violada quede reparada por entero; el deudor puede hacerlo por sí mismo o por otro, con un trabajo, o simulando un obsequio o regalo; e) la restitución ha de hacerse donde convenga al acreedor y, si hay gastos de envío, corren a cargo del ladrón; f) la restitución ha de hacerse lo antes posible, siempre que no haya razón grave para diferirla. Cuando hay dilación injusta, el deudor debe satisfacer los daños causados por la demora. En general, peca gravemente el que espera sin motivo hasta la muerte para restituir;

El que no pueda restituir de ninguna manera, debe por lo menos rezar por el perjudicado.

Clases de Religión. Los Diez Mandamientos (Lección 8ª)

Sexto mandamiento

No cometerás actos impuros

            Antes de hablar de los deberes y prohibiciones del sexto mandamiento, hay que decir algo sobre el origen y la finalidad del sexo. Y comenzamos con dos citas del libro del Génesis: Creó Dios al hombre a imagen suya; a imagen de Dios lo creó; hombre y mujer los creó. Y los bendijo y les dijo: Creced y multiplicaos y llenad la tierra (Gn 1, 27-28). Ésta sí que es carne de mi carne y hueso de mis huesos (Gn 2, 23). Con estas palabras, se expresa la unidad originaria del hombre a través de la masculinidad y de la feminidad, y la dualidad de sexos, llamados a unirse para procrear nuevas vidas.

Para lograr el mandato divino de creced y multiplicaos y llenad la tierra, el mismo Dios proporciona los medios necesarios. Así, dota al hombre de un cuerpo con los órganos adecuados y de un alma, espiritual e inmortal, capaz de descubrir y de respetar el plan divino y, a la vez, de ennoblecer con el amor la transmisión de la vida. Con esas fuerzas, además, el hombre participa del poder creador de Dios.

Además de los órganos propios de cada sexo, en los que reside la fuerza generativa, Dios ha puesto en el hombre y en la mujer un instinto fuerte de mutua atracción: el instinto sexual. Por eso, dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne (Gn 2, 24). Por tanto, la persona humana está fuertemente marcada por la sexualidad.

            Pero la sexualidad humana no es algo simplemente biológico pues, además de su aspecto de genitalidad, afecta al núcleo más íntimo de la persona y abarca muchos otros aspectos como la afectividad, la capacidad de amar y de procrear, o la aptitud para establecer vínculos profundos de comunión con otros. Las diferencias físicas, psíquicas y espirituales del varón y de la mujer están orientadas a complementarse en el matrimonio que genera la familia. Porque esa unión del hombre y de la mujer en el matrimonio es una manera de imitar en la carne la generosidad y fecundidad del Dios Creador.

            Perdona que te interrumpa. ¿Entonces el sexo no es un tabú? Por supuesto que no. No ve el cristiano el sexo como algo malo, sino como facultad otorgada por Dios para la transmisión de la vida dentro de la unión matrimonial. Por ello, pocas cosas pueden tener en este mundo tanta dignidad como algo que se ordena a dar la vida -vida natural- que es presupuesto de la vida sobrenatural y de la posibilidad de una eterna bienaventuranza.

            Contestada tu pregunta, continúo. Dios dio a nuestros primeros padres (Adán y Eva) -y en ellos a la especie humana- el precepto de multiplicarse y poblar la tierra, y para facilitar el cumplimiento de esta obligación, asoció un placer al acto generativo. Buscar ese placer fuera de las condiciones establecidas por Dios es ir contra el plan divino, es ofender a Dios, es un pecado grave, pues el hijo, fruto de la unión corporal y espiritual, querida por Dios, necesita de una familia para desarrollarse sin traumas, ser educado y transformarse en hombre. Por tanto, sólo es lícito hacer uso de la facultad generativa dentro del matrimonio.

            Hay una virtud, que es la pureza, que hace respetar el orden establecido por Dios en el uso del placer que acompaña a la propagación de la vida. Y el vicio opuesto a esta virtud es la lujuria o impureza, que consiste en la búsqueda del placer sexual por sí mismo, como si tuviera razón de fin. En este vicio caen los que consideran la capacidad sexual como una fuente de placer que pueden usar sin límites. Y esto no es verdad, porque la facultad sexual tiene como finalidad principal la de engendrar, no la de causar placer.

            ¿Qué manda este precepto del Decálogo? Pues algo tan sencillo como es el recto uso de la facultad generativa. O dicho con otras palabras, vivir la virtud de la castidad o pureza. Y explico qué se entiende por castidad. Pero antes deja que cuente una anécdota. En el primer viaje de Juan Pablo II a España hubo un momento muy emotivo. En Alba de Tormes, la madre de un estudiante salmantino, muerto meses antes, entregó al Papa la capa de tuno de su hijo (el chico pertenecía a una tuna universitaria), pues cuando murió, se encontró entre sus papeles escrito su deseo: que se entregara al Papa su capa de tuno, que nunca he manchado. Con esta última frase expresaba que había vivido bien la pureza, conservado limpio su corazón. Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios (Mt 5, 8). Nuestro Señor promete la visión de Dios, el Cielo, a cambio de un corazón limpio, sin manchas de impureza.

¿Me puedes definir la virtud de la castidad? Es lo que te he dicho que iba a hacer después de contar la anécdota del tuno. La castidad consiste en la integración de la sexualidad en la persona, y por ello en la unidad de su ser corporal y espiritual. Se puede decir que la castidad es una afirmación gozosa, una afirmación del amor, porque ordena la sexualidad a la entrega de sí mismo, sea en el matrimonio o en el celibato.

También se puede decir que es una disposición del alma que se manifiesta por una voluntad inquebrantable de abstenerse de todos los placeres ilícitos de los sentidos y de la carne, es decir, de todos los pensamientos, delectaciones, deseos y acciones prohibidos por el sexto y el noveno mandamientos. No es esta virtud algo negativo, porque si la consideramos enraizada en la caridad, se comprende que cumplir las exigencias de estos dos mandamientos es responder afirmativamente al amor de Dios. Es un sí a Dios. Es, por tanto, una virtud eminentemente positiva, que nos hace gratos a Dios, pues lleva a someter el instinto sexual a la voluntad, según el querer de Dios; es una virtud sublime que eleva al hombre por encima de las inclinaciones bajas de su naturaleza, dañada a consecuencia del pecado original. Además, da fortaleza para arrostrar cualquier sacrificio, para aceptar el sufrimiento, para estar junto a Cristo en la Cruz. La pureza limpísima de toda la vida de Juan le hace fuerte ante la Cruz. -Los demás apóstoles huyen del Gólgota: él, con la Madre de Cristo, se queda. -No olvides que la pureza enrecia, viriliza el carácter (San Josemaría Escrivá, Camino, n. 144).

¿Qué medios tenemos para vivir bien la castidad? Son numerosos los medios de que disponemos para vivir esta virtud: la gracia de Dios, la ayuda de los sacramentos, la oración, el conocimiento de uno mismo, la práctica de una ascesis adaptada a las diversas situaciones y el ejercicio de las virtudes morales, en particular de la virtud de la templanza, que busca que la razón sea la guía de las pasiones.

¿Quiénes están obligados a vivir la castidad? Todos, siguiendo a Cristo modelo de castidad, están llamados a llevar una vida casta según el propio estado de vida: unos viviendo en la virginidad o en el celibato consagrado, modo eminente de dedicarse más fácilmente a Dios, con corazón indiviso; otros, si están casados, viviendo la castidad conyugal; los no casados, practicando la castidad en la continencia.

He oído decir que la continencia sexual es como una “represión”. Mira. El hecho de que solo dentro del matrimonio es lícito el uso de la facultad sexual no significa que exista una “represión” de un bien (porque utilizar la sexualidad para un fin que no es el suyo propio, no es un bien), sino ordenación del instinto sexual a su fin propio; lo cual es posible y necesario porque el instinto sexual humano no es como el de los animales, sino que está bajo el control de la voluntad, que debe utilizarlo para la finalidad que le ha señalado Dios. No es una simple realidad física que se agota en lo biológico, sino que tiene una dimensión moral. Afirmar lo contrario, como pretenden quienes hablan de “liberación sexual”, es inhumano y tiene consecuencias gravísimas.

¿Cuáles son estas consecuencias? La tendencia al egoísmo y la dificultad para someter los instintos a la voluntad hacen surgir en el hombre un afán desordenado de placer. Si el hombre se deja llevar por esta tendencia se hace esclavo de los instintos y de amores egoístas. Además el amor se desvirtúa; se rebaja a las personas hasta convertirlas en mero objeto de deseo y de placer. Sin embargo, el recto uso de la facultad generativa, protege el amor humano del egoísmo que tiende a buscar sólo el placer, y preparan al hombre y a la mujer para el amor en su sentido más digno y puro: el divino y el humano. Eso sí, la castidad exige lucha contra las tentaciones.

            ¿Cuál es el contenido del sexto mandamiento? En este mandamiento, en su aspecto positivo, Dios nos ordena que seamos puros y limpios en obras, palabras y miradas. Es decir, que guardemos la virtud de la castidad, cada uno según su estado en lo exterior. Y digo sólo en lo exterior, porque hay otro mandamiento también relacionado con la pureza, del cual hablaremos más adelante, que ordena vivir la castidad también en lo interior.

En este aspecto positivo, el sexto mandamiento obliga a respetar el cuerpo, que es templo del Espíritu Santo y morada de la Santísima Trinidad, según la enseñanza de Cristo. Cualquiera que me ama, observará mi doctrina, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos mansión dentro de él (Jn 14, 23). No hay que olvidar que nuestro cuerpo es propiedad de Dios, y Él, como creador del cuerpo humano, tiene derecho a establecer normas morales que se refieren al cuerpo. Y máxime, cuando se ha convertido en templo de Dios al precio de la sangre del Hijo de Dios, Jesucristo. No os pertenecéis. Habéis sido comprados por un gran precio (1 Co 6, 21). No nos es lícito desperdiciar los frutos de la sangre de Cristo.

¿Qué prohibe el sexto mandamiento? En breves palabras, toda acción contraria a la castidad. Es decir, la lujuria. Este pecado es definido por el Catecismo de la Iglesia Católica de la siguiente forma: La lujuria es un deseo o un goce desordenado del placer venéreo. El placer sexual es moralmente desordenado cuando es buscado por sí mismo, separado de las finalidades de procreación y de unión (n. 2.351). Para quienes están casados, la castidad exige guardar la fidelidad matrimonial, usando la facultad de engendrar sólo con el propio cónyuge (lo contrario se llama adulterio -por tanto está prohibido- y es un pecado grave no sólo contra la castidad, sino también contra la justicia). Además, exige usar rectamente del matrimonio, no impidiendo artificialmente que de la unión sexual pueda seguirse la generación de hijos. Esto está dicho claramente en la encíclica Humanae vitae de Pablo VI que enseña que todo acto matrimonial debe quedar abierto a la transmisión de la vida, y que es intrínsecamente mala toda acción que, o en previsión del acto conyugal, o en su realización, o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se proponga como fin o como medio, hacer imposible la procreación.

Cuento una anécdota que hace referencia a esto último. Una mujer fue al médico para preguntarle si la píldora anticonceptiva tenía efectos secundarios. El médico -sin inmutarse- le contestó: Sí, señora. La mujer, no conforme con tan lacónica respuesta, preguntó de nuevo: ¿Cuál es, pues, el efecto secundario más importante? Y el doctor dijo: Que si continúa usted tomando la píldora se irá al infierno.

¿Cuándo es, pues, moral la regulación de la natalidad? Antes de responder a tu pregunta quiero hablarte del doble significado del acto conyugal, que son: de unión (la mutua donación de los cónyuges), y de procreación (apertura a la transmisión de la vida). Nadie puede romper la conexión inseparable que Dios ha querido entre los dos significados del acto conyugal, excluyendo de la relación el uno o el otro.

Dicho lo anterior contesto a lo que me has preguntado. La regulación de la natalidad, que representa uno de los aspectos de la paternidad y de la maternidad responsables, es objetivamente conforme a la moralidad cuando se lleva a cabo por los esposos sin imposiciones externas; no por egoísmo, sino por motivos serios; y con métodos conformes a los criterios objetivos de la moralidad, esto, mediante la continencia periódica y el recurso a los períodos de infecundidad (Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, n. 497).   

¿Y qué me dices de la inseminación y la fecundación artificial? Que son inmorales, porque disocian la procreación del acto conyugal con el que los esposos se entregan mutuamente, instaurando así un dominio de la técnica sobre el origen y sobre el destino de la persona humana. Además, la inseminación y la fecundación heterólogas, mediante el recurso a técnicas que implican a una persona extraña a la pareja conyugal, lesionan el derecho del hijo que va a nacer de un padre y de una madre conocidos por él, ligados entre sí por matrimonio y poseedores exclusivos del derecho a llegar a ser padre y madre solamente el uno a través del otro.

Pero ¿tampoco es lícito en el caso de un matrimonio que no puede tener hijos? Mira, el hijo es un don de Dios, el don más grande dentro del Matrimonio. No existe el derecho a tener hijos (“tener un hijo, sea como sea”). Eso sí, pueden recurrir a todos los legítimos recursos de la medicina para tener hijos. Si existe, en cambio, el derecho del hijo a ser fruto del acto conyugal de sus padres, y también el derecho a ser respetado como persona desde el momento de su concepción.

Cuando el don del hijo no les es concedido, los esposos, pueden mostrar su generosidad adoptando niños como hijos suyos.

¿Y qué prohibe el sexto mandamiento para los que no están casados? Para éstos, el sexto mandamiento prohibe todo uso de la facultad generativa, ya sea entre un hombre y una mujer (fornicación) -aunque tuvieran la intención de contraer matrimonio (relaciones prematrimoniales)- o entre personas del mismo sexo (sodomía), que es completamente antinatural; o bien con uno mismo (masturbación).  

También son pecados contra la pureza las conversaciones deshonestas y las miradas impuras, como es ver pornografía.

El Catecismo de la Iglesia Católica dice: La fornicación es la unión carnal entre un hombre y una mujer fuera del matrimonio. Es gravemente contraria a la dignidad de las personas y de la sexualidad humana, naturalmente ordenada al bien de los esposos, así como a la generación y educación de los hijos. Además, es un escándalo grave cuando hay de por medio corrupción de menores (n. 2.353). 

Pero, ¿y si son novios y se van a casar? También las llamadas relaciones prematrimoniales están prohibidas, porque son gravemente pecaminosas. Los novios están llamados a vivir la castidad en la continencia. En esta prueba han de ver un descubrimiento del mutuo respeto, un aprendizaje de la fidelidad y de la esperanza de recibirse el uno al otro de Dios. Reservarán para el tiempo del matrimonio las manifestaciones de ternura específicas del amor conyugal. Deben ayudarse mutuamente a crecer en la castidad (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2.350).

            ¿La masturbación es pecado mortal? Me remito a lo que dice el Catecismo de la Iglesia Católica: Por masturbación se ha de entender la excitación voluntaria de los órganos genitales a fin de obtener un placer venéreo. Tanto el Magisterio de la Iglesia, de acuerdo con una tradición constante, como el sentido moral de los fieles, han afirmado sin ninguna duda que la masturbación es un acto intrínseca y gravemente desordenado. El uso deliberado de la facultad sexual fuera de las relaciones conyugales contradice a su finalidad, sea cual fuere el motivo que lo determine. Así, el goce sexual es buscado aquí al margen de la relación sexual requerida por el orden moral; aquella relación que realiza el sentido íntegro de la mutua entrega y de la procreación humana en el contexto de un amor verdadero. Para emitir un juicio justo acerca de la responsabilidad moral de los sujetos y para orientar la acción pastoral, ha de tenerse en cuenta la inmadurez afectiva, la fuerza de los hábitos contraídos, el estado de angustia u otros factores psíquicos o sociales que pueden atenuar o tal vez reducir al mínimo la culpabilidad moral (n. 2.352).

¿Qué dice la Iglesia sobre la homosexualidad? La palabra homosexualidad designa las relaciones entre hombres o mujeres que experimentan una atracción sexual, exclusiva o predominante, hacia personas del mismo sexo. Contesto a tu pregunta con tres puntos del Catecismo de la Iglesia Católica: Un número apreciable de hombres y mujeres presentan tendencias homosexuales profundamente radicadas. Esta inclinación, objetivamente desordenada, constituye para la mayoría de ellos una auténtica prueba. Deben ser acogidos con respeto, compasión y delicadeza. Se evitará, respecto a ellos, todo signo de discriminación injusta. Estas personas están llamadas a realizar la voluntad de Dios en su vida y, si son cristianos, a unir al sacrificio de la cruz del Señor las dificultades que pueden encontrar a causa de su condición (n. 2.358). Las personas homosexuales están llamadas a la castidad. Mediante virtudes de dominio de sí mismo que eduquen la libertad interior, y, a veces, mediante el apoyo de una amistad desinteresada, de la oración y la gracia sacramental, pueden y deben acercarse gradual y resueltamente a la perfección cristiana (n. 2.359). Apoyándose en la Sagrada Escritura que los presenta como depravaciones graves, la Tradición ha declarado siempre que los actos homosexuales son intrínsecamente desordenados. Son contrarios a la ley natural. Cierran el acto sexual al don de la vida. No proceden de una verdadera complementariedad afectiva y sexual. No pueden recibir aprobación en ningún caso (n. 2.357).

            Entonces, parece ser que hay unos pecados que son contrarios a la dignidad del Matrimonio… Efectivamente, sí los hay, y éstos son los siguientes: el adulterio, el divorcio, la poligamia, el incesto, la unión libre (convivencia, concubinato) y el acto sexual antes o fuera del Matrimonio.

¿Cuál es la gravedad de los pecados de impureza? Estos pecados son graves y no admiten parvedad de materia. Por razón de la materia prohibida, todos estos actos realizados con el fin de experimentar el placer impuro, son siempre graves. Solamente pueden ser veniales cuando no hay advertencia plena en el entendimiento o pleno consentimiento en la voluntad.

Estos pecados no dejan de serlo por el hecho de que estén más o menos extendidos. Por ejemplo, las relaciones prematrimoniales siempre son pecaminosas, sean muchas o pocas personas las que las mantengan. Algunos pretenden sustituir la ley moral -objetiva y permanente- por la investigación sociológica, haciendo encuestas para concluir luego que casi nadie vive de acuerdo con la moral, y que, por tanto, habría que cambiar ésta. Sin embargo, aun cuando aquella situación fuera real en un país o en muchos, no significaría que habría que cambiar la ley moral, sino lo contrario: que hay que enseñarla y vivirla con más intensidad.

Los actos peligrosos, cometidos sólo por ligereza, curiosidad o entretenimiento, de modo breve y como de paso, no pasan de pecados veniales, a menos que sean muy deshonestos o causa de peligro próximo de consentimiento o produzcan grave escándalo. Si se hacen sin malicia y por justa causa, no hay pecado ninguno.

 

Clases de Religión. Los Diez Mandamientos (Lección 7ª)

Quinto mandamiento

No matarás

¿Qué manda el quinto mandamiento? Dios en este mandamiento nos ordena conservar la salud y la vida propias, así como las ajenas, tanto en lo espiritual como en lo temporal. De modo que en forma positiva podría expresarse el quinto mandamiento diciendo: Respetarás toda vida humana

Nos manda también querer bien a todos y amarlos, aun a los enemigos; hacer el bien a todos, dentro de las posibilidades, cuando la ocasión se presenta, y reparar el mal hecho, tanto espiritual como temporal.

Prácticamente, este mandamiento nos ordena: respetar a todos los hombres, porque todos tenemos el mismo origen y somos hermanos, como hijos de un Padre común, Dios, ayudar a los que están necesitados; compadecernos de los que están en la miseria; perdonar a los que nos han ofendido.

Debemos tener cuidado de la salud y vida del alma, porque está creada a imagen y semejanza de Dios, por su condición espiritual y personal del hombre y por medio de la gracia, de la vida divina. Y debemos respetar la salud y vida del cuerpo, por razón de ser el cuerpo de una persona humana y porque el cuerpo es templo del Espíritu Santo, morada del alma y destinado, como ella, a la vida eterna, después de la resurrección universal.

¿Tiene mucho valor la vida humana? Sí, por supuesto. En el Catecismo de la Iglesia Católica se lee: La vida humana es sagrada, porque desde su inicio es fruto de la acción creadora de Dios y permanece siempre en una especial relación con el Creador, su único fin. Sólo Dios es Señor de la vida desde su comienzo hasta su término; nadie, en ninguna circunstancia, puede atribuirse el derecho de matar de modo directo a un ser humano inocente (n. 2.258).

El respeto de la vida humana está testimoniado en la Sagrada Escritura. En el libro del Génesis se relata la muerte de Abel a manos de su hermano Caín, que revela, desde los comienzos de la historia humana, la presencia en el hombre de la ira y la codicia, consecuencias del pecado original. El hombre se convirtió en el enemigo de sus semejantes. Dios manifiesta la maldad de este fratricidio: ¿Qué has hecho? Se oye la sangre de tu hermano clamar a mí desde el suelo. Pues bien: maldito seas, lejos de este suelo que abrió su boca para recibir de tu mano la sangre de tu hermano (Gn 4, 10-11).

En el libro del Éxodo está la prohibición de matar con estas palabras: No quites la vida del inocente y justo (Ex 23, 7). Pues el homicidio voluntario de un inocente es gravemente contrario a la dignidad del ser humano, a la regla de oro y a la santidad del Creador. La ley que lo proscribe posee una validez universal: obliga a todos y a cada uno, siempre y en todas partes.

En el Sermón de la Montaña, Jesucristo recuerda el precepto: No matarás (Mt 5, 21), y añade el rechazo absoluto de la ira, del odio y de la venganza. Más aún, el Señor exige a sus discípulos presentar la otra mejilla, amar a los enemigos. Él mismo no se defendió y dijo a san Pedro que guardase la espada en la vaina.  

¿Cuáles son los deberes en cuanto al cuerpo? La salud y la vida del cuerpo son los mayores bienes temporales que Dios nos da; pero no somos dueños absolutos de ellos, sino sólo administradores, y, por tanto, sólo Él tiene el derecho de quitárnoslos. De ahí, la obligación nuestra de poner todos los medios ordinarios para conservarlos y perfeccionar el organismo hasta un conveniente desarrollo. Y lo debemos hacer para honrar a Dios en la salud y vida del hombre.

La salud vale más que las riquezas; para conservarla no es lícito desentender los medios ordinarios, como son: el alimento, tomado con sobriedad y templanza; la laboriosidad o trabajo moderado, que favorece la nutrición y robustez del cuerpo; la limpieza y la higiene, que preservan de muchas enfermedades. Pero no hay obligación de acudir a medios extraordinarios, por muy costosos o muy dolorosos.

Por tanto, ha de evitarse el uso de estupefacientes, que causan gravísimos daños a la salud y a la vida humana, y también el abuso de los alimentos, del alcohol, del tabaco y de los medicamentos.

La obligación de conservar la vida nace asimismo del precepto divino positivo del amor ordenado del hombre a sí mismo y del instinto de conservación que Dios le da. La misma razón se la dicta, puesto que el Creador nos ha dado esta vida como preparación para la futura.

La moral, por tanto, exige el respeto de la vida corporal, pero no hace de ella un valor absoluto. Se opone a una concepción neopagana que tiene a promover el “culto al cuerpo”, a sacrificar todo por él, a idolatrar la perfección física y el éxito deportivo. Semejante concepción, por la selección que opera entre los fuertes y los débiles, puede conducir a la perversión de las relaciones humanas (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2.289).

Tocante a la salud y vida ajenas, se ha de tener muy presente el mandamiento de Nuestro Señor Jesucristo: Amarás al prójimo como a ti mismo (Mt 19, 19), confirmación de los preceptos de la ley natural: Haz a los demás lo que quieres que hagan contigo, y no hagas a otro lo que no quieres para ti.

            ¿Qué prohibe el quinto mandamiento? La prohibición de no matar se refiere sólo a personas humanas. En beneficio del hombre se puede matar animales. Por ejemplo, cuando se mata una ternera o un cerdo para comer su carne; o se elimina un animal peligroso para la vida humana, que es el caso de matar una serpiente cobra para que no envenene con su mordisco a nadie; o con insecticidias se hace desaparecer los insectos por ser propagadores de enfermedades.

La prohibición de matar es porque sólo Dios da la vida al hombre, y sólo Él puede tomarla. Cada alma es individual y directamente creada por Dios y sólo Dios tiene derecho a decidir cuándo su tiempo de estancia en la tierra ha terminado. Por esto, se opone al quinto mandamiento: el homicidio directo y voluntario y la cooperación al mismo, ya que supone la usurpación injusta, por parte del hombre, del derecho que sólo Dios tiene sobre la vida humana; y el suicidio y la cooperación voluntaria al mismo, en cuanto es una ofensa grave al justo amor de Dios, de sí mismo y del prójimo, y además, porque el hombre no se ha dado a sí mismo la vida y, por tanto, tampoco puede quitársela. Por lo que se refiere a la responsabilidad, ésta puede quedar agravada en razón del escándalo o atenuada por particulares trastornos psíquicos o graves temores. Pero en sí mismo, es un pecado especialmente grave, porque si el suicida actúa con pleno juicio (lo cual no ocurre muchas veces) y no se arrepiente en el último instante, se condena al infierno, pues peca en el mismo momento de morir.

¿Solamente están estos dos pecados? No seas impaciente y deja que continúe. Además de prohibir Dios el atentar contra la vida propia y la ajena, también prohibe el quinto mandamiento el mal uso de la salud y de la vida. Respecto al cuidado de la salud ajena, este mandamiento prohibe, en general, la violencia injusta, y todo lo que pueda exponer al prójimo a un mal grave, por ejemplo, conducir un vehículo de forma imprudente, o si sin estar en posesión de las necesarias facultades. También se puede faltar a este mandamiento de pensamiento, como sería el desear la muerte de otra persona, y de palabra, por ejemplo, el insultar al prójimo.

En resumen se puede decir que peca contra el mandamiento de no matarás el que a sí mimo o a su prójimo desea la muerte o algún otro mal grave, o le tiene odio; el que a otro mata, hiere o golpea; el que se embriaga, come cosas nocivas a la salud, pone en peligro su vida o se la quita, y el que a sí mismo o a otro maldice.

Y son pecados internos contra el quinto mandamiento el odio, la ira y la venganza. Respecto a la venganza hay que decir que no es lo mismo desear vengarse que desear que se haga justicia. Por ejemplo, si se produce un acto terrorista no es pecado desear que los criminales sean apresados, juzgados y condenados, porque lo que se quiere es que se haga justicia, y la justicia es algo bueno.

¿Y van contra el cuidado de la salud el ayuno y las mortificaciones? No están prohibidos por este mandamiento los ayunos, las mortificaciones y penitencias no peligrosas para la salud y hechas con discreción, bajo la dirección de una persona prudente. Y tampoco se prohibe el uso de estupefacientes (morfina, cocaína) y de narcóticos que los médicos prescriben para calmar dolores agudos, sin intención de hacer perder la conciencia ni adelantar la muerte.

¿Cabe alguna matización de esto último que has dicho? Sí. Puede haber causa justa para una sedación, que hace perder la conciencia; y para una administración de analgésicos que pueden adelantar la muerte, cuando hay motivos suficientes y no se busque directamente ese acortamiento. Pero en ningún caso está permitido abreviar la vida de un moribundo para que no padezca.

Antes dijiste que peca el que se embriaga… Sí, porque perjudica a la salud y pierde el control de sus actos. Mira lo que dice el Catecismo de la Iglesia Católica: La virtud de la templanza conduce a evitar toda clase de excesos, al abuso de la comida, del alcohol, del tabaco y de las medicinas. Quienes en estado embriaguez, o por afición inmoderada de velocidad, ponen en peligro la seguridad de los demás y la suya propia en las carreteras, en el mar o en el aire, se hacen gravemente culpables (n. 2.290). También hay que evitar hacer deportes con demasiados riesgos para la integridad personal. Por ejemplo, hacer escalada sin la debida preparación y sin medios adecuados.

¿Hay algún supuesto en que sea lícito matar? Puede ser lícito matar a un hombre -y entonces no sería homicidio-, en algunos casos permitidos por la Ley de Dios. Por ejemplo, en la legítima defensa de la propia vida o de la un tercero, cuando es atacada injustamente por alguien, y matarle sea el único modo de defenderse. Del mismo modo, puede ser lícito a un policía matar a un criminal que amenaza con tomar o destruir bienes de gran valor, cuando no hay otra forma de disuadirle.

Pero el principio de la legítima defensa se aplica sólo cuando se es víctima de una agresión injusta. Por esto, nunca es lícito quitar la vida a un inocente para salvar la propia. Por ejemplo, no es lícito matar a un niño aún no nacido para salvar la vida de la madre, ya que el hijo no nacido no puede ser un agresor injusto para la madre. Tampoco es lícito matar o amenazar de muerte a una persona inocente para conseguir algo de un tercero, aunque lo que se le pide sea justo.

La legítima defensa puede ser no solamente un derecho, sino un deber grave para el que es responsable de la vida de otros. La defensa del bien común exige colocar al agresor en la situación de no poder causar perjuicio. Por este motivo, los que tienen autoridad legítima tienen también el derecho de rechazar, incluso con el uso de las armas, a los agresores de la sociedad civil confiada a su responsabilidad (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2.265).

¿Qué me dices de la guerra? A causa de los males y de las injusticias que ocasiona toda guerra, la Iglesia insta constantemente a todos a rezar y actuar para que Dios nos libre de la guerra. Todo ciudadano y todo gobernante están obligados a empeñarse en evitar las guerras.

Dicho esto, el principio de la legítima defensa se extiende no sólo a los individuos sino también a las naciones. En consecuencia, el soldado que combate por su país en una guerra justa, no peca si mata. No es fácil que una guerra, que no sea de simple defensa, sea justa; en cualquier caso hace falta gravísimos motivos, y debe conducirse según las normas del derecho, y procurando en todo momento y por todos los medios, el restablecimiento de la paz.

            El Catecismo de la Iglesia Católica cita las condiciones para que una guerra sea justa. Se ha de considerar con rigor las condiciones estrictas de una legítima defensa mediante la fuerza militar. La gravedad de semejante decisión somete a ésta a condiciones rigurosas de legitimidad moral. Es preciso a la vez: -Que el daño causado por el agresor a la nación o a la comunidad de las naciones sea duradero, grave y cierto. -Que todos los demás medios para poner fin a la agresión hayan resultado impracticables o ineficaces. -Que se reúnan las condiciones serias de éxito. -Que el empleo de las armas no entrañe males y desórdenes más graves que el mal que se pretende eliminar. El poder de los medios modernos de destrucción obliga a una prudencia extrema en la apreciación de esta condición. Estos son los elementos tradicionales enumerados en la doctrina llamada de la “guerra justa”. La apreciación de estas condiciones de legitimidad moral pertenece al juicio prudente de quienes están a cargo del bien común (n. 2.309).

¿Qué dice la Iglesia de la pena de muerte? Te cito un número del Catecismo de la Iglesia Católica: La enseñanza tradicional de la Iglesia no excluye, supuesta la plena comprobación de la identidad y de la responsabilidad del culpable, el recurso a la pena de muerte, si ésta fuera el único camino posible para defender eficazmente del agresor injusto las vidas humanas. Pero si los medios incruentos bastan para proteger y defender del agresor la seguridad de las personas, la autoridad se limitará a esos medios, porque ellos corresponden mejor a las condiciones concretas del bien común y son más conformes con la dignidad de la persona humana. Hoy, en efecto, como consecuencia de las posibilidades que tiene el Estado para reprimir eficazmente el crimen, haciendo inofensivo a aquél que lo ha cometido sin quitarle definitivamente la posibilidad de redimirse, los casos en los que sea absolutamente necesario suprimir al reo “suceden muy rara vez, si es que ya en realidad se dan algunos” (n. 2.267).

Hay personas que defienden el aborto. ¿Qué malicia tiene el aborto? El aborto, voluntaria y directamente provocado, es siempre un homicidio, que reviste una especialísima gravedad, pues, además de matar a un ser humano inocente, se le priva de recibir el Bautismo, y la Iglesia enseña que, para los niños antes del uso de razón, no conoce más medio que el Bautismo para que se les perdone el pecado original y, si mueren, puedan ir al Cielo. En cuanto a los niños muertos sin Bautismo (caso de los fetos abortados), la Iglesia sólo puede confiarlos a la misericordia divina.

Hay quienes pretenden que el aborto no sea un crimen, diciendo que el hijo, antes de nacer, es parte del organismo de la madre, de modo que ésta podría disponer de su vida, según su capricho. Sin embargo, esto es falso e insostenible incluso desde el solo punto de vista de la ciencia biológica. Desde el instante de la concepción hay ya un ser humano, que vive temporalmente a expensas de la madre, pero que es distinto de ella y tiene derecho a la vida. La Iglesia pena a quienes cometen o ayudan directamente a cometer este crimen con la excomunión, porque el ser humano, desde el instante de su concepción, ha de ser respetado y protegido de modo absoluto en su integridad. Esta pena de excomunión impide la recepción de los beneficios espirituales de la Iglesia.

En algunos países, se ha llegado incluso a la aberración de permitir legalmente el aborto. Para aprobar estas leyes inicuas, contrarias a la ley natural, suelen dar diversos argumentos: dicen que el aborto sería lícito en caso de que la madre hubiera concebido al hijo sin quererlo; o en caso de que hubiera peligro de que naciera con algún defecto físico; o con el fin de impedir que se practique el aborto clandestino, en condiciones que pueden representar un peligro para la vida de la madre, etc. Sin embargo, en todos los casos la respuesta es la misma: el niño concebido en el seno materno es un ser humano que tiene derecho a la vida y nada puede justificar quitársela. Incluso en el caso de que se tema que pueda nacer con algún defecto físico, no es lícito matarlo, como no lo es matar a los ya nacidos que tienen esos mismos defectos.

            ¿Qué dice la Iglesia sobre la protección de los embriones? La respuesta está en el Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica: La sociedad debe proteger a todo embrión, porque el derecho inalienable a la vida de todo individuo humano desde su concepción es un elemento constitutivo de la sociedad civil y de su legislación. Cuando el Estado no pone su fuerza al servicio de los derechos de todos, y en particular de los más débiles, entre los que se encuentran los concebidos y aún no nacidos, quedan amenazados los fundamentos mismos de un Estado de derecho (n. 472).

            ¿Y la eutanasia? Por eutanasia -aunque etimológicamente significa buena muerte– se entiende el acto de provocar -con una acción o una omisión de lo necesario para conservar la vida- la muerte a un enfermo incurable para ahorrarle sufrimientos. La eutanasia directa es gravemente ilícita, aunque sea el enfermo quien la pida. Cualesquiera que sean los motivos y los medios, la eutanasia directa consiste en poner fin a la vida de personas disminuidas, enfermas o moribundas. Es moralmente inaceptable (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2.277).

También suele llamarse eutanasia a la muerte de vidas humanas “sin valor” (por ejemplo, retrasados mentales, personas de una determinada raza, etc.). Es una atrocidad, a la que se puede llegar -e históricamente se ha llegado- cuando se pierde el sentido cristiano de la vida o el valor del sufrimiento, con el que esos enfermos podrían ganarse la felicidad eterna, como si esta vida no valiera la pena vivirla si no es para disfrutar físicamente de ella.

No hay que confundir la eutanasia con el no poner medios extraordinarios para alargar la vida, lo cual con frecuencia es lícito. La enseñanza del Magisterio la Iglesia es clara: La interrupción de tratamientos médicos onerosos, peligrosos, extraordinarios o desproporcionados a los resultados puede ser legítima. Interrumpir estos tratamientos es rechazar el “encarnizamiento terapéutico”. Con esto no se pretende provocar la muerte; se acepta no poder impedirla (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2.278). 

            ¿Qué es el “encarnizamiento terapéutico”? Es la utilización de tratamientos médicos desproporcionados y sin esperanza razonable de resultado positivo.

            Entonces, ¿qué cuidados deben procurarse a los moribundos? Los moribundos tienen derecho a vivir con dignidad los últimos momentos de su vida terrena, sobre todo con la ayuda de la oración y de los sacramentos, que preparan al encuentro con el Dios vivo (Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, n. 478).

            ¿Es pecado tomar drogas? Sí es pecado el consumo de drogas, no como medicina -que puede ser necesario en algunos casos- sino como medio para producirse sensaciones de placer. Las drogas, incluso las llamadas blandas, dañan, en mayor o menor medida, la salud física y psíquica de la persona. El uso de drogas duras es, sin justificación alguna, un atentado contra la propia vida. Además, cada drogadicto se convierte fácilmente en un difusor de la droga, causando así un grave daño a los demás. El uso de la droga suele ser también ocasión para cometer otros crímenes.

            Conviene estar prevenidos contra algunas motivaciones que -sobre todo entre la población juvenil- pueden incitar al uso de drogas, como son: la curiosidad, unida a una falta de personalidad (se piensa que la droga es una experiencia moderna, típica de estos tiempos); el gusto de la ilegalidad (pues al estar prohibidas las drogas, algunos piensan, con poco sentido común, que consumiéndolas se rebelan contra la sociedad, que protestan, etc.); la ausencia de creatividad, que lleva a procurarse experiencias fáciles, sin esfuerzo; y, en el fondo de todo, el egoísmo, pues con el uso de la droga se pretende escapar de la realidad y huir de los deberes que cada uno tiene para con los demás y para con Dios.

            Todo lo dicho es sobre la salud y vida del cuerpo, pero ¿cómo se falta a este quinto mandamiento en lo referente a la salud y vida del alma? Este mandamiento prohibe también atentar contra la salud espiritual del prójimo. Se atenta contra ella con el escándalo. En el Catecismo de la Iglesia Católica se lee: El escándalo es la actitud o el comportamiento que induce a otro a hacer el mal. El que escandaliza se convierte en tentador de su prójimo. Atenta contra la virtud y el derecho; puede ocasionar a su hermano la muerte espiritual. El escándalo constituye una falta grave, si por acción u omisión, arrastra deliberadamente a otro a una falta grave (n. 2.284).

El escándalo es toda palabra, acción u omisión, mala en sí misma o en apariencia, que induce a otros a pecar, aunque éstos no lleguen a hacerlo. En resumen, cualquier inducción a otra persona para que cometa pecado es escándalo. Se evita el escándalo respetando el alma y el cuerpo de la persona.

Escandaliza de palabra, por ejemplo, el que blasfema, ridiculiza la religión, canta canciones obscenas, participa en conversaciones inmorales, etc. Escandaliza por obra o acción, por ejemplo, el que realiza actos impuros delante de otros. Escandaliza por omisión, por ejemplo, el que no cumple con el precepto dominical. Todas estas acciones puestas por ejemplo son escandalosas sólo cuando suponen incitación para el prójimo; se puede, por ejemplo, faltar a Misa el domingo del modo más discreto y, por tanto, no dar lugar al escándalo.

El escándalo es un pecado gravísimo, del que dijo el Señor: ¡Ay del hombre que causa escándalo! (Mt 18, 7). Por esto, es necesario ser muy prudentes para no caer en él, cultivando, por ejemplo, la virtud del pudor, cuidando el comportamiento externo, dando buen ejemplo, etc.

Hay obligación de reparar el escándalo. El escandaloso está gravemente obligado -unas veces por caridad, otras, por justicia- a reparar, en lo posible, los daños espirituales y aun los materiales que hubiese ocasionado. Le obliga a ello la caridad, si el escandalizado pecó a causa de él; y le obliga la justicia, si se valió de medios injustos para hacerle faltar, o, si por su empleo o cargo, tenía obligación de evitar el escándalo. Si éste fuese público, ha de haber reparación pública.

Clases de Religión. Los Diez Mandamientos (Lección 6ª)

Cuarto mandamiento

Honrarás a tu padre y a tu madre

Parece ser que este mandamiento trata de la familia… Sí, tienes toda la razón. Por eso, antes de empezar a hablarte de los deberes y prohibiciones de este mandamiento, quiero decirte unas cosas sobre la familia

La familia es la comunidad natural de padres e hijos, que tiene su origen en el matrimonio. Está formada por el marido, la mujer y los hijos; también otros parientes pueden estar integrados en este núcleo familiar.

La familia es el ámbito natural para el desarrollo de la persona: tanto en su aspecto individual -pues en la familia los hijos pueden ser conocidos y tratados según todas sus peculiaridades y pueden recibir una atención personal y distinta-, como en su aspecto social, ya que la familia es la primera forma de sociedad, donde los hijos aprenden a convivir con sus padres y hermanos.

Según la doctrina cristiana: a) la familia tiene su origen en Dios; b) la familia es la comunidad más natural y necesaria; c) la familia es anterior al Estado; d) la familia es el elemento esencial de la comunidad humana.

Nuestro Señor Jesucristo -perfecto Dios y perfecto hombre- quiso nacer Él mismo en el seno de un hogar, enseñando de modo inequívoco que este hecho pertenece a la perfección de la naturaleza humana.

La familia cristiana es el hogar que imita la sencillez de la Sagrada Familia en la Casa de Nazaret, que reza en común, cumple con alegría los deberes ordinarios de cada día, y ejerce y defiende los derechos que hacen de la familia el fundamento de todo el orden social, para reforzar la construcción de una verdadera civilización del amor. Además, es iglesia doméstica porque es escuela de virtudes; porque los padres son para sus hijos los primeros transmisores de la fe, no solamente con la palabra sino también con el ejemplo, y porque los hijos perpetuarán a través del tiempo el Pueblo de Dios.

El papa Juan Pablo II fue un gran defensor de la familia. En una ocasión dijo: Las condiciones modernas y los cambios sociales han creado nuevos modelos y nuevas dificultades para la vida familiar y para el matrimonio cristiano. Deseo deciros: no os desaniméis, no sigáis la tendencia a considerar pasada de moda a una familia perfectamente unida. Hoy más que nunca la familia cristiana es enormemente importante para la Iglesia y para la sociedad.

¿Cuál es el objeto del cuarto mandamiento? Sí, te contesto. Pero antes hago una pequeña introducción. Los padres son el instrumento querido por Dios para traer nuevas vidas a este mundo. Además de la vida, procuran a sus hijos el alimento y la educación para que crezcan, se desarrollen y reciban todos los auxilios para alcanzar la santidad de vida de los hijos de Dios.

El amor entre padres e hijos es un elemento básico en la constitución de la familia. Dios ha querido declararlo explícitamente al mandar honrar padre y madre. San Josemaría Escrivá solía llamar a este mandamiento el dulcísimo precepto, porque, para una persona de bien, es un mandamiento particularmente grato de cumplir.

Y ahora paso al contenido. El cuarto mandamiento ordena honrar y respetar a nuestros padres y tiene por objeto regular las mutuas relaciones entre los hijos y los padres. Por extensión, la obligación honrar y respetar también abarca a todos aquellos a quienes Dios ha investido de autoridad para nuestro bien.

Manda explícitamente a los hijos honrar a los padres, es decir, cumplir sus obligaciones para con ellos, e implícitamente ordena a los padres hacer efectivamente las que tienen con sus hijos. Bajo el nombre de padres entiéndase también aquellas otras personas con las que estamos unidos con los vínculos de la sangre: abuelos, tíos y hermanos.

En resumen, el cuarto mandamiento del Decálogo nos recuerda las obligaciones que tenemos con los padres: amor, respeto y obediencia. El comportamiento de Jesús con María, su Madre, y con san José, que hacía las veces de padre, debe ser el ejemplo a imitar por todos. Y como se ha dicho, por extensión, este mandamiento incluye el respeto y la obediencia a quienes, bajo algún aspecto, están constituidos en autoridad: profesores, autoridades eclesiásticas y civiles, la patria, etc.

¿Cuáles son, en concreto, las obligaciones de los hijos? Los hijos son deudores a sus padres de la vida, cuidado y educación, y han de corresponder con amor, agradecimiento y respeto. El deber de amar a los padres dura toda la vida, aunque se manifestará de maneras diversas, dependiendo de la edad y situación de unos y otros.

Todos los deberes de los hijos para con los padres se resumen en esta hermosa cualidad: piedad filial. Ésta impone a los hijos cuatro deberes principales: amor, reverencia, obediencia y asistencia en sus necesidades. Son deberes de justicia y de pura gratitud, muy agradables a Dios. La obligación de obedecer a los padres puede cesar; pero la de amarlos, respetarlos y prestarles asistencia no cesa nunca.

¿Me puedes detallar cada uno de estos deberes? Eso es lo que iba a hacer. Empiezo por el primero: amor. El primer deber de un hijo con sus padres es amarlos, con un amor que se demuestre con obras. Ese amor debe ser interno y sincero, es decir, que salga del corazón, y ha de manifestarse exteriormente, más con obras que con palabras; en vida, con toda clase de atenciones, dándoles muestras de cariño singular, procurando evitar lo que pueda disgustarlos, soportando con paciencia sus defectos, y mostrándose siempre dispuestos a servirlos. En la hora de la muerte, deben procurar que reciban los Santos Sacramentos, y después de la muerte no deben faltarles los constantes y piadosos sufragios filiales.

Es necesario sobre todo amar a los padres sobrenaturalmente, es decir, deseando para ellos, antes que nada, los bienes eternos, la salvación de su alma.

          Perdona que te interrumpa. ¿Cuándo los hijos no cumplen con esta obligación primordial? Cuando hay falta de amor interno. Es decir, si les tienen odio o los menosprecian interiormente; si les desean males (por ejemplo, la muerte); si se regocijan en sus adversidades, etc. Y cuando hay falta de amor externo. En concreto, si los tratan con dureza; si provocan su indignación o su ira; si les niegan el saludo o la palabra; si los tratan con indiferencia; etc.

Continuemos con los deberes… El segundo deber es la reverencia. Los padres son para los hijos los representantes más inmediatos de Dios sobre la tierra, por eso han de profesarles el máximo respeto, sumisión y reverencia. Esta reverencia debe manifestarse de palabra, con los hechos y con toda paciencia; tratándoles con estima y atención. Sería una falta de respeto despreciarlos, gritarles u ofenderles de cualquier modo o avergonzarse de ellos.

No respeta a sus padres el hijo que: a) habla mal de ellos o los desprecia; b) les echa en cara sus defectos; c) les dirige palabras altaneras, o bien los injuria o se burla de ellos; d) los trata con palabras y acciones tales que les haría parecer como iguales suyos, por la desfachatez o vulgaridad de las expresiones; e) no les da las muestra usuales de cortesía.

¿Y qué me dices del deber de obediencia? Mientras dependen de sus padres, los hijos tienen el deber de obedecerles, como enseña la Sagrada Escritura: Hijos, obedeced a vuestros padres en todo (Col 3, 20); por supuesto, menos en lo que vaya contra Dios; quien no pospone a su padre y a su madre…, no puede ser discípulo mío (Lc 14, 26). La razón de esto estriba en que Dios es más padre que nuestros padres, pues, como también dice la Escritura, ¿no es Él tu Padre, que te poseyó, te hizo y te creó? (Dt 32, 6).

En todo lo demás, tienen los hijos obligación de obedecer a sus padres. Obligación que en ocasiones puede ser grave. Los hijos no pueden hacer lo que quieran, en nombre de una pretendida libertad absoluta, porque la autoridad paterna ha sido querida por Dios. Además, la obediencia no se opone a la libertad, porque se puede obedecer libremente; y al obedecer a los padres, se obedece a Dios.

La obediencia es una señal inequívoca del amor de los hijos a los padres, y es necesaria para la buena marcha de la familia. Esa obediencia ha de ser alegre, sin quejas; pronta, sin réplica ni discusión; entera, sin regateos.

La obediencia debida a los padres obliga a cumplir sus órdenes, especialmente en lo referente al cuidado de la propia salvación, y a la organización y orden de la casa.

¿Quiénes pecan contra la obediencia debida a los padres? Quienes rechazan formalmente una indicación justa, simplemente por provenir de la autoridad paterna. Por ejemplo, el hijo que no hace caso a lo que le dice su padre porque pasa de padre;  los que desobedecen en las cosas referentes al buen gobierno de la casa. Por ejemplo, el hijo que llega tarde a casa por la noche, a pesar de que su padre le ha dicho que debe llegar a la hora de la cena.

Hay, sin embargo, casos, en que los hijos pueden sin pecar desobedecer a sus padres. A modo de ejemplo están los dos siguientes: a) cuando los padres mandan cosas contrarias a la Ley de Dios. Por ejemplo, mentir, omitir la Misa del domingo, asistir a un espectáculo inmoral, etc. En estos supuestos, hay que desobedecer, pues lo contrario sería pecado. Siempre hay obedecer a Dios antes que a los hombres; b) en relación a las decisiones fundamentales sobre su vida. Por ejemplo, qué profesión van a ejercer. Si el padre quiere que su hijo sea médico, y el hijo desea ser abogado, éste tiene todo el derecho a estudiar la carrera de leyes. Otra decisión fundamental es la elección de estado. Un padre no se puede oponer al que recta y lícitamente quieran tomar los hijos, ni obligar a elegir uno determinado. Todos pueden disponer de su vida como les plazca. Por ejemplo, si un hijo quiere ser sacerdote porque siente la llamada de Dios y su padre se lo prohibe, el hijo no debe hacer caso de la prohibición paterna.

Queda aún por hablar del último deber: asistencia en las necesidades. Efectivamente. Así como en los años de la infancia los hijos no pueden valerse sin ayuda de sus padres, puede ocurrir que en los días de su ancianidad los padres no puedan valerse por sí mismos sin ayuda de los hijos. En estos casos, es de justicia que los hijos les ayuden en todo lo que sea preciso.

Esta deber consiste en que los hijos atiendan a sus padres con solicitud en sus necesidades espirituales y materiales, y pecaría contra este deber quien: a) los abandone, obligándolos a ejercer un oficio indigno de su condición social; b) no los atienda en sus enfermedades, no trate de consolarlos en sus aflicciones, o los abandone en la soledad (por ejemplo, internándolos en un asilo y olvidándose de ellos); c) no les procure los auxilios espirituales en sus enfermedades, ni se preocupe de que reciban a tiempo los últimos sacramentos.

Recuerdo ahora una anécdota que fue contada por el papa Juan Pablo I en una de las audiencias de su breve pontificado. Es muy ilustrativa sobre esto último que he dicho. Yo, de obispo de Venecia, solía ir a veces a visitar asilos de ancianos. Una vez encontré a una enferma, anciana. -Señora, ¿cómo está?, le pregunté. Ella me respondió: -Bah, comer, como bien; calor, bien también, hay una buena calefacción. -Entonces, está contenta, ¿verdad? -No. Al responder negativamente a mi pregunta se echó a llorar. -Pero, ¿por qué llora? -Es que mi nuera y mi hijo no vienen nunca a visitarme. Yo quisiera ver a los nietecitos. Y el Papa de la sonrisa sacaba la siguiente conclusión: No basta la ayuda material, sino también que se sientan queridos.

¿Cuáles son los deberes de los padres? Los padres tienen el deber de ocuparse de sus hijos, mientras dependan de ellos. Deben cuidar no sólo de su cuerpo -dándoles alimento, vestido, etc.- sino también de su alma, proporcionándoles la formación intelectual necesaria, ante todo en lo que se refiere a la fe. Esta formación comprende no solamente el aprendizaje de la doctrina cristiana, sino la educación en las buenas costumbres, para lo cual tiene una importancia fundamental el buen ejemplo de los padres.

Una de las anécdotas de la que es protagonista Diógenes es la siguiente: Un muchacho, hijo de un hombre rico, iba por la calle con su padre. Vio a Diógenes en su tonel y le lanzó una piedra. Diógenes se levantó, dio un bofetón al padre y le dijo: “Es tu merecido, por lo mal que has educado a este niño”. Y es que la buena educación de los hijos es para los padres un deber sagrado e indispensable.

¿Cómo educan los padres a sus hijos en la fe cristiana? La principal obligación de los padres, tocante a sus hijos, es la formación cristiana. Los padres educan a sus hijos en la fe cristiana principalmente con el ejemplo, la oración, la catequesis familiar y la participación en la vida de la Iglesia. Esta formación exige de los padres que enseñen la doctrina cristiana a sus hijos por sí y por buenos maestros, y les ayuden a practicarla; que en todo momento les den buen ejemplo, asistiendo a Misa los días de precepto, leyendo libros buenos, practicando obras de misericordia, etc.

Al enviar los hijos a una escuela, las padres no pueden desentenderse de su educación; es necesario comprobar frecuentemente qué tipo de enseñanza reciben los hijos, los libros que estudian, el ambiente, etc. La siguiente anécdota no necesita ningún tipo de comentarios: En una ocasión, un muchacho, al volver de la escuela a su casa, sacó de la cartera la fotografía de un gran enemigo de la fe y de la Iglesia, y se dispuso a colgarla de la pared, como le había aconsejado el maestro. Al verlo el padre, un impetuoso ferroviario y buen cristiano, le regañó con amenazas. El muchacho empezó a llorar, mientras decía: “¿A quién hago caso, a ti o al maestro?” El pobre chico estaba confuso ante los consejos que recibía, unos en casa -conformes a la doctrina cristiana- y otros -totalmente opuestos- en la escuela.

La educación en la moral católica exige de los padres que enseñen a sus hijos buenas costumbres; que corrijan sus defectos; que vigilen con celo y prudencia sus lecturas, conversaciones, espectáculos, diversiones y amistades; que los aparten de los vicios y de las ocasiones de pecar; que los castiguen, si es menester, pero paternalmente, siempre a tenor de la falta, sin excesos ni blanduras. Es preferible que los hijos lloren cuando son pequeños a que lloren los padres cuando los hijos son mayores, dice la sabiduría popular.

La autoridad de los padres no tiene por qué violentar la libertad de los hijos. Los padres han de emplear su autoridad prudentemente, para enseñar a sus hijos a usar rectamente su libertad; es decir, a obrar libremente el bien. Al mismo tiempo, han de respetar la libertad de los hijos en lo que es legítimo, sin caer en el autoritarismo, siguiendo el consejo de san Pablo: Padres, no exasperéis a vuestros hijos ( Ef 6, 4).

¿Qué otros deberes impone el cuarto mandamiento? Además de los padres, hay otras personas a las que debemos también obediencia, amor y respeto. Estas personas son los hermanos, familiares y amigos, profesores y bienhechores y los Pastores de la Iglesia.

a) Los hermanos. Es de particular importancia entre hermanos esforzarse en las virtudes de la convivencia, evitando enojos, discusiones, envidias; el egoísmo, en una palabra. Además, los hermanos mayores están obligados a dar buen ejemplo a los más pequeños; b) Familiares y amigos. El amor y el respeto de la familia alcanzan de modo particular a los abuelos, tíos, primos, y a los amigos; c) Profesores y bienhechores. Son los representantes de los padres, y por eso se les debe agradecimiento y respeto; d) Los Pastores de la Iglesia. En cuanto hijos de la Iglesia, hay la obligación de amar a los gobiernan la Iglesia por el bien de las almas, rezar por ellos y obedecer sus indicaciones. La lealtad pide no murmurar nunca.

Y por último están los deberes de los ciudadanos respecto a las autoridades civiles. Quienes están sometidos a las autoridades deben considerarlas como representantes de Dios, ofreciéndoles una colaboración leal para el buen funcionamiento de la vida pública y social. Esto exige el amor y servicio de la patria, el derecho y el deber del voto, el pago de los impuestos, la defensa del país y el derecho a una crítica constructiva, además de cumplir las leyes, siempre que éstas sean justas.

Clases de Religión. Los Diez Mandamientos (Lección 5ª)

Tercer mandamiento

Santificarás las fiestas

¿Cuál es el contenido de este mandamiento? El tercer mandamiento ordena santificar las fiestas, es decir, cesar en el trabajo y honrar al Señor con obras de culto los domingos y otros días festivos de precepto.

En la Sagrada Escritura está recogido este mandamiento en estas palabras de Dios dirigidas a los hebreos: Seis días trabajarás y harás tus obras, y el séptimo día es día de descanso, consagrado a Yavé, tu Dios, y no harás en él trabajo alguno (Ex 20, 9-10).

Los israelitas descansaban el sábado, día en que el Pueblo elegido se dedicaba exclusivamente al culto a Dios. Era el sábado el día del Señor como memoria de la creación: Pues en seis días hizo el Señor el cielo y la tierra, el mar y todo cuanto contienen, y el séptimo descansó; por eso bendijo el Señor el día del sábado y lo hizo sagrado (Ex 20,11); y como memorial de la liberación de Israel de la esclavitud de Egipto: Acuérdate de que fuiste esclavo en el país de Egipto y de que el Señor tu Dios te sacó de allí con mano fuerte y tenso brazo; por eso el Señor tu Dios te ha mandado guardar el día de sábado (Dt 5, 15).  

Entonces, ¿por qué para los cristianos el día del Señor es el domingo? La Iglesia, manteniendo el precepto del Decálogo, lo traslada al domingo, porque en ese día de la semana resucitó el Señor, verdad que fundamenta nuestra fe. El Catecismo de la Iglesia Católica dice: Jesús resucitó de entre los muertos “el primer día de la semana”. En cuanto es el “primer día”, día de la Resurrección de Cristo recuerda la primera creación. En cuanto es el “octavo día”, que sigue al sábado, significa la nueva creación inaugurada con la resurrección de Cristo. Para los cristianos vino a ser el primero de todos los días, la primera de todas las fiestas, el día del Señor, el “domingo” (n. 2.174).

Además, porque el domingo de Pentecostés el Espíritu Santo descendió sobre los Apóstoles, manifestándose públicamente la Iglesia delante de una multitud de personas de diversas naciones que estaban en Jerusalén. Y, por último, para que los cristianos no confundieran las fiestas cristianas con las judías.

¿Qué sentido tiene la celebración de este día? La celebración del domingo cumple la prescripción moral, inscrita en el corazón del hombre, de “dar a Dios un culto exterior, visible, público y regular bajo el signo de su bondad universal hacia los hombres” (Santo Tomás de Aquino). El culto dominical realiza el precepto moral de la Antigua Alianza, cuyo ritmo y espíritu recoge celebrando cada semana al Creador y Redentor de su pueblo (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2.176). Por tanto, este mandamiento responde también a la necesidad de venerar públicamente a Dios, y no sólo de modo privado.

Algunos pretenden relegar el trato con Dios únicamente al ámbito privado, interior, como si no debiera tener manifestaciones externas. Pero esto es falso. El hombre tiene derecho a dar públicamente culto a Dios, y es una grave injusticia -frecuente en muchos países, en nuestros días- que los cristianos se vean perseguidos y obligados a ocultarse para poder practicar su fe.

¿Cómo se cumple el tercer mandamiento? Lo primero que digo es que el domingo es un día para santificarlo y santificarnos, no para divertirnos solamente, y mucho menos pecar con pretexto de diversión  o de descanso.

Este mandamiento se cumple participando en la Santa Misa en los domingos y fiestas de precepto y absteniéndose de realizar en esos días actos que impiden el culto a Dios o el debido descanso.

La celebración del día del Señor y de la Eucaristía tiene un papel principalísimo en la vida de la Iglesia. El domingo, en el que se celebra el misterio pascual, por tradición apostólica, ha de observarse en toda la Iglesia como fiesta primordial de precepto. Igualmente deben observarse los días de Navidad, Epifanía, Ascensión, Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, Santa María Madre de Dios, Inmaculada Concepción y Asunción, San José, Santos Apóstoles Pedro y Pablo y, finalmente, todos los Santos (Código de Derecho Canónico, can. 1.246, & 1). 

¿Hay obligación de asistir a la Santa Misa los domingos? Sí, en todos los domingos y, además, en todas las fiestas de precepto. Es el primer mandamiento de la Iglesia, que determina y precisa el mandamiento del Decálogo de santificar las fiestas.

Impuso la Iglesia este precepto, porque inspirada por Dios, no halló medio más digno y adecuado para tributar a Dios el honor que le es debido y el culto público de adoración que se merece como soberano Señor nuestro. La Misa es, en efecto, el acto más excelente y sublime que podemos ofrecer a Dios, por cuanto que es el mismo sacrificio ofrecido por Jesucristo en el Calvario, sacrificio de infinito valor, que sin cesar renueva en los altares del mundo entero Nuestro Señor.

Esta obligación está indicada en el Código de Derecho Canónico: El domingo y las demás fiestas de precepto los fieles tienen obligación de participar en la Misa (can. 1.247). Cumple con el precepto de participar en la misa quien asiste a ella, dondequiera que se celebre en un rito católico, tanto el día de la fiesta como el día anterior por tarde (can. 1.248, & 1). Y también en el Catecismo de la Iglesia Católica: Los fieles están obligados a participar en la Eucaristía los días de precepto, a no ser que estén excusados por una razón seria (por ejemplo, enfermedad, el cuidado de los niños pequeños) o dispensados por su propio pastor. Los que deliberadamente faltan a esta obligación cometen pecado grave (n. 2.181).

Para cumplir con esta obligación se requiere: a) tener la intención de obedecer a la Iglesia, es decir, de cumplir el precepto y aprovecharse de los frutos del Santo Sacrificio; b) estar presente corporalmente en el lugar que se celebra la Santa Misa. Por tanto, no cumple el precepto quien sigue la misa por la radio o la televisión; c) prestar atención. Quien voluntariamente se distrae, sin ninguna atención de la mente, no cumple con esta obligación; d) asistir a la Misa entera. No basta con una participación que no abarque la Misa íntegra.

¿Hay causas que dispensan de esta obligación? Sí, por supuesto. Uno está dispensado de oír Misa en caso de imposibilidad física o moral y de grave incomodidad. Por ejemplo, un enfermo que debe guardar cama tiene imposibilidad física de ir a la Iglesia. Una persona que vive en un lugar distante de la Iglesia, que tardaría más de una hora en llegar, tiene una grave incomodidad para asistir a Misa. O un anciano que sólo puede salir de casa con buen tiempo, cuando hace mal tiempo (lluvia, frío, nieve…) está dispensado.

Tampoco hay obligación de asistir a Misa cuando la caridad (tener que cuidar de una persona enferma) o la obligación del estado (madres, guardias, soldados) no lo permiten o lo impiden; cuando se presenta algún peligro grave, físico o moral. Por ejemplo, en tiempo de persecución religiosa, si una persona por asistir a Misa corre peligro de ser asesinada. También el párroco puede dispensar de esta obligación. Por ejemplo, en tiempo de la cosecha, a los que trabajan en la recolección de los frutos.

Háblame ahora del descanso dominical. La Iglesia dice: El domingo y las demás fiestas de precepto los fieles tienen obligación de participar en la Misa, y se abstendrán además de aquellos trabajos y actividades que impidan dar culto a Dios, gozar de la alegría propia del día del Señor o disfrutar del debido descanso de la mente y del cuerpo (Código de Derecho Canónico, can. 1.247).

La acción de Dios es el modelo de la acción humana. Si Dios “tomó respiro” el día séptimo, también el hombre debe “descansar” y hacer que los demás “recobren aliento”. La vida humana sigue un ritmo de trabajo y descanso. La institución del día del Señor contribuye a que todos disfruten del tiempo de descanso y de solaz suficiente que les permita cultivar su vida familiar, cultural, social y religiosa.

El descanso dominical es de imperiosa necesidad para el hombre desde cualquier punto de vista que se le considere. El cuerpo humano reclama periódicamente algún reposo para reponerse con la oportuna interrupción del trabajo. Además, sobre las necesidades corporales están las sociales, las espirituales y las religiosas, a las que también hay que atender

Exigen y requieren el descanso dominical: a) La gloria de Dios, pues en los demás días de la semana resulta más dificultoso, por razón del trabajo, hacer actos de culto a Dios, obras de caridad, etc.; b) El interés de la propia alma, para que pueda atender mejor al cultivo y desenvolvimiento de sus facultades superiores; c) La salud y el bienestar del cuerpo, pues sus fuerzas son limitadas, y sin el descanso semanal acabarían por agotarse; d) La vida de familia, cuyos miembros se hallan con frecuencia separados durante la semana por causa del trabajo y apenas pueden verse y comunicarse un rato diariamente; e) El bien de la sociedad, la cual tiene tiempo y ocasión para tributar a Dios culto público y atraer sus bendiciones, y, además, porque sus miembros tienen ocasión de mantener y estrechar sus relaciones y amistades sociales.

El descanso no debe ser interpretado ni vivido como un simple no hacer nada -pérdida de tiempo- sino como la ocupación positiva en otras tareas. Por ejemplo, pasar más tiempo con la familia para atender a la educación de los hijos; cultivar una amistad, etc.

            ¿Hay causas que permiten trabajar en los domingos? Las necesidades familiares o una gran utilidad social constituyen excusas legítimas respecto al precepto del descanso dominical. Los fieles deben cuidar de que legítimas excusas no introduzcan hábitos perjudiciales a la religión, a la vida de familia y a la salud.

Te lo explico más detenidamente. Las principales causas que permiten trabajar en los días festivos son: la necesidad, la caridad, la piedad, el bien público y la dispensa. La causa ha de ser tanto más grave cuanto más se prolongue el trabajo, y en lo posible hay que evitar el escándalo. Además, conviene tener siempre presente el espíritu de la ley del descanso dominical.

Por necesidad se permiten trabajos de cocineros, panaderos, ferroviarios, etc., pero a nadie se le exime de la obligación de asistir a la Santa Misa, siempre que no haya incompatibilidad. La caridad para con el prójimo autoriza trabajar por los enfermos y los pobres que se hallan en necesidad apremiante; cavar sepulturas para difuntos, etc. La piedad o amor de Dios permite algunas obras anejas al esplendor del culto divino; por ejemplo, que se prepare lo necesario para una función religiosa próxima, que se adornen los altares, etc. El bien público excusa de muchos trabajos, como son los de bomberos, guardias, barrenderos y otros muchos servicios públicos que el bien común no permite que se aplacen. Por este motivo parece lícito, en algunas circunstancias, cargar y descargar vagones y barcos, si no es posible obrar de otro modo. En casos particulares el obispo y el párroco pueden dispensar, especialmente en la época de recolección de cosechas, para evitar a los labradores daños inminentes.

¿Cuáles son los pecados contra el tercer mandamiento? El mandamiento de santificar las fiestas se quebranta de tres formas: a) no asistiendo a la Santa Misa, sin causa justa que lo impida, los domingos y las fiestas de precepto. Es pecado mortal, porque se falta a una obligación grave prescrita por la Iglesia; b) dedicándose a trabajos que la Iglesia no permite. Están prohibidos aquellos trabajos que impiden asistir a la celebración Eucarística; los que son penosos y producen fastidio, por lo que no permiten gozar de la alegría propia del domingo o de la fiesta; los que imposibilitan el descanso de la mente o del cuerpo. En consecuencia, se pueden realizar aquellos trabajos que producen descanso, en los cuales se disfruta y que permiten asistir a la Santa Misa; c) profanando los días santos con acciones y diversiones pecaminosas.

Clases de Religión. Los Diez Mandamientos (Lección 4ª)

Segundo mandamiento

No tomarás el nombre de Dios en vano

Antes de entrar en el tema te cuento una anécdota ejemplar. Había una cantante de ópera que había tenido muchos triunfos y le habían aplaudido en las principales capitales. Pero un día comenzó a perder la voz y a sentir molestias en la garganta. Los médicos le descubrieron un mal incurable que podría acabar con su vida. Para evitarlo necesitaba operarse urgentemente. Le dijeron: Ya no podrá usted cantar y ni siquiera hablar jamás. El día convenido para la operación, momentos antes de entrar en el quirófano, el cirujano le dijo si quería decir algo. Ella respondió con una sonrisa, mientras decía: Gloria al Padre, gloria al Hijo, gloria al Espíritu Santo. Y éstas fueron las últimas palabras que pronunció.

Este mandamiento, según está enunciado, es una prohibición. ¿Es que no manda nada en sentido positivo? Tienes razón, su enunciado indica lo que está prohibido, pero tiene una parte, como los demás mandamientos, positiva. De esto ya te hablé antes. En cada mandamiento hay unas obligaciones y unas prohibiciones. El segundo mandamiento de la Ley de Dios nos manda invocar, bendecir, alabar, respetar, glorificar y honrar el Santo Nombre de Dios, y cumplir los juramentos lícitos y los votos. Además, también manda que hablemos con reverencia de la Virgen, de los Ángeles, de los Santos y de cuanto se refiere a la Iglesia, al culto y a la religión en general.

¿Me puedes concretar algo más estas obligaciones? Mira. Honramos o santificamos el nombre de Dios cuando le alabamos como Creador y Salvador, confesando ante los hombres que es nuestro Dios y Señor; cuando escuchamos con devoción o meditamos la Palabra de Dios; cuando damos gracias por todo lo que nos concede, o pedimos con confianza su ayuda y protección; cuando cuidamos todo lo que está consagrado; cuando procuramos que Dios sea conocido, amado y honrado por todos; cuando juramos con piedad, justicia y verdad; cuando hacemos votos y promesas de cosas gratas a Dios con intención de cumplirlas.

Y en atención al nombre de Dios, que de alguna manera ostentan, hemos de respetar los lugares, las cosas y personas a Él consagrados. Son lugares sagrados los templos y cementerios, en los cuales nuestro comportamiento ha de estar lleno de respeto. No olvides que en cada iglesia está el Señor en el sagrario y que está dedicada al culto. Son cosas sagradas el altar, el cáliz, y otros objetos que se usan para el culto. Y por último, son personas consagradas los ministros de Dios y los religiosos. Por tanto, merecen todo respeto y nunca se debe hablar mal de ellos. Especial dignidad tienen el Papa y los Obispos, pues poseen la plenitud del sacerdocio.

            Antes hablaste de los votos y de las promesas. Las promesas, sí sé lo que son, pero no sé nada de los votos. ¿Me lo puedes explicar? Empiezo por las promesas. El Catecismo de la Iglesia Católica dice: En varias circunstancias, el cristiano es llamado a hacer promesas a Dios. El bautismo y la confirmación, el matrimonio y la ordenación las exigen siempre. Por devoción personal, el cristiano puede también prometer a Dios un acto, una oración, una limosna, una peregrinación, etc. La fidelidad a las promesas hechas a Dios es una manifestación de respeto a la Majestad divina y de amor hacia el Dios fiel (n. 2.101)  

¿Y el voto? No seas impaciente, te lo explico a continuación. El voto es la promesa deliberada y libre hecha a Dios acerca de una cosa buena -un bien posible- que no impide otra mejor, con intención de obligación. El voto es un acto de devoción en el que el cristiano se consagra a Dios o le promete una cosa buena. Por tanto, mediante el cumplimiento de sus votos entrega a Dios lo que le ha prometido y consagrado.

Hemos de acostumbrarnos a hacer propósitos que nos ayuden a mejorar, sin necesidad de hacer votos o promesas, a no ser que Dios así nos lo pidiera. Si alguna vez queremos hacer alguna promesa a Dios, es prudente preguntar antes a algún sacerdote o al confesor, o consultarlo en la dirección espiritual para asegurarnos que podemos cumplirla.

¿Me lo puedes explicar un poco más? Empiezo por aclarar: promesa de una cosa buena -un bien posible- que no impide otra mejor. Y lo hago con un ejemplo. Un estudiante hace voto de ir a pie un domingo a una ermita de la Virgen que está es un sitio despoblado y lejos de cualquier pueblo o ciudad. El objeto del voto es una cosa buena: visitar una ermita de la Virgen para rezar. Pero el cumplimiento del voto le impide asistir a la Santa Misa ese domingo. He aquí una cosa buena que impide otra mejor, como es el cumplimiento del precepto dominical. Por tanto, no es lícito hacer esa promesa.

El bien que se promete hacer debe ser mejor que su contrario u omisión. Y pongo un ejemplo: es inválido el voto de no ser sacerdote aún en el caso de que se sintiera vocación al sacerdocio, porque el seguir la llamada de Dios es mejor que no seguirla. Sí es válido el voto de permanecer célibe por amor a Dios, porque el celibato y la virginidad son más perfectos que el estado matrimonial.

Tampoco se puede prometer un bien que físicamente es imposible. Por ejemplo, hacer una peregrinación desde La Rábida a Tierra Santa a pie y descalzo, y ayunando todos los días que dure la peregrinación.

            ¿Qué es el juramento? A veces es necesario que el que hace una declaración sobre lo que ha visto u oído haya de reforzarla con un testimonio especial. Por lo que en ocasiones muy importantes, sobre todo ante un tribunal, se puede invocar a Dios como testigo de la verdad de lo que se dice o promete: eso es hacer un juramento. Fuera de estos casos, no se debe jurar nunca, y hay que procurar que la convivencia humana se establezca en base a la veracidad y honradez. Jesucristo dijo: Sea, pues, vuestro modo de hablar: sí, sí, o no, no. Lo que exceda de esto, viene del Maligno (Mt 5, 37).

Se puede definir el juramento de la siguiente manera: El juramento consiste en poner a Dios o a los Santos por testigos de la verdad de lo que se dice o promete.

¿Cuándo un juramento es bueno? Para que el juramento sea bueno es menester que se haga con verdad, con justicia y con necesidad. Sin estos requisitos no puede prestarse juramento. Si se hiciera, se cometería pecado.

Jurar con verdad es afirmar lo que se cree ser una realidad, aunque uno esté equivocado; por tanto, se excluye toda mentira y toda duda prudente. Por ejemplo, si una persona está segura, sin ningún tipo de duda prudente, de reconocer en un hombre concreto al autor de un crimen y lo afirma en un juicio después de prestar juramento, ha jurado con verdad, aun en el caso de que se hubiera equivocado. Ahora bien, no lo haría con verdad si dudara, es decir, no estuviera seguro.

Jamás es lícito invocar el nombre de Dios para rubricar una mentira. Para jurar con verdad se requiere al menos que exista una certeza moral de aquello sobre lo que recae el juramento. La simple probabilidad no sería suficiente para jurarlo.

Jurar con justicia, o sea, que sólo se puede invocar el nombre de Dios cuando se jura una cosa en sí misma buena. En consecuencia, no se debe apelar al testimonio divino para hacer el mal. Por ejemplo, el juramento para la venganza. El tan frecuente “juro que me vengaré”, es un juramento ilícito e inválido.

Para jurar con justicia es preciso que lo que se promete hacer bajo juramento sea bueno, lícito y honesto; y que no se afirme nada ilícitamente, cuando se asegura bajo juramento una cosa pasada o presente.

Jura con justicia quien en un juicio testifica una realidad que presenció, siendo su testimonio necesario para aclarar la verdad de los hechos. Sin embargo, no juraría con justicia si afirmase -sin faltar a la verdad- una conducta pecaminosa del acusado, que no tiene nada que ver para aclarar los hechos.

Jurar con sensatez, es decir, con juicio, supone que no se jura con ligereza, sino por necesidad. El segundo precepto del Decálogo prohibe usar en vano el nombre de Dios. Sólo si las circunstancias lo demandan, se puede acudir al juramento como aval de la verdad humana. Dios no puede ser testigo de una banalidad.

Se jura con necesidad y derecho cuando hay causa grave y justa o, por lo menos, verdadera y grande utilidad. Es el caso de los juicios. Los testigos juran con necesidad porque es una causa justa.

            ¿Cuáles son los pecados contra el segundo mandamiento? Además de los pecados de perjurio o de incumplimiento del voto, los pecados contra este mandamiento son: pronunciar con ligereza o sin necesidad el nombre de Dios, la infidelidad a las promesas hechas en nombre de Dios  y la blasfemia.

El perjurio es hacer, bajo juramento, una promesa con intención de no cumplirla, o bien violar la promesa hecha bajo juramento. También es jurar sin verdad. Es siempre, por su misma naturaleza, pecado grave contra Dios, que siempre es fiel a sus promesas. Es un pecado mortal aunque recaiga sobre una mentira muy leve y no perjudique a nadie. Está prohibido jurar en falso, porque ello supone invocar en una causa a Dios, que es la verdad misma, como testigo de una mentira.

El incumplimiento del voto también es pecado, aunque aquí puede ser venial o mortal, según la materia del voto y la intención del quien lo hizo.

Quien se obliga con voto a una cosa en sí leve (por ejemplo, rezar por las noches tres avemarías) no puede prometerse bajo obligación grave. En este caso, el incumplimiento del voto es pecado venial.

El uso del nombre de Dios en vano consiste en proferir sin motivo alguno o sin la debida reverencia el nombre santo de Dios. Por extensión se aplica también al nombre de María y al de los santos.

Las palabras mal sonantes que emplean el nombre de Dios sin intención de blasfemar son una falta de respeto hacia el Señor. El segundo mandamiento prohibe también “el uso mágico” del Nombre divino (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2.149).

El empleo del nombre santo de Dios en vano es pecado, aunque no suele pasar de venial, por tratarse de una irreverencia leve. Igualmente, si uno pronuncia con irreverencia alguna palabra que hace referencia a la Sagrada Eucaristía, peca, aunque sea una costumbre muy extendida. Y es una expresión irreverente emplear la palabra hostia como sinónimo de bofetada.

La blasfemia, que es todo dicho, hecho o gesto injurioso contra Dios, la Virgen, los Santos o la Iglesia. Si se hace de forma consciente, es un pecado grave, ya que va directamente contra Dios.

¿Qué se debe hacer cuando se oye una blasfemia? Un buen cristiano no se debe limitar a pronunciar el nombre de Dios con respeto, sino que ha de sentirse herido al oír un insulto contra su Padre Dios: no puede quedarse impasible. La reacción lógica, si es posible, será hacer callar -con caridad, pero con decisión- a esas personas que blasfeman, y, sobre todo, desagraviar a Dios por aquellas ofensas. Para desagraviar, un medio que han utilizado siempre los cristianos son las jaculatorias, que son invocaciones breves de alabanza al Señor o a la Santísima Virgen, con las que se intenta reparar el agravio producido por quienes blasfeman.

Clases de Religión. Los Diez Mandamientos (Lección 3ª)

Primer mandamiento

Amarás a Dios sobre todas las cosas

Cuenta el Evangelio según san Mateo que un doctor de la Ley se acercó a Jesús y le preguntó, tentándole: “Maestro, ¿cuál es el mandamiento más grande de la ley?” Él le dijo: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Éste es el más grande y primer mandamiento” (Mt 22, 36-38).

En el primer mandamiento se incluye el deber de adorar a Dios. Para amar a Dios hay que reconocer antes su señorío y adorarle; y si no se le adora es porque no se le conoce y no se le ama, habiendo sido sustituido por las criaturas, que son los falsos dioses del egoísmo y del pecado. Por tanto, en el primer mandamiento Dios nos ordena que le reconozcamos, adoremos, amemos y sirvamos como a único y soberano Señor.

¿Cómo sabemos si estamos amando a Dios? El apóstol san Juan escribió: No amemos de palabra ni de lengua, sino de obra y de verdad (1 Jn 3, 18). La mejor señal del amor a Dios son las obras, la guarda de los mandamientos. Lo dijo el mismo Cristo: Si me amáis, observad mis mandamientos… Quien practica mis mandamientos, ése me ama (Jn 14, 15.21).

¿Hay algún límite en el amor a Dios? No. El amor que Dios nos pide –sobre todas las cosas– es un amor total y absoluto. Nunca amaremos a Dios bastante; siempre se le puede amar más y se le debe amar más. Además, por mucho que le amemos, Él siempre nos ama más.

¿Son compatibles este amor total a Dios y el amor a nuestros semejantes? Por supuesto que son compatibles. Los Diez Mandamientos se resumen en dos: En el amor a Dios y en el amor al prójimo. Jesucristo después de contestar al doctor de la Ley cuál era el primer mandamiento añadió: El segundo, semejante a éste, es: Amarás al prójimo como a ti mismo. De estos dos preceptos penden toda la Ley y los Profetas (Mt 22, 39-40).

Algunas personas quieren ver incompatibilidades entre estos dos amores. Y no hay ninguna. El papa Juan Pablo I, el día anterior a su muerte, explicó muy bien que no debe darse la disyuntiva entre el amor a Dios y el amor al prójimo: Llegamos a un choque directo entre Dios y el hombre, Dios y el mundo. No sería justo decir: “O Dios o el hombre”. Debemos amar “a Dios y al hombre”. Pero nunca al hombre más que a Dios, contra Dios o tanto como a Dios. En otros términos, el amor de Dios es superior, pero no es exclusivo (Discurso, 27.IX.1978). 

            Bien, pero ¿es fácil amar a Dios sobre todas las cosas? Sí, siempre que uno quiera y ponga los medios. Mira. El amor es una tendencia natural del hombre, el cual no puede dejar de amar. Y radicalmente sólo hay dos amores posibles: o se ama a Dios, Bien supremo, sobre todas las cosas, y a todo lo demás porque es bueno, ya que ha sido creado por Él y participa de su bondad; o amamos lo que nos reporta una ventaja, o nos gusta, o se acomoda a nuestro interés, y entonces nos amamos a nosotros mismos sobre todas las cosas, y amamos las cosas egoístamente, porque nos procuran una satisfacción.   

            Todos los posibles amores se reducen a uno de estos dos, y según se oriente la voluntad en uno u otro sentido, el alma se hace recta o se torna egoísta, tiende al Señor o se centra en sí misma. Decía san Agustín: Dos amores fundaron dos ciudades: el amor propio hasta el desprecio de Dios, la terrena; y el amor de Dios hasta el desprecio de sí mismo, la celestial. La primera se gloría en sí misma, y la segunda, en Dios (De civitate Dei, XIV, 28). Por tanto, si uno se ama a sí mismo de forma egoísta, no le será posible amar a Dios sobre todas las cosas, ni siquiera amarle. Ahora bien, a la persona que busca el amor de Dios con olvido de sí mismo le será fácil cumplir el primer mandamiento del Decálogo.  

Y ahora te transcribo la oración de un santo: Te amo, Dios mío, y mi único deseo es amarte hasta el último suspiro de vida. Te amo, Dios mío infinitamente amable, y prefiero morir amándote a vivir sin amarte. Te amo, Señor, y la única gracia que te pido es amarte eternamente… Dios mío, si mi lengua no puede decir en todos los momentos que te amo, quiero que mi corazón te lo repita cada vez que respiro (San Juan Bautista María Vianney, Oración).

            ¿Qué obligaciones impone el primer mandamiento? En el aspecto positivo el primer mandamiento nos obliga a creer en un solo Dios verdadero, a esperar en Él, a amarle con toda el alma y con todas nuestras fuerzas, y a adorarle o darle culto supremo. Es decir, nos obliga a practicar las tres virtudes teologales: fe, esperanza y caridad, y la virtud de la religión.

Me puedes explicar cada una de estas virtudes. Sí, y empezamos con la virtud de la fe. Por la fe estamos obligados a creer firmemente todas las verdades reveladas por Dios (contenidas en la Sagrada Escritura -Biblia- y en la Tradición) que la Iglesia nos enseña en virtud de la autoridad que ha recibido del mismo Dios.

Dos son los motivos fundamentales tenemos para creer las verdades reveladas. El primero, es la autoridad y soberana veracidad de Dios que las reveló y que no puede engañarse (es infinitamente sabio, por tanto no se puede equivocar) ni engañarnos (es infinitamente bueno, y la mentira va contra la bondad); y el segundo, es el magisterio infalible de la Iglesia que no puede equivocarse porque tiene una asistencia especial que Cristo le prometió para enseñar sin error posible.

Por la virtud de la fe creemos en Dios, creemos a Dios, y creemos lo que Dios ha dicho. Esto se puede formular con tres preguntas y sus respectivas respuestas: ¿A quién creemos? Al mismo Dios que ha hablado a todos los hombres; ¿Por qué creemos? Porque nos fiamos de Dios, de la autoridad del mismo Dios que revela; ¿Qué verdades creemos? Creemos todo lo que Dios ha revelado: lo que se encuentra en la Tradición y en la Sagrada Escritura, y que la Iglesia por definición solemne o por su Magisterio ordinario y universal propone como divinamente revelado.   

            ¿Cuáles son esas verdades que hay creer? Es objeto de la fe las verdades que toda persona con uso de razón debe conocer y creer explícitamente para salvarse.

Nadie puede salvarse sin creer expresamente que Dios existe (un solo Dios, creador de todas las cosas) y que es remunerador, es decir, que después de la muerte existe otra vida, en la que Dios premia a los buenos y castiga a los malos.

Para los no cristianos, no es necesario (según el parecer de la mayoría de los teólogos) para salvarse la fe explícita en la Encarnación del Verbo, en la Redención obrada por Cristo y en el misterio de la Santísima Trinidad.

Para los católicos es necesario creer para salvarse todas las verdades que están contenidas en el Credo, sin excluir uno solo de sus dogmas.

Nunca está permitido negar la fe y debemos confesarla públicamente cuando sea menester.

Háblame ahora de la esperanza. Por la virtud de la esperanza confiamos en Dios y, fundados en sus promesas, aguardamos de Él cuanto necesitamos, porque no sólo es infinitamente bueno, sino también omnipotente. Debemos tener absoluta confianza en que Dios cumplirá con perfecta fidelidad sus promesas, especialmente las que se refieren a la vida eterna y las gracias necesarias para conseguirla.

La esperanza llena de alegría nuestro caminar por esta vida, aun en medio de las dificultades. Además, nos ayuda a vencer las tentaciones. Aconsejaba san Josemaría Escrivá: A la hora de la tentación piensa en el Amor que en el cielo te aguarda: fomenta la virtud de la esperanza, que no es falta de generosidad (Camino, n. 139).

Son objeto de la esperanza los bienes que Dios ha prometido, a saber: la gloria eterna, es decir, la posesión de Dios; los medios necesarios para alcanzarla, principalmente el perdón de los pecados, por medio de la contrición y de la confesión; la gracia divina; y aún los mismos bienes temporales, en cuanto nos servimos de ellos para la salvación.

¿En qué se funda la esperanza? Nuestra esperanza se funda: 1) En la omnipotencia y bondad de Dios, que puede y quiera darnos todos los bienes que nos ha prometido; 2) En su fidelidad para cumplir sus promesas; 3) En los méritos infinitos de Jesucristo, que son la causa meritoria de todos los bienes que Dios nos concede; y 4) En las buenas obras de cada uno, ninguna de las cuales quedará sin recompensa.

¿Cuáles son los deberes de la caridad? El precepto de la caridad encierra dos deberes: Amar a Dios sobre todas las cosas y amar al prójimo como a nosotros mismos por Dios. Pero en el primer mandamiento del Decálogo solamente se atiende al primero de esos deberes, pues el amor al prójimo es objeto del cuarto mandamiento y de los que le siguen.

Debemos amar a Dios sobre todas las cosas, es decir, preferirlo a todas las criaturas y estar dispuestos a perder la vida antes que ofenderle. Siendo Él el Ser perfectísimo, merece ser amado con todo el corazón, con toda el alma y con todas nuestras fuerzas.

¿Cuáles son los motivos para amar a Dios de esta manera? Entre otros: 1) por ser Él quien es: el Sumo Bien, la Bondad infinita, la Perfección absoluta; 2) porque nos ama infinitamente y debemos corresponderle en cuanto podamos; 3) por los beneficios, gracias y favores que nos hace continuamente.

¿Y qué es la virtud de la religión? En primer lugar te diré que la palabra religión es derivada del vocablo latino religare, y que significa: unión o enlace. Dicho esto, la definición de la virtud de la religión es: La virtud que nos lleva a dar a Dios el culto y el honor debido como Creador y Ser Supremo, Principio y Soberano Señor de todas las cosas. Supone una relación que une al hombre con Dios. Comprende doctrinas, normas de vida moral y ritos sagrados por los que se da culto a Dios.

Esta virtud nos obliga a rendir a culto de adoración a Dios, y comprende el cumplimiento de todos los deberes religiosos, entre otros, el de la oración.

No basta que creamos en Dios, es preciso también que le reconozcamos como a nuestro Padre y soberano Señor.

¿Cuáles son los pecados contra el primer mandamiento? Son infracciones al mandamiento del amor a Dios sobre todas las cosas los pecados contra la fe, contra la esperanza, contra la caridad y contra la virtud de la religión.

Concrétame, por favor. Sí, por supuesto. Pecados contra la fe. Los que no han recibido el bautismo y tienen, por tanto, carencia de fe, si, a pesar de conocerla, no la abrazaron (la fe), incurren en el pecado de infidelidad, porque conociendo la fe tienen obligación de abrazarla. Sin embargo, no son culpables del pecado de infidelidad los que carecen de fe porque nunca tuvieron noticia de ella.

Pongo un ejemplo para aclarar lo dicho. Un joven sin bautizar que se educa en un ambiente cristiano y además estudia en un colegio donde se imparte clases de religión católica, a las que asiste sin ninguna coacción, si no abraza la fe incurre en pecado de infidelidad. Caso distinto es el del que vive en un ambiente no cristiano y al que no le llega noticia del mensaje cristiano. Éste no peca de infidelidad porque no puede abrazar la fe sin conocerla.

Para los bautizados, el primer mandamiento nos pide que alimentemos y guardemos con prudencia y vigilancia nuestra fe y que rechacemos todo lo que se opone a ella. Hay diversas maneras de pecar contra la fe (transcribo los puntos 2.088 y 2.089 del Catecismo de la Iglesia Católica):

La duda voluntaria respecto a la fe descuida o rechaza tener por verdadero lo que Dios ha revelado y la Iglesia propone creer. La duda involuntaria designa la vacilación en creer, la dificultad de superar las objeciones con respecto a la fe o también la ansiedad suscitada por la oscuridad de ésta. Si la duda se fomenta deliberadamente, la duda puede conducir a la ceguera del espíritu.

            La incredulidad es el menosprecio de la verdad revelada o el rechazo voluntario de prestarle asentimiento. “Se llama herejía la negación pertinaz, después de haber recibido el bautismo, de una verdad que ha de creerse con fe divina y católica, o la duda pertinaz sobre la misma; apostasía es el rechazo total de la fe cristiana; cisma, el rechazo de la sujeción al Sumo Pontífice o de la comunión con los miembros de la Iglesia a él sometidos.

También pecan contra la virtud de la fe los que se ponen voluntariamente en peligro de perder la fe. Del mismo modo que para conservar la salud nadie ingiere un alimento desconocido, sin informarse antes de si puede hacer daño, ni se expone sin las necesarias precauciones al contacto con enfermos infecciosos, también para conservar la fe es necesario tomar medidas de prudencia. Por ejemplo, antes de leer un libro cualquiera -sobre todo si trata de temas religiosos o de filosofía, etc., o incluso novelas- hay obligación de informarse sobre su contenido con personas de criterio, y de abandonar su lectura en caso de que represente un peligro contra la fe. También se debe evitar frecuentar determinados lugares o ambientes que representan un peligro concreto contra la fe o las costumbres. Quien considerase imprudentemente que a él no le afectan esas lecturas o esos ambientes, por su madurez o formación, demostraría precisamente inmadurez y ligereza, muchas veces alimentadas por el amor propio o la curiosidad incontrolada.

¿Y los pecados contra la esperanza? Los pecados contrarios a la virtud de la esperanza son: la presunción y la desesperación.

La desesperación es una voluntaria desconfianza de salvación; es decir, la pérdida de esperanza de salvarse, desconfiando de la misericordia divina. El caso de Judas Iscariote es el clásico tipo de desesperación. Se arrepintió del mal que había hecho (traicionar a su Maestro), reconociendo que había entregado a un inocente, pero no buscó el perdón de Jesús, la misericordia de Dios, y, desesperado, se ahorcó.

Por la desesperación, el hombre deja de esperar de Dios su salvación personal, el auxilio para llegar a ella o el perdón de sus pecados. Este pecado se opone a la Bondad de Dios, a su Justicia -porque el Señor es fiel a sus promesas- y a su Misericordia.

La presunción es la confianza excesiva y temeraria de alcanzar la salvación, por las propias fuerzas, sin la gracia de Dios, o de conseguirla con la fe sola, sin las buenas obras personales. Peca, pues, por presunción el que espera conseguir el Cielo por otros medios que los ordenados por Dios, que son fe, gracia y méritos personales adquiridos con las obras buenas. Dios promete la vida eterna al que guarda sus mandamientos, pero no al que no hace nada, confiando en su divina misericordia.

Por tanto, hay dos tipos de presunción: O bien el hombre presume de sus capacidades (esperando poder salvarse sin la ayuda de Dios), o bien presume de la omnipotencia o de la misericordia divina (esperando obtener su perdón sin conversión y la gloria sin mérito).

También es pecado poner toda la esperanza en que algo distinto de Dios puede colmar los deseos de felicidad (por ejemplo, esperar en la realización de un paraíso terrenal).

¿Cuáles son los pecados contra el amor de Dios? El más grave de todos, propio de los espíritus diabólicos, es el odio a Dios. Este pecado tiene su origen en el orgullo; se opone al amor de Dios cuya bondad niega y lo maldice porque condena el pecado e inflige penas.

El olvido de Dios, que se manifiesta en la omisión voluntaria de los deberes religiosos y en la frialdad por las cosas divinas. No es tan grave este pecado como el anterior, pero lleva a él y es fuente de muchos otros.

La indiferencia ante Dios, a la que se llega por no haber puesto positivamente los medios para amarle, por no haber entendido la vida cristiana como lo que es. La indiferencia descuida o rechaza la consideración de la caridad divina; desprecia su acción preveniente y niega su fuerza.

La ingratitud omite o se niega a reconocer la caridad divina (el amor de Dios) y devolverle amor por amor.

Ya sólo quedan los pecados contra la virtud de la religión… Sí, para acabar de citar los pecados contra el primer mandamiento del Decálogo sólo nos quedan aquellos pecados contrarios a la virtud de la religión.

En primer lugar, la idolatría, o adoración de ídolos o falsos dioses. Este pecado consiste en dar a algunas criaturas el culto debido sólo a Dios. Es pecado gravísimo, condenado severamente por Dios en la Sagrada Escritura: No tendrás otros dioses frente a mí. No te harás ídolos (…). No te postrarás ante ellos ni les darás culto; porque yo, el Señor tu Dios, Yavé, soy un Dios celoso (Ex 20, 3-5).

Perdona que te interrumpa, pero ¿hay personas hoy día que adoran a ídolos, como los israelitas que en el desierto adoraron a un becerro de oro? No está el pecado de idolatría tan lejos de nosotros como imaginamos. De alguna manera se cae en él cuando se sirve a la comodidad, al placer, o a cualquier forma de egoísmo, antes que a Dios; o incluso cuando ponemos antes que Dios otras cosas lícitas en sí mismas -la dedicación al propio trabajo, a la familia-, pero dejan de serlo si se sitúan en primer lugar, convirtiéndose en la finalidad última de nuestra vida, que corresponde únicamente a Dios.

El Catecismo de la Iglesia Católica hace referencia a las nuevas formas de idolatría de la época actual. La idolatría no se refiere sólo a los cultos falsos del paganismo. Es una tentación constante de la fe. Consiste en divinizar lo que no es Dios. Hay idolatría desde el momento en que el hombre honra y reverencia a una criatura en lugar de Dios. Trátase de dioses o de demonios (por ejemplo, el satanismo), de poder, de placer, de la raza, de los antepasados, del Estado, del dinero, etc. “No podéis servir a Dios y al dinero”, dice Jesús (Mt 6, 24). Numerosos mártires han muerto por no adorar a “la Bestia” (Cfr. Ap 13-14), negándose incluso a simular su culto. La idolatría rechaza el único Señorío de Dios; es, por tanto, incompatible con la comunión divina (Cfr. Ga 5, 20; Ef 5, 5) (n. 2113).

Respondida tu pregunta, continuemos refiriéndonos a los pecados contra la virtud de la religión.

La superstición, que es toda creencia religiosa extraña a la fe y contraria a la razón. Es, pues, una actitud irracional que atribuye a ciertos hombres (brujos, adivinos, hechiceros…), a objetos (talismanes, cartas, amuletos…), a hechos causales (caerse la sal, romperse un espejo, tener en la puerta de la casa una herradura, ver un gato negro…), la posibilidad de influir en el destino del hombre. Comete pecado el que cree que ciertos actos, palabras, números (especialmente el trece), percepciones… acarrean desgracia o felicidad, buena suerte o mala suerte, y los busca o los evita por esta razón. Es un pecado de excesiva credulidad.

La irreligiosidad o irreligión, que es una irreverencia especial hecha a Dios, o a personas y cosas consagradas a Él. Los principales pecados de irreligión son: la acción de tentar a Dios con palabras o con obras, el sacrilegio y la simonía.

La acción de tentar a Dios consiste en poner a prueba, de palabra o de obra, su bondad y su omnipotencia. Así es como Satán quería conseguir de Jesús que se arrojara del pináculo del templo y obligase a Dios, mediante este gesto, a actuar. Jesús le opone las palabras de Dios: No tentarás al Señor tu Dios (Dt 6, 16). El reto que contiene este tentar a Dios lesiona el respeto y la confianza que debemos a nuestro Creador y Señor. Incluye siempre una duda respecto a su amor, su providencia y su poder.

El sacrilegio consiste en profanar o tratar indignamente los sacramentos y las otras acciones litúrgicas, así como las personas, las cosas y lugares consagrados a Dios. El sacrilegio es un pecado grave sobre todo cuando es cometido contra la Eucaristía, pues en este sacramento el Cuerpo de Cristo se hace presente substancialmente.

La simonía se define como la compra o venta de realidades espirituales. A Simón el mago, que quiso comprar el poder espiritual del que vio dotado a los apóstoles, Pedro le responde: Vaya tu dinero a la perdición y tú con él, pues has pensado que el don de Dios se compra con dinero (Hch 8, 20). Así se ajustaba a las palabras de Jesús: Gratis lo recibisteis, dadlo gratis (Mt 10, 8). Es imposible apropiarse de los bienes espirituales y de comportarse respecto a ellos como un poseedor o un dueño, pues tienen su fuente en Dios. Sólo es posible recibirlos gratuitamente.

Otro pecado contra la virtud de la religión es el espiritismo. El espiritismo es la creencia que sostiene que la persona humana se puede poner en comunicación con el mundo invisible de los espíritus. Asimismo es el arte de comunicarse con los malos espíritus (demonios) o con los difuntos, para conocer por medio de ellos las cosas ocultas. La Iglesia ha condenado estos procedimientos.

También prohibe el primer mandamiento: el politeísmo, que es la creencia en la existencia de varios dioses; el ateísmo, que rechaza la existencia de Dios, apoyándose frecuentemente en una falsa concepción de la autonomía humana; el agnosticismo, según el cual, nada se puede saber sobre Dios, y que abarca el indiferentismo, que es la actitud teórica o práctica de quienes sostienen que todas las religiones son iguales, y el ateísmo práctico, que es la postura de los que viven completamente al margen de Dios, como si no existiera.

En la Biblia hay un mandato de Dios que dice: “No te harás escultura alguna…”, ¿significa este mandato que está prohibido el culto a las imágenes? Respondo a tu pregunta con lo que dice el Compendio del Catecismo de la Iglesia CatólicaEn el Antiguo Testamento, el mandato “no te harás escultura alguna” prohibía representar a Dios, absolutamente trascendente. A partir de la Encarnación del Verbo, el culto cristiano a las sagradas imágenes está justificado (como afirma el II Concilio de Nicea del año 787), porque se fundamenta en el Misterio del Hijo de Dios hecho hombre, en el cual, el Dios trascendente se hace visible. No se trata de una adoración de la imagen, sino de una veneración de quien en ella se representa: Cristo, la Virgen, los ángeles y los santos (n. 446).